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27 de junio de 2010

ALGUNAS REFLEXIONES EN TORNO A UNA CARTA DE CARLOS GUERRERO


… en mas de vienticinco siglos los humanos no nos hemos movido del sitio, me dices. Y dices bien. Has dado en la diana y -¡bienvenido al club de los visionarios!- también has recibido la inquietante revelación que, hace ya quince años, plasmé en este poema:  


FUEGOS DE CAMPAMENTO  

LLEVAMOS mucho tiempo cabalgando.   
Atrás hemos dejado  
reinos, ciudades, hombres,  
y hemos dejado un rastro de sangre  
y de sombra.    

Mucho tiempo: el viaje  
es largo y se sospecha   
que estamos dando vueltas, como buitres  
en torno a la carroña   
de nuestros propios cuerpos.  

Años, siglos, milenios, glaciaciones,    
kilómetros y millas, sin movernos del sitio   
donde nacen y yacen nuestros cadáveres.    

Cuando al fin nos hayamos devorado,   
podrá Cronos, dichoso,   
dormir su siesta eterna: la memoria   
o el sueño   
donde habitan los monstruos   
que escriben la historia.   

(de La noche calcinada. Almería, Batarro, 1996)  


Se trata, ya lo ves, de congelar el tiempo, la historia, rizando el rizo de lo imposible, pues la voz lírica, como ves, queda fuera del tiempo y el espacio y, emplazada en ¿la eternidad?, toma este extraño daguerrotipo. No hará falta te cuente que tan sólo unos pocos iluminados comprendieron la terrible parábola y llegaron, por otra parte, a la conclusión –ya enunciada por Aristóteles- de que la poesía tiende a representar lo universal y la historia lo particular. Quienes viven a costa de la última, pusieron el grito en el cielo. Los poetas que llamaremos serios, por llamarlos de alguna manera, se pusieron a cavilar.  
Tienes razón y, en otro orden de cosas –que es el mismo- haces buena una frase de Nietzsche, de esas que uno puede adoptar como lema: Sólo al atardecer levanta el vuelo la lechuza de Palas. Indiscutible, ¿verdad?     
Pero el mundo no está para preguntas y, habida cuenta