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31 de octubre de 2010

UNA SENCILLA LECCIÓN DE HUMILDAD



Cierto es que la herencia –la herencia moral, claro- de nuestra generación no será apetecible para las venideras, tanto menos conforme vaya el tiempo distanciándolas y el juicio de la historia nos coloque en nuestro lugar. Menos mal que llevábamos –eso decían los hippies- un mundo nuevo en nuestros corazones: lástima que acabara pareciéndose al viejo, de forma sospechosa.    
Puede que estas palabras, sin embargo, expíen la soberbia de quienes presumíamos poder cambiar el curso de las cosas y mirábamos con desprecio a quienes no supieron, quisieron ni pudieron evitar la contienda más vergonzosa de cuentas empañaron nuestras crónicas. Si el siglo XX trajo muchas luces, cierto es que impregnó sus hachones con el petróleo del dolor, la mentira y la oscuridad.     
La vida, a cierta edad, es como un libro abierto que, traduciendo anécdotas sencillas a un lenguaje simbólico, nos revela verdades sorprendentes.     
Ayer, comentaba estos hechos; cómo, hallándome acatarrado, de mi pecho manaban ríos de flema, coincidiendo con una desdichada avería en el cuarto de baño, un atranque en la red de desagüe que, al quedar descubierta para facilitar su reparación, obligó a eliminar toneladas de mierda, en una operación que duró varios días. Y me dije al respecto: ¿Ves? La vida nos reprocha que, al menos de un tiempo acá, únicamente produzcamos mierda; por eso nos la devuelve. La mierda engendra mierda y su hedor contrarresta el aroma de la poesía.      
¡Qué sencilla y –paradójicamente- sublime lección de humildad! Aquel estercolero inopinado me enseñó en un minuto mucho más que seis años en la Universidad y resumió sabiamente la experiencia de toda una vida y aun la historia del hombre sobre la tierra.     
Llevamos muchos siglos, milenios incluso, deambulando por este planeta. Él nos da de comer, diría un alma cándida, pero es lo cierto que nosotros le arrancamos todo lo que produce de grado y lo que le forzamos a proveer. A cambio, simplemente, recibe desperdicios; unos, aprovechados por la naturaleza, contribuyen a su propia regeneración; otros, sin embargo, imposibles de asimilar, se acumulan y extienden, devolviéndonos el detrito que le arrojamos y que, tarde o temprano, acabará precipitándonos al abismo de la destrucción.  
De este proceso, solamente la muerte se beneficia. Es el gran basurero, el punto de destino de todo aquello que, tras el espejismo de la existencia, se convierte en deshecho indesechable; es decir, mierda, la kaká de los griegos (=las cosas malas). La Iglesia católica, en los ritos del miércoles de ceniza, nos lo recuerda a su modo: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris… Ellos, al parecer, tiran de la cadena.  
Desde luego, podríamos ir más lejos y sacar, por ejemplo, a colación que todo es obra de un dios o que nosotros, depredadores cósmicos, fuimos creados a su imagen y semejanza. Por camino tan arduo y escatológico se infiere la inexistencia de un Ser supremo, a no ser que escribamos Kaká con mayúscula y mucho me temo que en arameo.     
Mas dejemos aquí tan inquietante disquisición y sellemos nuestras reservas con una incógnita, que es la fe de la razón, ya que no la razón de la fe. La coyunda entre ambas engendra al monstruo de la locura.    
Comprenderéis que, absorto en semejantes cavilaciones, mi nave pase lejos del planeta de la poesía, al fin y al cabo una preciosa, hermosísima mierda, por cuya nauseabunda superficie reptamos, como larvas, los poetas. Pero ésa es otra historia, que dejo para posterior ocasión.   
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© Del texto y la imagen:
    Domingo F. Faílde, 2010.-

27 de julio de 2010

EL LATÍN, MEMORIA Y REALIDAD DE NUESTRA LENGUA


Cuenta Giacomo Casanova que comentaba, un día, con una dama el pasaje de la Eneida en que Dido, enamorada del protagonista, se lamentaba de que éste, al partir, no le dejase al menos un pequeño Eneas retozando en su corte. La señora, mujer al fin y al cabo del siglo XVIII, irrumpió en carcajadas ante lo que, según la mentalidad biempensante de la época, constituía una evidente provocación y, por así decirlo, bastante picarona. El inteligente libertino, abrió entonces el libro y, tras localizar el texto aludido, lee aquella frase en latín y se sorprende de que su amiga, en lugar de reírse, la escuche con atenta emoción. Cómo explicar un cambio tan brusco de actitud, se pregunta el autor de Histoire de ma vie y concluye que, entre una y otra, sólo media -y no es poco- la belleza de la lengua.  
Gran verdad, por supuesto. Por eso me he negado a leer esta obra en castellano, prefiriendo el latín original. La Eneida, en nuestro idioma, se convierte en una torpe, farragosa y aburrida novela; en la lengua de Roma, sin embargo, es una obra maestra, un monumento poético de primer orden. Difícil, muy difícil, prácticamente imposible traducir poesía, pues ésta es algo más que las palabras y, como toda pluralidad singularizada, su pretendida universalidad reside justamente en su singularidad. Estos son los misterios de la palabra poética, que hace grande a la lengua que consigue explicarlos más allá del espacio y el tiempo.      
Hablo, naturalmente, del latín y no por su legado literario, que estimo fundamental, sino porque, hasta hace menos de un siglo, permitía al hombre culto desplazarse por el mapamundi y hallar siempre personas con las que hacerse entender.     
¿Quién nos robó el latín? ¿Quién nos lo arrebató de los planes de estudio? Fueron los socialistas, desde luego, dando por válida aquella frase de un conspicuo vocero del franquismo, el famoso José Solís Ruiz, que, no muchos años antes, había merecido las anatemas de toda la oposición: Más fútbol y menos latín. Una perla cultivada, como se puede ver.      
Ahora pagamos las consecuencias en una sociedad cuya incompetencia lingüística conduce al castellano a la aniquilación, a favor del inglés, primera lengua del mundo civilizado, por muy escasa diferencia respecto a nuestro idioma.      
Y si esto fuera todo… pero no acaban aquí los menoscabos: con nuestra lengua madre, hemos perdido nuestras propias raíces y nos hemos privado de la llave de acceso a nuestro patrimonio cultural. Exponerlo, como yo hago, es sumamente fácil; evaluar las tristes consecuencias de este hecho nos llevará muchos años, cuando el mal se haya hecho irreversible.       
¿Tan traumático resultaba su estudio? Yo mismo lo he enseñado durante algunos años, ya casi convertido en una simple maría, y los muchachos lo aprendían sin demasiado esfuerzo, desde el instante en que les hacía ver y entender que nuestra propia lengua no es sino latín evolucionado. Solía también decirles, aunque con cierto tacto, que era el idioma de la inteligencia. Sin embargo, quienes arremetieron contra el ¡Muera la inteligencia y viva la muerte!, de Millán Astray, no soportan ni el nombre de la primera, a la que acaso tengan por privilegio burgués. El sistema educativo español trata de igualar a los ciudadanos en el escalón de la estupidez.     
Malos son estos días, en los que la coherencia intelectual pone en solfa principios que han sostenido la vida de muchos. Porque, cuando no sirven y quedan simplemente como columnas de la nostalgia, es necesario meterlos en un baúl y, como el viejo Diógenes, salir a la calle con un candil, en busca del hombre y su realidad.        
Acaso estamos lejos de encontrarlos y tal vez nos topemos con cerebros vacíos, que nos hablen de seres imprescindibles, criaturas legendarias, mundos por descubrir, mientras han olvidado, sin remedio, las profundas raíces de su sangre.      
      
© Domingo F. Faílde.-    
    Jerez de la Frontera, 27 de julio de 2010

27 de junio de 2010

ALGUNAS REFLEXIONES EN TORNO A UNA CARTA DE CARLOS GUERRERO


… en mas de vienticinco siglos los humanos no nos hemos movido del sitio, me dices. Y dices bien. Has dado en la diana y -¡bienvenido al club de los visionarios!- también has recibido la inquietante revelación que, hace ya quince años, plasmé en este poema:  


FUEGOS DE CAMPAMENTO  

LLEVAMOS mucho tiempo cabalgando.   
Atrás hemos dejado  
reinos, ciudades, hombres,  
y hemos dejado un rastro de sangre  
y de sombra.    

Mucho tiempo: el viaje  
es largo y se sospecha   
que estamos dando vueltas, como buitres  
en torno a la carroña   
de nuestros propios cuerpos.  

Años, siglos, milenios, glaciaciones,    
kilómetros y millas, sin movernos del sitio   
donde nacen y yacen nuestros cadáveres.    

Cuando al fin nos hayamos devorado,   
podrá Cronos, dichoso,   
dormir su siesta eterna: la memoria   
o el sueño   
donde habitan los monstruos   
que escriben la historia.   

(de La noche calcinada. Almería, Batarro, 1996)  


Se trata, ya lo ves, de congelar el tiempo, la historia, rizando el rizo de lo imposible, pues la voz lírica, como ves, queda fuera del tiempo y el espacio y, emplazada en ¿la eternidad?, toma este extraño daguerrotipo. No hará falta te cuente que tan sólo unos pocos iluminados comprendieron la terrible parábola y llegaron, por otra parte, a la conclusión –ya enunciada por Aristóteles- de que la poesía tiende a representar lo universal y la historia lo particular. Quienes viven a costa de la última, pusieron el grito en el cielo. Los poetas que llamaremos serios, por llamarlos de alguna manera, se pusieron a cavilar.  
Tienes razón y, en otro orden de cosas –que es el mismo- haces buena una frase de Nietzsche, de esas que uno puede adoptar como lema: Sólo al atardecer levanta el vuelo la lechuza de Palas. Indiscutible, ¿verdad?     
Pero el mundo no está para preguntas y, habida cuenta de las circunstancias que nublan la actualidad, podemos comprenderlo y disculparlo, aunque sepamos a ciencia cierta que nunca habrá respuestas donde antes no hubo preguntas. Por eso, los profetas predicaban en el desierto.   
No podía ser de otro modo, si tenemos presente que la sordera es el escudo de los políticos. Por eso los troyanos no oyeron a Casandra ni los republicanos españoles a Ortega y Gasset, mientras Adolfo Hitler se encerraba en su tumba para no oír el ruido de las bombas. Si la política, que es el folleto de instrucciones de las sociedades humanas, aborrece la poesía (non debent togati iudices a Musarum honore et a poetarum salute abhorrere, escribió Cicerón en su Pro Archia), se retrocede a la animalidad y, carentes de rumbo y utopía, regresamos a la ley de la selva, al imperio de los instintos –que no de los sentidos, proveedores, al fin y al cabo, de experiencias para el conocimiento-, cerrando así un peligroso círculo, que otra cosa no sea el apocalipsis: un genocidio absoluto o un suicidio universal, que viene a ser lo mismo.   
Creo, también, que, en este tiempo nuestro, la sordera se ha generalizado. Sordos son los políticos, acabo de decirlo –y el Sr. Zapatero es el mejor ejemplo-, pero sordos también los gobernados que, abdicando derechos y responsabilidades en beneficio de sus gobernantes, no ven, no oyen, no sienten y consienten cualquier tropelía, con tal que los dejen hozar en paz. Somos un muro, pues, unos y otros, contra el que reverbera la luz, sin traspasarlo. Advertimos acaso el resplandor, pero andamos sumidos en las tinieblas, como los ciegos de Saramago.    
La gente, en su egoísmo, quiere tranquilidad y exige esperanza. Se enaltece lo positivo, pero se oculta o ignora la propia negatividad. Como enseñó Platón en sus últimos años, el pueblo quiere halagos porque no se acomoda a la verdad, y éste es el territorio, el espacio vacío que ocupan los políticos, su coto de caza. Entre unos y otros, incubamos el huevo de la Bestia.    
Bendito el vientre que no concibió y los pechos que no amamantaron, dijo el rabí Jesús y no parece que, de momento, se despeje el enigma de estas palabras. Ni seré yo, desde luego, quien, sumido en la fiebre trivializadora que nos sacude, las vista de faralaes. Pero en esta advertencia hay poesía, religión –que no dogma-, progresión al misterio. Y, volviendo al poeta, ¿acaso nuestro reino es de este mundo?   
Puede que no lo sea, pero no le es ajena la realidad –ya lo dijo Virgilio en un hermoso hexámetro-. Su defección apaga toda luz y deja el campo libre a los políticos y su enjambre de financieros, empresarios, propagandistas, mercachifles, esquiroles, burócratas… La política me produce asco. Y ahondar en la poesía mucho miedo.    
   
© Del texto: Domingo F. Faílde    
    Jerez de la Frontera, 27.06.10.-   
© De la imagen: Dolors Alberola, 2009.-

26 de junio de 2010

DEL OPIO DE LOS PUEBLOS Y EL EJERCICIO DE LA INTELIGENCIA


De Carlos Marx acá, el mercado de estupefacientes se ha diversificado. Ya no es sólo la religión, como tampoco la cocaína que, por entonces, se podía adquirir en las farmacias. Ahora, el opio del pueblo puede ser cualquier cosa, si altera la conciencia colectiva y conduce a la gente hacia la alienación. El Cristianismo, en todas sus vertientes, lo mismo que el Islam y las suyas, figuran todavía en el listado de sustancias tóxicas, cada vez más nocivas, cuanto más alejadas –en el caso del Cristianismo- del sentir general. El fútbol, desde luego, ha alcanzado en el ranking posiciones de privilegio, mientras los viejos oráculos se ven suplantados por Internet, los teléfonos móviles y la música de consumo. El dinero, por lo demás, siempre fue el dios supremo, al que incluso la Iglesia ha adorado sin ningún género de pudor.  
Preguntaron a Sócrates qué era un filósofo. Sin pensarlo dos veces, aparcó las solemnes definiciones y recurrió a la simplicidad con un símil: Mirad los juegos olímpicos –dijo-; unos, los atletas, acuden a competir, en busca de la victoria; otros, movidos por la ambición, esperan ganar dinero con las apuestas; por último, un reducido grupo va tan sólo a mirar el espectáculo. Éstos son los filósofos.  
Y digo yo, ¿no es esto lo que hacemos algunos de nosotros? Contemplar, sin embargo, no es la tarea pasiva que parece. El cerebro del que es capaz de hacerlo dista mucho de la pantalla de un cine, en blanco siempre, tras haber recogido en su superficie cientos y miles de historias. La mente va más lejos y graba en la memoria esas imágenes, que, después, el entendimiento, procesa; es decir: analiza y valora, conforme a unos parámetros previamente, a su vez, analizados y valorados.    
¿En qué momento de la secuencia irrumpen los factores alienantes? ¿Qué nos torna propensos a caer en sus redes? ¿Cómo puede atrofiarse una conciencia, hasta incluso anularse, siendo ella el testigo de nuestra identidad? No lo sé, pero es frágil la llama que lleva nuestro nombre y muy fácil soplarle desde el yo, más inclinado a los halagos del exterior que a las señales de alarma de la propia autenticidad.    
Nos volvemos venales. Lo mismo que Esaú vendió a Jacob, su hermano, la primogenitura por un humilde plato de lentejas, el hombre-masa de nuestros días -¿y quién no lo es?- vende su dignidad, vende su libertad e independencia, vende su pensamiento, sus sentimientos, sus deseos más íntimos, sus derechos fundamentales, en la plaza de un mundo que se ha convertido en inmenso mercado, donde unos, los más, venden todo, y otros, los menos, adquieren a precio de ganga lo más sagrado del ser. Un ser, naturalmente, cegado por el brillo de la chatarra y engullido por las sirenas que, a ritmo de salmodia, rap o marcha –militar, por supuesto-, los conducen a la hecatombe.    
Ulises, avisado –se deduce de ello que estaba en posesión del conocimiento-, actuó sabiamente, taponando con cera los oídos de la marinería y haciéndose amarrar al palo de la nave. Las sirenas cantaban, desde luego, pero ni el timonel ni los remeros podían escuchar sus seducciones, no más fuertes que los lamentos del capitán que, dispuesto a rendirse, chocaba contra el muro de la sordera, que a todos salvó. Es posible, por tanto, librarse de esta peste contemporánea, que nos convierte en zombis y acaso la vacuna, más que en cadenas y trabas, consista en lo contrario: cultivar el conocimiento, anhelar la sabiduría y ejercitar continuamente el aprendizaje que nos ponga en camino de acceder a la luz.   
Habrá que cuestionarse todas nuestras creencias, rescindir el contrato que firmamos con la molicie y tomar, de una vez, las riendas de nuestra vida, antes de que tiranos sin escrúpulos nos vendan elixires fraudulentos y se nos caiga el pelo. El mundo está lleno de tales vampiros y corren hacia ellos ríos de sangre. ¿No seremos capaces de desenmascararlos? ¿No tendremos valor para abatirlos?     
Si seguimos la senda que nos trazan y seguimos, como corderos, al dueño de la manada, rectifique la ciencia sus conceptos. Quizá la inteligencia sea el bien más escaso, como dicen del agua.    
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© Domingo F. Faílde, 2010.-

14 de junio de 2010

CONCEPTOS, NOMBRES, TEXTOS, PARA UNA REFLEXIÓN ESENCIAL



Fue el filósofo inglés Guillermo de Ockham quien, en las primeras décadas del siglo XIV, sostuvo, frente a escolásticos y otras corrientes, la inexistencia de los conceptos universales, que sólo serían nombres y simplemente nombres, con todo lo que ello habría de suponer para la posteridad.    
Pensaba en estas cosas cuando, por un azar, tampoco tan azaroso como el mero concepto nos hace suponer, cayeron en mis manos dos, tres antologías, que, al margen los criterios selectivos de cada una, incluían el nombre de Dolors Alberola, fundamental para mí y, a juzgar por el subtítulo de la más reciente, esencial, en igual medida, para la antóloga.   
La esencia, según Ockham, no es algo que compartan la totalidad de los seres. Vistas así las cosas, y hablando –en este caso- de mujeres, la esencia de Alberola es sólo de Alberola y la de Currita del Corral es sólo de Currita del Corral, ¿nos vamos entendiendo?   
Y es que resulta fácil, como cualquier simplificación de usar y tirar, referirse a poesía femenina, a mujeres que escriben, a voces importantes, a qué sé yo: un montón de generalidades de cualquier índole, sostenidas por muchas columnas que, en abstracto o en román paladino, tienen nombre y apellidos, documento de identidad, biografía personal, trayectoria literaria y, desde luego, obra, pues solamente el texto sostiene a los nombres que, sin tal fundamento, serían pura ficción o, digámoslo claramente, flagrante usurpación.    
A despecho de los ninguneadores –esa fauna tenebrosa que tanto prolifera en las letras hispanas-, un nombre no se crea de la nada, sino que corresponde a una realidad. Así, Ana Rossetti, es Indicios vehementes, Devocionario, Apuntes de ciudades, Virgo potens, etc.; Juana Castro será Cóncava mujer, Narcisia, Arte de cetrería, Los cuerpos oscuros, etc., etc.; y Dolors Alberola, Cementerio de nadas, El medidor de cosas, Arte de perros, Del lugar de las piedras, y otros etcéteras. Suma y sigue. ¿Hay quien dé más? ¿Hay quien pueda ocupar el sitio de las nombradas y de las que omito por no hacerme pesado?  
Es muy fácil restarles importancia, regatear unos gramos de mérito con modos de hortelano, echar una cortina para que no se vean, pero ahí están los textos, firmes como cariátides, sosteniendo la esencia del ser.  
No seré yo el que afirme que en una antología está todo dicho. Siempre queda alguien fuera y es de rigor ejerza su derecho a reclamar su plaza, amparándose en hechos. Siempre lo he defendido. Pero quien quiera derribar un muro, hágalo con razones, fuertes como otro muro. O calle para siempre.  
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© Del texto y la imagen:  
    Domingo F. Faílde, 2010.-

27 de mayo de 2010

DE LA INOCENCIA Y LA FELICIDAD. CASI UNA METAFÍSICA



Ay, la felicidad… Mucha razón tenía Noam Chomsky cuando hablaba de la capacidad de generar lenguaje que, según él, caracteriza a los seres humanos. Porque, volviendo a aquella palabra, hay que ver la imaginación, inventiva y, en suma, genialidad, que requiere un concepto tan impensable, tan inimaginable, tan inconcebible. Pero el término es lo de menos: beatitudo, en latín; eudaimonía, en griego; happiness, en inglés…, qué más da. La cultura, en última instancia, no es sino un diccionario del despropósito. Buda, Jesús, Santa Claus, personificaciones de la inocencia.    
Pues no me negaréis que hace falta inocencia a manos llenas para reconocer, en una constitución como la yanqui, el derecho del hombre a la búsqueda de la felicidad. O cinismo, que viene a ser igual, pero en el lado oscuro de la fuerza. Así, mientras los pobres buscan y buscan, linterna en mano, por los rincones, los ricos disfrutan sus sucedáneos, pues no a otra cosa alcanza el dinero.  
Inocencia y felicidad serían, sin duda, la esencia misma del paraíso perdido; y, si hoy existieran, Milton nos cobraría por un roce, una mirada boba o un buen polvo, los consabidos derechos de autor. Entre la serpiente y la SGAE hay solamente tiempo.   
Tiempo, ésa es la cuestión. Un tiempo que transcurre en dirección contraria a la inocencia, hasta el punto de que, si pudiéramos determinar con exactitud el punto de encuentro entre la edad del individuo y la total extinción de su inocencia, conoceríamos el día y la hora de su muerte. Por eso, los ancianos carecen de ilusiones; los suicidas, también.   
Todo lo que se mueve conduce al desengaño. Entre el principio y el fin, el combustible de la inocencia impulsa el motor de la felicidad. Pero aquella energía –la inocencia- tampoco es renovable ni, muchísimo menos, inagotable: cuando ha ardido la última gota, se para el corazón.    
Y aquí acaban los sueños, uno a uno. Bien lo sabía Quevedo, por más que alimentase la esperanza menos fundamentada, más allá de las pesadillas de la propia razón. Pues creer en la eternidad equivale a aplazar los efectos de un cataclismo, pero no el cataclismo en sí. Nada salvó de la decepción al Caballero de la Tenaza.   
Ay, la felicidad… El hombre es viejo, la vida es larga y el arte no importa. Sin duda, estos renglones sólo son tonterías, una sonsera de tres al cuarto, a años luz del brillante discurso que, al principio, me propuse escribir. Ojalá y, al comienzo, supiésemos en qué quedará todo y dónde y cuándo y cómo. Pero, si fuese así, nada sería.    
  
© Del texto y la imagen:    
    Domingo F. Faílde, 2010.-

18 de mayo de 2010

MÁS SOBRE ARREPENTIDOS Y BIEMPENSANTES. UN PASEO POR LA MEMORIA


Cuando yo era un chiquillo, pasaba muchas horas en el despacho de mi padre y él, para que no le interrumpiese con mis curiosidades, solía proporcionarme material de dibujo. Éste, por lo común, consistía en un lápiz y una revista con bastantes páginas en blanco, de la que, en una especie de alacena, tenía un arsenal.  
Sin embargo, lo que a mí me atraía de aquella publicación no era la abundancia de espacios a emborronar, sino la fascinación de unos hechos que ponían ante mis ojos la imagen fotográfica de mi propia ciudad, tal fuese un año antes de mi venida a este valle de lágrimas. Me encantaba corroborar que había vida ya entonces. Y, entre los rostros fotografiados, buscaba casi en vano las caras de parientes y conocidos, sus rostros en pretérito, que yo no conocí.  
Las fotos me llevaban en volandas a una ciudad volcada en el delirio: procesiones con cánticos al viento, hogueras avivadas con los libros prohibidos, penitentes haciendo público su arrepentimiento. Y, siempre, la mirada inquisidora de un clérigo, implacable notario de cuanto sucediera.  
1947. Santa Misión. Tras el paso de la hidra roja, había que borrar todas sus huellas. No bastaba el fusilamiento de los disidentes ni las largas condenas a presidio. Aplastados los combatientes y sus simpatizantes, el estado fascista y la iglesia católica decidieron barrer las conciencias y arrojar a las llamas cualquier brizna de heterodoxia, cualquier vestigio de insubordinación. Nada mejor que aquellos actos públicos para hacer aflorar lo clandestino o para que el culpable proclamara su retorno al redil. Así se congraciaron con el régimen algunos vergonzantes.   
Suele ocurrir, en tiempos de reflujo. La marea de la libertad deja, al retroceder, toda la arena expuesta al oleaje de la opresión. También, y sobre todo, en literatura, pues las palabras se las lleva el viento, pero lo escrito –como pontificó Poncio Pilato- escrito está. Y quien firma un artículo como éste, bien puede estar firmando su propia condena. El fuego, sin embargo, puede tachar las rúbricas y desdecirse en público conseguir el perdón de los tiranos.   
En esta misma página, publiqué no hace mucho un artículo titulado Tiempo de arrepentidos y biempensantes. El arte de desdecirse, que levantó, al parecer, algunas ampollas. Un año antes y en la misma línea, critiqué unas declaraciones de Juan Marsé, no menos sorprendentes que las que dieron pie al mencionado escrito. Hoy, recabando información sobre El cónsul de Sodoma, hallo varias entradas protagonizadas por la rabieta del laureado autor de Últimas tardes con Teresa. Pero, si su rechazo al film es absolutamente legítimo, sus palabras condenatorias suenan a la más rancia Inquisición: grotesca, ridícula, falsa, inverosímil, sucia, pedante, dirigida por un fallero incompetente y desinformado, mal interpretada, con diálogos deplorables. Es una película desvergonzada, de título infamante y producida por gente sin escrúpulos. Ya me dirán.    
Y es que, dejando a un lado la película y cualquier objeción sobre la misma, no puede un escritor beatificado admitir que, en el círculo donde saltó a la fama, se codeaba con homosexuales, consumidores de droga y otras gentes de vida disoluta, por más que fuesen de la gauche divine o precisamente por eso. El premio Cervantes y la bendición Urbi et Orbi, además de tener indulgencia plenaria, imprimen carácter.   
No tengo nada contra Juan Marsé, un magnífico escritor, cuyas obras sigo leyendo con devoción. Pero me alarman poderosamente su actitud, su acatamiento, su retractación y la enorme orfandad en que deja a quienes, algún día, cada vez más lejano, creímos en valores que la señora Sinde ha colocado al filo de la extinción.   
  
© Domingo F. Faílde   
    Jerez, 18 de mayo de 2010

8 de mayo de 2010

LAS RANAS. UNA VIEJA LECCIÓN*



En la Granada universitaria de finales de los sesenta, cuando los fastos del mayo francés, en estado latente todavía, hacían pensar a algunos que sus sueños eran la pesadilla de alguien, un grupo de poetas, náufragos del pasado, vivió la suya propia en las apenas restauradas naves de la iglesia de San Jerónimo.    
Corrían otros tiempos, desde luego, así como otras eran las circunstancias que congregaron a la alegre muchachada de aquella ciudad en torno a unos poetas, ni alegres ni muchachos, benditos en exceso y adocenados hasta la arterioesclerosis. García Nieto, Pemán y, en fin, un ramillete de imperiales violetas, llevaban en el lomo sus alforjas con un quintal de versos.    
No llegaron de incógnito, qué va. Y, mientras los heraldos de la fama pregonaban sus nombres en prensa y radio, en el terrible bar de Filosofía, por aquellos entonces sala de banderas de la más aguerrida contestación, comenzó a prepararse otro recibimiento.    
Sin saber cómo, cuándo ni de dónde, corría con el vino pesetero de Paco -que era, cuchicheaban, agente de la social- un libro pintoresco y revelador, la prueba contundente para el auto de inculpación que allí se estaba incoando. El Poema de la bestia y el ángel circuló corregido y aumentado, llenó carteles y hojas volanderas, fue pasto de panfletos y asambleas, de manera que el vate jerezano jamás imaginara masa tal de lectores, interesados críticos y minuciosos eruditos, que, en cuatro o cinco días, acotaron, anotaron, interpretaron, analizaron, destriparon y condenaron, golpe a golpe y verso a verso, aquellos cantos épicos, dedicados en letras de oro a Franco, José Antonio y Calvo Sotelo. La Inquisición, en sus mejores épocas, no exhibió tanto celo ni tuvo a su servicio delatores, instructores o simples testigos, tan exactos y diligentes.    
Llegado el día solemne, los modestos quiosqueros granadinos hicieron el negocio de su vida, vendiendo al por mayor y a buen precio un juguete en desuso, que, de la noche a la mañana, aquella juventud reivindicadora se empeñaba en recuperar. Tratábase, sin más, de un mínimo artefacto de hojalata que, con forma de rana, producía, presionando la parte posterior del objeto, una chirriante réplica de la voz del batracio, tan aguda como desagradable.    
Armados, pues, de anfibio, ocupamos el auditorio, a excepción, claro está, de los asientos reservados a autoridades y jerarquías, que comparecieron en uniforme de gala, en contraste inquietante con el progre desaliño de cuantos al combate nos aprestábamos: largos y mal peinados cabellos, barbas, bigotes a lo Iñigo, téjanos, cazadoras, alguna minifalda, y esos cientos de ranas infernales que, apenas iniciada la lectura, rompieron a croar, maleducadas, llenando con su estrépito las bóvedas y abordando, corsarias, los micrófonos, de modo tal que oyentes y radioyentes otra cosa no oyeran sino aquella mordaza sonora. Fuera, la policía, en su gris impoluto no sabía qué hacerse.    
Sus archivos, no obstante (por cierto, ¿qué habrá sido de ellos...?), guardaron amplia nómina de quienes, con el paso de los años, irían relevando a los de gala, nuevos padres de la patria, hijos predilectísimos, primos hermanos y demás familia: consejeros de la Junta, concejales y alcaldes de más de una ciudad, diputados, burócratas, pintores de renombre, críticos, editores, poetas, novelistas...; en fin, un pandemónium con visado para la historia.    
Había que cambiarla, nos decíamos. Emulando a Bakunin, nos disponíamos a dinamitar una cultura que, como Hamlet, apestaba a podrido: La imaginación al poder (menos mal). Engels, Marx, Lenin, Gramsci, Santiago Carrillo, eran el catecismo: Que florezcan mil flores y mil escuelas, escribióMao Tsé Tung...    
Con el advenimiento de la democracia, muchos de los que hablaban de dinamitar la cultura, tomaron posiciones bajo el manto del ministerio de la especialidad. Hay que dinamizar la cultura, aseguraban. Y para protegerla, limpiándola de nietos, pemanes o laínes, disidentes pasados, presentes y futuros, diéronse subvenciones, prebendas, sinecuras, ocupando al asalto prensa, radio, televisión, publicaciones, plataformas editoriales y otros foros, dispuestos a croar su verdad.    
Sus versos virginales, rebeldes, inflamados, se arrugaron muy pronto. La pasión juvenil, desveladora, fue cediendo su puesto a una ternura blanda y peliculera, que hace causa común con lo más sórdido de una cultura urbana mortalmente enferma. Y mientras, convertidos en gabinete de prensa y propaganda del fe tipismo, entronizan los mitos, santos, héroes, de un entorno autofágico y demoledor, aplauden las reformas salvadoras que, a no dudarlo, liberarán a las nuevas generaciones del peso muerto del latín, el ominoso lastre de la filosofía, el tedioso baldón de los clásicos, abriéndoles a cambio el paraíso de la informática, el horizonte aséptico de las tecnologías de vanguardia, el agujero de ozono, el mundo feliz de Huxley y la estupidez diplomada.    
Entonan las exequias de las ideologías, y acaso no carecen de razón, quizá porque la ciencia ejerce una rígida dictadura y deja menos espacio a la libre interpretación de los fenómenos. Sin embargo, se escuchan nuevas voces disidentes y surgen por doquier alternativas: se empieza a hablar de nueva medicina, por citar un ejemplo, mientras nuevos enfoques de la historia, la biología, la astrofísica, remueven poco a poco el rescoldo epistemológico de una sociedad instalada en la autocomplacencia.    
La utopía, en todo caso, sigue viva. Hoy, como ayer, Justicia, Libertad, Amor, Sabiduría, están lejos del hombre, llamándolo, incitándolo, poniendo ante sus ojos un referente cóncavo, ante el cual el presente es una zafia caricatura. El cosmos se nos hace cada vez más pequeño, mientras se abre y ahonda el abismo de la violencia, la intolerancia, la incomunicación y la insolidaridad.    
Son muchos los conceptos que nuestra humanidad neomedieval urge replantearse. Entre otros, la idea de poesía. La idea de poeta, en cualquier caso. Es el suyo mester de humildad, ajeno y aun contrario a la molicie funcionarial del vocero. Hay que recuperar la juglaría, el malditismo, la diferencia, apostando con la primera por el salto sin red, el riesgo imprescindible que la creación comporta. No es el despacho el reino del poeta sino los horizontes infinitos donde hierve la vida, plagada de misterios, oferente de gozos inexplorados, pletórica de retos.    
Y es preciso salirle al encuentro, aun dolorosamente, no para doblegarla o transformarla, y sí par a tomarla como un cuerpo adorado, fundiéndose en su carne y en su alma, confundiéndose en ella hasta arrancarle la fruta ardiente que llamamos poema.    
O puede que, muy pronto, escuchemos croar a las ranas.  
   
© De la imagen y el texto:
    Domingo F. Faílde, 2010

* Este artículo fue publicado en Papel Literario, suplemento del Diario Málaga-Costa del Sol, el 7 de mayo de 1995.

15 de abril de 2010

LIBERTAD VIGILADA. UN CAMINO HACIA LA OPRESIÓN


Del estado policial a la dictadura media tan sólo una delgada línea y no roja, como el título de una famosa película, sino negra, como la oscuridad, la terrible tristeza del cautiverio, la rotunda desolación de sentirse a merced del que manda, como un mono en el zoo. Pues no existe opresión más despiadada que estar siempre en el punto de mira, vigilado, observado, registrado en cada uno de nuestros movimientos, de nuestras emociones, de esos pequeños gestos que delatan sentimientos e ideas. En posesión del otro, nada nos pertenece. Los actores del “Gran Hermano” reconocen sufrir una rara transformación: acaso no lo saben, pero van, poco a poco, degradando su personalidad hasta convertirse en objetos vivientes, en quienes todo el mundo proyecta sus deseos, frustraciones o inquinas, criticándolos o alabándolos sin más razón, a veces, que la más aberrante, enfermiza subjetividad.    
Los autores del engendro, al convertir la vida en espectáculo, como aquel show de Truman que conmoviera a medio planeta, han transformado la intimidad del hombre en una jornada de puertas abiertas, con horario de drugstore y un despliegue de cámaras que, indefectiblemente, confluyen, como un río secreto y despiadado, en la pantalla del segurata o en la red controlada por alguna comisaría. Por su parte, las víctimas, en lugar de sentirse perseguidas, se creen protagonistas de la película de sus sueños y buscan ellas mismas el implacable ojo, dispuestas a inmolarle hasta el alma.    
Uno comprende, sin embargo, el riesgo que comporta la libertad. Quienes, en la otra orilla, se empecinan en conculcarla, siempre hallarán pretexto y ocasiones. Al igual que en el viejo Chicago, acribillado por los mafiosos, la gente pedirá protección y surgirá un mercado de la seguridad que, abastecido por intereses privados o móviles políticos, terminará abocando al ciudadano a un siniestro dilema: tranquilidad a cambio de ceder sus derechos a terceros, ya se trate de empresas, ya sea el propio Estado quien asuma el control de la población.    
Nos van acostumbrando lentamente. Uno pasea por el centro urbano y, al pasar por delante de un establecimiento, ve su imagen en el televisor, se siente actor y piensa lo feliz que sería, mientras cientos de cámaras le graban el paseo. Nos van acostumbrando a un continuo cacheo en aeropuertos, estaciones de ferrocarril, sucursales bancarias y dependencias públicas. Nos parece normal: hay tanto cabrón suelto; y entendemos que, cada dos por tres, nos irradien en un escáner o que, a bordo de un tren de cuarta clase, siempre haya un helicóptero, como un moscardón, revoloteando a tu alrededor. Y crees que es necesario, lo es. Y te sientes seguro y acaso lo estás. Y te callas y otorgas y hasta aplaudes, convencido de la bondad de tamaño despliegue y la importancia de tu sacrificio.    
Las costumbres, no obstante, hacen leyes, como reza un antiguo refrán. Y más de uno tememos que, pasado el peligro, si es que pasa, sigamos vigilados, observados, cacheados. En suma, controlados. Y que ahora, a hurtadillas, entre unos y otros, nos estén desmontando la libertad.    
   
© Del texto y la imagen:
    Domingo F. Faílde, 2010

10 de abril de 2010

LA ALIENACIÓN DE LA LITERATURA


Si, alguna vez, en el escaso tiempo que me resta de vida -mayor en todo caso que mis ganas de hacerlo-, pudiera publicar mis pobres prosas, dispersas en periódicos, revistas y este refugio de pecadores que es, por ahora, Internet, se sabría que, al margen de poéticas, confesas o no tanto, siempre albergué la sospecha –certeza, diré hoy- de ser enfermedad y no otra cosa lo que llamamos, pomposamente, poesía.    
Los eruditos a la violeta, tan pedantes y pedorreros en el presente como en el XVIII, apostillarían con engolada displicencia que sí, que ya lo dijo alguien, con citas en cursiva, y que, con la mayor naturalidad, eso se denomina estado alterado de la conciencia, manda cojones, cuando todos sabemos que es más simple. Un virus, sí; la poesía es un virus y el poeta por él infectado un enfermo incurable. Porque este mal que nos inocularon no tiene cura ni responde a cuidados paliativos ni otra esperanza hay de sacudírselo que aquella dolorosa cuan lúcida eutanasia, que se aplicara Larra.    
Hablo en serio. Y mira que aquel hombre andaba bien untado de ese bálsamo que es el éxito… Pero la poesía, arriero inflexible y brutal, nos coloca una jáquima en los ojos y, a golpes en los ijares de la maldita sensibilidad, nos conduce a su antojo, azuzándonos con la fusta que más de uno tiene por lucidez.    
Así pienso que sea, pues no hallo otra razón para perseverar en rigores tan lancinantes sino aquella flaqueza con que el mal nos corroe, tornándonos adictos a la literatura, sus pompas, sus obras, su vanidad, su zozobra, su malandanza, su falsía, su inutilidad…    
Pero acaso suceda seamos un vestigio los poetas de otra vida más pura, si alguna vez lo fuera, cuando el hombre podía permitirse arrancarle el sustento a la naturaleza, percibiendo su pálpito en la tierra, en la lenta germinación de los frutos, en el devenir de las estaciones; y, tras el laboreo cotidiano, sentarse a contemplar las estrellas, poner en orden sus conocimientos, ajustar su conciencia a la armonía del cosmos y disponer su espíritu a la revelación del misterio.     
Y también ocurrió que, con la división del trabajo y el advenimiento de una casta de explotadores, toda aquella función del hombre ocioso devino productiva y, por tanto, alienada, de modo que aquel ente colectivo –el creador- se transformó en productor y su obra, con ello, en mercadería, sujeta a las mareas del comercio y manipulada, como cualquier objeto mecánico, con aparejos y tecnologías.    
¿Qué nos puede extrañar cuanto vemos y padecemos en la hora presente? La poesía, como un bien de consumo cualquiera, ha sido arrebatada al antiguo poeta artesano y puesta en valor por empresas y holdings, que la diseñan, envasan y distribuyen con criterios de márquetin.    
Malos tiempos, se dice, para el poeta. Es la hora de los gestores que, atrincherados en sus despachos, preparan el terreno y lo ponen a punto de caramelo para recibir esa lluvia jupiterina que sólo beneficia a las grandes editoriales, los cada vez más fuertes distribuidores, los reducidos trusts de escritores paniaguados, los lameculos de siempre, que aspiran a ocupar alguna vacante, los patronos interesados en obtener ventajas fiscales… ¡menuda cofradía!  Dentro de  un par de  lustros  –si la crisis no acaba sepultándonos-, el poeta será una especie de técnico homologado y no podrá ejercer su profesión sin la licencia correspondiente.    
Una ignominia, claro. Y lo peor del caso proviene del control ejercido por el sistema en materia de contenidos. La literatura, en general, y la poesía en particular , expresión de la superestructura ideológica de la sociedad, devienen tanto más peligrosas cuanto más se ensancha su base social. En un mundo donde la tan cacareada globalización es un hecho nefasto, el poder necesita una poesía absolutamente desactivada, plana, trivial, enclenque.    
Se la ha identificado muchas veces con la denominada poesía de la experiencia. Otras, con las letras que se difunden a través de la música pop. Sin embargo, por más que un aluvión de poetas oportunistas haya abusado de los principios estéticos de aquella tendencia, degradándolos hasta el ridículo, urge restituirle el mérito indudable de sus epónimos y el salto cualitativo que, en su momento, supuso. En cuanto al rock & roll, habrá que distinguir entre las letras innovadoras de los años 60-70 y las que, totalmente idiotas, hacen furor en la actualidad.    
Ya se le ven los pelos al fantasma. Así, sin ir más lejos, observamos una alarmante transformación en los principios éticos que, en los albores de nuestra democracia a la española, sustentaron la creación de un buen número de certámenes literarios. Se trataba de fomentar la creatividad, al amparo de unos valores cívicos determinados, progresistas por lo común. Se premiaba, por tanto, al creador, al poeta, y así fue hasta que el utilitarismo de unos y el catetismo de la mayoría propiciaron el aterrizaje de las grandes editoriales en un buen número de concursos –y sigue creciendo-, que han acabado imponiendo sus intereses, premiando a sus delfines y convirtiendo el premio correspondiente en un mecanismo de financiación. El poeta –el ingenuo poeta que va por libre- no tiene nada que hacer, aunque escriba la Eneida.    
Otro signo de la ola de globalizaciones que nos invade puede verse en el culto a lo extranjero que parece imperar en buena parte de los editores. De unos años acá, mientras los españoles nos comemos con sal y pimienta nuestros originales, los escritores latinoamericanos hacen su agosto en la madre patria, empeñada en sacudirse la leyenda negra y un ancestral complejo de xenofobia.   
También los europeos medran por esta tierra de nadie, donde el clima y la religiosidad hacen milagros, tal el don de lenguas. Pero, aunque se me aparezca la Virgen, no logro comprender cómo un flamenco –de los de Flandes, claro- puede ganar un premio de poesía en castellano, sin que ningún colega le haya echado una mano -la duda ofende, faltara más- en forma de traducción.     
Y para qué seguir. Con lo expuesto ya se ve a dónde vamos y qué podemos esperar del futuro. A Huxley y Orwell no les sobraba la fantasía. A mí tampoco.     
El sistema nos va acorralando. Desde las cumbres borrascosas del Instituto Cervantes hasta el casinillo periférico de la Generación del 27, la tribu va tomando posiciones. Con la fuerza de las instituciones, nuestro dinero público y las consignas de los políticos, no necesitan ametralladoras para barrernos. Pronto, muy pronto, no tendremos un sitio, una tribuna, un miserable premio. Cuando la idea de industria cultural prevalezca sobre la de cultura, habrá culminado el proceso de empresarización a que nos han conducido la brutalidad del Mercado Común, la avaricia corrupta de nuestros gobernantes y el oportunismo de los hombres y mujeres de letras. Es el Apocalipsis.    
Ni siquiera nos dejarán la poesía, desengañémonos. La poesía no es, no puede serlo, la escritura onanista de quien, preso y amordazado, pide socorro y, a bordo de una botella, arroja al mar su desesperación, su tristeza, su voz amordazada. A gritos o en silencio, la poesía es un acto de afirmación y debe sonar nítida, entre los hombres, ofreciendo un camino, una puerta, una luz.    
En tiempo de cataclismos, éste -la alienación de la literatura- es, sin lugar a dudas, uno de los peores.    
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© Del texto y la imagen:    
Domingo F. Faílde, 2010.-

9 de abril de 2010

BUFAR Y NO HACER NADA*. EL SALUDABLE HÁBITO DE HABLAR Y VOLVER GRUPAS


Los españoles bufan. Desde que tengo uso de razón y perdida la doncellez, los he oído bufar por casi todo y, necesariamente, debo reconocer que en ningún caso les faltaba motivo a los bufones, a quienes llamo así no por resolución de vilipendiarlos, sino porque en los tiempos que corrían cualquier queja, mínima o de mayor cuantía, estaba abocada casi al ridículo. ¡Protesto!, decía alguien, y al instante un agente de la gristapo le estaba acariciando las mejillas hasta sacarles todo su rubor, pese a que el protestante se quedaba, por regla general, casi exangüe. Si no fuera por lo que era, maldita sea, diría incluso que el numero no estaba exento de gracia. Los apuros del valeroso protagonista, temblando como un flan, con la cara pintada de bermellón y el guardia conminándole a tragarse los gimoteos, traía a más de uno recuerdos de Charlot, aunque la situación no fuese comparable.    
Protestaban por todo, desde luego. Porque el sueldo se desangraba en la primera quincena del mes. Porque los trenes llegaban siempre tarde. Porque subían los precios como por ensalmo. Porque la cola del cine llegaba a Sebastopol. Y porque, qué narices, aquí no había ni pizca de libertad ni vergüenza ni nada de esas cosas que, según los aguafiestas, había en el extranjero, qué creerá esa gentuza y qué quieren ahora los estudiantes, con lo bien que se vive en España, con la paz, la tranquilidad, el orden público, las copas del Real Madrid y los Seat 600.    
Protestaban por todo y, si nada pasaba, todo quedaba en eso, en bufar; bufar como los gatos para alejar al competidor y volver, al instante, la grupa, por si acaso, no sea que me quiten la pensión, me denieguen la beca salario o me manden al Sahara para sacarle brillo al fusil de Mustafá Tangerino, que eran dieciocho meses y un día, más una buena tunda si continuaban las lamentaciones, con lo cual no faltara quien se echaba la manta a la cabeza y ahí me las den todas, mi sargento.    
Hoy, veinticinco o treinta años después, pocas cosas parecen haber cambiado en el ánimo resuelto de nuestros bufadores. Seguimos siendo un país de soplones de gaita gallega, como el endecasílabo, que se nos va la fuerza por la boca y, a imagen y semejanza del soldado fanfarrón de don Miguel de Cervantes Saavedra, nos vamos tan tranquilos y aquí no pasó nada.    
Bufamos, eso sí, casi por todo, y hoy como ayer no nos faltan razones: nos toman el pelo en un aeropuerto, nos redondean los euros de la compra hasta ponerlos cuadrados, nos cobran lo que quieren en el bar de la esquina, el médico nos cita a los dos años de dolernos el píloro, los contratos basura se hacen fijos, hoy me llega una carta felicitándome por la primera comunión; y, en fin, un memorial de agravios digno de la Edad Media, que podría llenar miles de folios, como un sumario judicial, pues no en vano tenemos hambre y sed de justicia, santa palabra.    
Pero entonces, qué pasa; que el chiflado de La cueva del lobo va y dice: no se quejen, carajo –como en las novelas del boom-, y vamos todos, prietas las filas, recias, marciales, a pedirle al gachó de la ventanilla una hoja de quejas/reclamaciones, oh cruel desengaño, y los bufones que antes resoplaban se arrugan como un traje de Adolfo Domínguez y, con una sonrisa condescendiente, emprenden la estampida, sí, señor, con los cuernos hacia abajo y echando humo.    
La República de las Letras, que ni es lo uno ni lo de más allá, no se salva de lacra tan arraigada. Los periódicos, Internet, las tertulias, ponen sobre la mesa continuamente un estado de cosas que clama al cielo. La corrupción de tantos y tantos premios, el despropósito de las convocatorias, el amiguismo imperante en la política cultural y otros males que han sido denunciados hasta el hastío, no son al parecer suficiente para plantarle cara al asunto y poner el cotarro patas arriba.    
Seguimos bufando y escondemos la mano sin arrojar la piedra, no sea vaya a verme el editor fulano, el gerente de la fundación, el crítico del periódico o la Karmele Mechante. La sumisión se sigue cotizando, y más vale un mal chusco que nada, asegura la mayoría.    
A uno, en tales tribulaciones, ganas le dan de irse a ninguna parte. No ver. No oír. No hablar. No hacer nada. Seguimos prefiriendo la injusticia al desorden. ¿O no?  
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© De la imagen y el texto: 
Domingo F. Faílde, 2010   
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* Este artículo, que tampoco ha perdido actualidad, fue publicado en Papel Literaro, el año 2005.

2 de abril de 2010

LA LITERATURA QUE VIENE*, QUE YA ESTÁ AQUÍ...


Nos quejamos por vicio, mire usted. Tantos y tantos años persiguiendo a los clónicos, ultrajándolos, vilipendiándolos, condenando sus viernes a la hoguera, y ahora resulta que no eran tan malos, que tenían gracia y que, puestos a repartir corruptelas y ninguneos, nunca sabremos a ciencia cierta dónde está el enemigo. Porque, sencillamente, el peor enemigo suele ser con frecuencia el amigo mejor, el iluso que viene con sus cuatro verdades, pensando el pobre idiota que, poniéndonos en bandeja una copa de lucidez, nos hace un gran favor y espera , como Bécquer, que le demos las gracias.    
Es así la existencia, mezquina. Ya lo dijo Quevedo y lo corroboraron, quizá con más conocimiento de causa, Larra, Cernuda, García Lorca y el mismísimo Gil de Biedma, que mostraba su asombro –oh, inefable descubrimiento- al advertir que la vida iba en serio. Sus epígonos, seguidores, imitadores, plagiarios y otros poetas galardonados, pasarán a la historia de los hijos de Orfeo por no alcanzados méritos: ser magníficos escritores, cuya obra alumbró todo un siglo.    
No es demencia senil. Dije bien. Y si, como leyera en las Coplas de Jorge Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor, poca duda me cabe de la opinión que en años venideros merecerá el presente a ese lector del futuro cuya indigencia estética y lingüística amenaza no sólo a la literatura sino también al propio pensamiento.    
Nos quejamos algunos de la vulgaridad, denostando el registro plano, la falta de ingenio, el vacío cerval que caracterizan la producción de las corrientes en boga, y lo hacemos a veces excediéndonos, añorando sin duda esplendores pasados –aquel don Luis de Góngora, Juan Ramón, esa generación del veintisiete-, como si no supiéramos que el tiempo no regresa jamás.    
Todo puede, en efecto, ser peor, cuando suene la hora para los jovencitos, casi niños, que empiezan a templar el acero, ante la complaciente voracidad de los antólogos y la interesada condescendencia de un mercado que exige novedades a cualquier precio. Llegarán, llegarán, con su magín repleto de hamburguesas y cocacola, de compactos piratas y librillos de El barco de los humos. Llegarán, ya lo creo, con una educación sentimental trabajada a retazos de Bola de dragón, Operación Triunfo y otros engendros televisivos; de comecocos, tamagochis y videojuegos caros; de ripios machacones y novelitas de treinta páginas, doctores en adaptaciones curriculares y master por la Ley de Calidad. Y si la lengua de Dámaso Alonso, Jorge Guillén, José Hierro, Antonio Colinas y Antonio Enrique, les suena a castellano del poema del Cid, adorarán el fresco lenguaje de sus ídolos, esos fantoches rosas que hacen el amor mañana, tarde y noche, por delante y por detrás; los dinios, los pocholos, las yolas, los escritores mediáticos y los politiquillos metidos a lo mismo.    
Puede ser terrorífico, si el lector potencial, para colmo, demanda truculencia gratuita, héroes esquizofrénicos armados con katana, paisajes barriobajeros, esoterismo de taberna, ligues descerebrados y otras muchas virtudes que ya apuntan los genios de pasado mañana, mientras se nos desfonda toda una tradición –me refiero a la historia de la literatura- y se hunde un lenguaje.    
Nos quedaremos sin metonimias, sin metáforas, sin sinestesias ni prosopopeyas –el nombre solamente es antipedagógico-, sin contrapuntos, sin monólogos interiores, sin sintaxis ni ortografía. Nos quedaremos mudos de espanto. Y acaso sin poesía.  
 
© Domingo F. Faílde.-  
 
* Este artículo fue publicado en Papel Literario, suplemento que encartaba el Diario Málaga-Costa de Sol, en septiembre de 2003. Y, como puede verse, no ha perdido vigencia.

20 de marzo de 2010

Tiempo de arrepentidos y biempensantes. El arte de desdecirse



Decíamos ayer, a propósito de Hypatía, que el criminal Cirilo, sin que conste mediara arrepentimiento, fue elevado a los altares, aunque sería su víctima quien alcanzase la gloria. Eran tiempos convulsos y el cristianismo, religión de Estado, una especie de pensamiento único para afrontar una crisis muy parecida a la de nuestros días y ahogar sus consecuencias en el túnel de la Edad Media. Se prohibieron los juegos circenses, las carreras de cuadrigas, el teatro, la libertad y, salvo en el paréntesis saludable del reinado de Juliano El Apóstata, se persiguió a filósofos, científicos, poetas; en suma, a todo aquel o aquella que se atreviese a pensar por su cuenta.    
Hoy, avisados por la historia, apenas se van viendo las orejas al lobo, los que, hace algunas décadas, condujeron al pueblo por derroteros de liberación, se desdicen y, más o menos explícitamente, declaran su acatamiento al sistema. Por lo que pueda pasar y, en todo caso, por no soltar la presa. Hace un año, aproximadamente, critiqué a Joan Marsé, el mítico autor de Últimas tardes con Teresa. Aquella novela llegó a convertirse en uno de los iconos de nuestra generación, que vio -vimos- en ella una crítica acerba de los vicios, corruptelas e hipocresía de las clases que optaron por acomodarse al régimen y vivir confortablemente bajo el paraguas franquista. Era además una historia cercana a quienes, día a día, nos tragábamos el acíbar de la frustración y ahogábamos el deseo en una brutal represión. Ahora, por obra y gracia del premio Cervantes, resulta que a nuestro autor se la traían al pairo las cargas de los grises, el Tribunal de Orden Público y la censura cinematográfica -por no extenderme en la enumeración de las muchas aberraciones de la dictadura- y que el hombre tan sólo quería follar. Lo demás son inventos de manipuladores, los del contubernio de Munich, los intelectuales a sueldo de Moscú, especialistas en sacar patilla, allí donde no hay pelo: Posiblemente eso me lleva a la búsqueda de belleza, a encontrar en la literatura un mundo de experiencias que no he tenido pero he soñado. Quizás sea el afán de sumergirme en un mundo de fantasía en el que la vida podría ser de otra manera lo que me ha llevado a escribir: la novela como réplica a la vida, a la realidad. Eso dijo.    
Para no irle a la zaga, también Ana Rossetti se despacha con contriciones por el estilo. Hace unos días, al término de un acto literario, un grupo de poetas y escritores estuvimos con ella, tomando unas copas. En un momento dado, como saliera a relucir su Devocionario, puso cara de mártir y deploró el mucho daño que le causara este libro, pues la gente, según ella, no se detiene a reflexionar que la poesía es ficción y le aplica lo escrito por su mano, tachándola de sacrílega (ningún progresista lo hizo), blasfema (ídem de lo mismo), anticlerical (otrosí) y ligera de cascos, cuando ella, educada en un colegio de monjas (lo mismo que yo), nunca se había propuesto molestar a la Iglesia (yo sí) ni poner en cuestión ningún dogma de fe. Sin embargo, su justa posición en nuestras letras se asienta en lo que, al cabo de los años, vendría a ser un equívoco que, desde luego, no desmintió en su día.     
Tengo la sensación desazonadora de que la tribu, los instalados en el pesebre oficial, siguiendo acaso alguna estrategia de márquetin, diseñada a socaire de una política cada vez más retrógrada, quisieran borrar su pasado progresista –cuando lo hubo- o, al menos, mitigarlo, reducirlo a pecadillos de juventud, a travesuras de universitario, a cancamusa de tunos complutenses…; y, a cambio de una escudilla de garbanzos, se afanan en demostrar, como en plena efervescencia del franquismo, que eran personas serias, de derechas de toda la vida, cuyos libros, de absoluta solvencia moral, se pueden leer con toda confianza y llevarse, tranquilamente, en el carro de la compra.    
Luego, al referir y comentar el caso, no falta, sino todo lo contrario, quien, en vez de analizar un pensamiento o explicar una conducta, se pone de parte de la estrella de turno, reputando agresión lo que es sólo una duda razonable. Y es que, en momentos de involución, conviene estar al lado de los fuertes. Actitudes de este y otro jaez por el estilo son el pan nuestro de cada día entre los mendicantes de la literatura, siempre a las puertas del reino, en busca de unas migajas.     
Y no abogo, como dirían los del Opus Dei, por la santa impertinencia ni la santísima puñalada trapera, extremos que poco o nada tienen que ver con una crítica honesta. Se puede y se debe ser diplomático, tratar de mantener modales y educación, cultivar la cortesía y buscarse la vida, manteniendo siempre la dignidad y la ética.    
Si el poeta se vende al mejor postor, si mezcla su palabra con el lodo, si en lugar de dispuesto se ofrece disponible, ¿qué esperanza nos queda? Sin poesía, tiene la humanidad sus horas contadas.
    
© Domingo F. Faílde    
Extramuros, a 20 de marzo de 2010.-

14 de marzo de 2010

Hypatía, memoria histórica del mundo antiguo, una señal de alarma para nuestra moderna civilización


Pocos pueden dudar a estas alturas de que Alejandro Amenábar es uno de los activos más sólidos del raquítico cine español. Un genio, por qué no, pues incluso en periodos de estiaje el talento se pone en evidencia, tanto más cuando algunos lo ponen en cuestión. Hay que serlo, en efecto, para arrojar a un mercado totalmente idiota una película de romanos –como antaño se les denominaba-, cuando la demanda pone sus ojos en cuentecitos seudofuturistas y otras niñadas para todos los públicos.    
Se objetará que Ágora no es una película de romanos, a imagen y semejanza de las que alude Joaquín Sabina en una conocida canción, y es verdad. De griegos, a lo sumo, pero no sería cierto tampoco. Con independencia de que la acción transcurra en el siglo IV y se base en sucesos históricos, nos hallamos ante una cinta ágil e inteligente que, sin apenas conceder reposo al espectador, lo traslada a la vieja Alejandría para hacerle viajar mucho más lejos: a la memoria histórica.    
Los orígenes del cristianismo, mitificados incluso por comunidades que se definen como progresistas, necesitaban este baño crítico. Acostumbrados al martirologio, daba la sensación de que los buenos militaban en la facción de la fe y los malos en la del paganismo, con todas sus secuelas infernales: el pensamiento libre, la tolerancia moral y la ciencia. Frente a esta imagen, clásica, a fuerza de insistir en los iconos ejemplarizadores del catolicismo más rancio, Amenábar propone la figura de una mujer singular, Hypatía, filósofa y científica alejandrina, inscrita en la tradición neoplatónica, cuya fidelidad a sus propios principios, contrarios al oscurantismo cristiano, le granjeó la inquina del patriarca Cirilo y de sus seguidores más fanáticos, los parabolianos, mitad monjes, mitad soldados, que constituían, de hecho, una especie de guardia pretoriana, al servicio del obispo integrista.    
Integrista, sí. Subrayo esta palabra porque Alejandro Amenábar, al caracterizar a este personaje, nos ofrece un retrato que, desgraciadamente, se ha hecho popular en nuestros días, ya con el rostro de Jomeini, ya con la faz de Ratzinger o, en latitudes más próximas, Rouco Varela. Y es que Ágora –palabra que se puede traducir como parlamento o tribuna libre y sugiere las ideas y los valores de discusión y diálogo democráticos- proyecta en las pantallas una señal de alarma, avisando de los peligros que se ciernen sobre el mundo civilizado y el final que le aguarda a merced de lapidadores de toda índole, dispuestos a aplastar la libertad, la igualdad, la cultura, y ponernos a todos de rodillas ante un nuevo poder político y económico, dimanado de la globalización. La figura invisible del siniestro Teodosio II parece señalar a otros líderes más recientes, meros ejecutores de un poder superior, que se ejerce en la sombra.    
Hypatía, acusada de impiedad por quienes ni siquiera estaban legitimados para hacerlo, murió desollada, no lapidada. Las piedras que se arrojan contra ella en las últimas escenas de la película poseen un carácter simbólico: Así trata la vida a los que sueñan, escribe Dolors Alberola en un poema sobre esta extraordinaria mujer, y así trata, en efecto, el integrismo a la ciencia, al pensamiento, a la libertad. También a la mujer, obligada a ocultarse bajo un burka o considerada por el judeocristianismo como fuente de perdición y antesala del infierno.    
Al furor del liberticida, opone la maestra los valores de tolerancia, fraternidad y pacifismo, frágiles, a fe mía, demasiado frágiles como para resistir la embestida de la bestia. A todo esto, ¿el pueblo dónde está? Desmovilizado y embrutecido, queda a merced del viento, ya sople desde el árido desierto, ya desde el mar.    
Cirilo fue elevado a los altares. La gloria, sin embargo, se ciñe a la cabeza de Hypatía.  
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© Domingo F. Faílde
....Extramuros, 14 de marzo de 2010

12 de febrero de 2010

De los vientos variables en la literatura, la perfidia como sistema y una frase de Julio César


Ay, este mundo de la literatura… No me refiero, claro, al acervo textual que certifica la existencia de aquella, sino al turbio hormiguero de cuantos, como las moscas de Esopo, tratan de aterrizar en el pastel, buscando a toda costa los laureles del Dante.    
A toda costa, claro. Recuerdo una película, Bailad, bailad, malditos, que viera, ya hace años, en cualquier cine-club, cuando los temas bajo sospecha o las imágenes escabrosas encontraban abrigo en esos espacios bajo control que, a cambio de tolerancia, brindaban al franquismo una coartada de liberalidad y una lista de opositores. La cinta, ambientada en los duros tiempos de la gran depresión, relata la historia de unas parejas que, sumidas en la indigencia, se inscriben en un concurso de baile, cuyo premio en metálico ganará la que más aguante sobre la pista: horas, días…, resistiendo el mordisco del hambre, las ganas de orinar y todo lo que haga falta. Imagínese el resto: bailarines que caen fulminados, otros que se baten en retirada, los listillos que ponen zancadillas a sus competidores… Y la música sigue sonando en la que, más allá de las apariencias, es una danza macabra, mientras la ficción del glamur no logra contener el genuino aroma del certamen: la mierda.    
A estos danzarines, dígase en su descargo, los empujaba el hambre, y allí donde escasean los recursos fundamentales, puede excusarse la dignidad. Sin embargo, ¿qué decir de los arribistas, de esa grey de poetetes de baja estofa, con gazuza de medro y afán de conseguirlo como sea? Cuando a alguien las piedras se le convierten en pan, no resulta difícil aventurar que ofrecieron el culo y se postraron ante la abyección.    
Vuelve a la carga Judas Iscariote, cada vez que una beca, un premio, una lectura en Villacoños de Arriba, dos poemas en una antología o, por supuesto, un libro, aunque no lo lea nadie, ponen en marcha el mecanismo de la traición y, sin que medie el beso desleal, el fementido aspirante al Nobel arroja a sus amigos al cubo de la basura y a su madre al arroyo, si fuera preciso, con tal de complacer al motor de sus éxitos. Luego, si alguien pregunta por antiguos afectos y certezas prescritas, por rebasar a Pedro, negarán treinta veces y tornarán a hacerlo cuando, misión cumplida y objetivo alcanzado, una nueva perfidia sea la llave de acceso a mayor lucro.     
Guárdate de los idus de marzo, Julio César, y líbrente los dioses de esos trileros de la literatura, que siempre se reservan un as en la bocamanga o un repóquer completo bajo las bragas. Aléjate de ellos, pues si romo es su verso, afilada y punzante la hoja de su cuchillo. Déjalos que prosigan su camino. Bienaventurados, sí, los mediocres, porque suyo será el botín.   
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© Domingo F. Faílde.-

21 de enero de 2010

DIVAGACIONES BAJO LA LLUVIA


Abyla, Djëbel Musa… ¡cuántos bellos recuerdos me acercan esos nombres! Como siempre, el Mediterráneo, ejerciendo de hilo conductor, presente en casi todas las historias que tienen como escenario una cualquiera de las dos orillas.
Ayer, sin ir más lejos, hojeé la correspondencia de don Manuel de Falla y me llamó la atención una misiva de María Lejárraga –mujer y negra de Gregorio Martínez Sierra-, calificando de espantoso el trayecto entre Algeciras y Tánger, en un vapor de hace casi cien años, imagino que similar al que, en los cincuenta, unía Asilah con la Península.
Espantoso, el Estrecho, si el mar, embravecido, levanta olas tan altas que los barcos parecen engullidos por el agua, salen a flote luego y coronan las espumosas cimas. Yo lo he vivido y, desde aquella terrible travesía, no tengo miedo al mar, aunque no hay que fiarse de su mudanza ni de los elementos que lo soliviantan.
Allá por la Edad Media, según una crónica meriní, la llegada del otoño comportaba la suspensión del tráfico marítimo entre África y al-Ándalus y, en consecuencia, de las operaciones militares. El viento de levante jugaba así en la historia su partida e ilustraba a las venideras generaciones acerca de sus hábitos eólicos, vigentes hasta nuestros días.
Lo peor, sin embargo, sucede cuando el viento sopla, sesgado, desde el SE o el SO, el llamado viento del moro o, más popularmente, surestá, el primero, o vendaval, de efectos devastadores. Los naturales de al-Yazirath-al-Hâdra tienen un refranillo que dice: Cuando con levante llueve, hasta las piedras se mueven. No me sorprende, pues, el temporal que, en días anteriores, ha asolado la zona, muy parecido al que viví a mediados de nos noventa, que, en espacio de dos o tres días –también en enero- llenó hasta rebosar el pantano de Charco Redondo, seco, tras un periodo de extenuante sequía.
También llueve en Jerez de la Frontera, de modo que la gente, empujada por la inclemencia al interior de sus habitáculos, no turba con su jácara el sosiego de nuestra biblioteca. ¡Bendita sea la lluvia bienhechora! Tiemblo, no obstante, barruntando el final del diluvio y la vuelta del gentío a calles y plazuelas.
Y eso que no me logro sino poco de tan benéfica coyuntura, espoleado por insolubles problemas y el alfanje de la melancolía. No me faltan ideas, que acuden a mi mente con profusión, sino empuje. Soy incapaz de hacer cosa alguna, acaso convencido de que la muerte cercenará, y no tarde, cualquier proyecto. Como dicen los castizos, ya está todo el pescado vendido (que suena más amable y familiar que Consumatum est! y no corro el peligro de que Jesús me reclame derechos de autor).
El mazazo de Haití ha puesto en evidencia a la poesía. Demasiadas mentiras, excesivos remilgos, pura y dura impostación. Los gritos de dolor no conocen idiomas ni precisan palabras bruñidas por la lluvia. Cuando llegan al cielo, sucede que no hay Dios.
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© De la imagen y el texto:
Domingo F. Faílde,
21 de enero de 2010.-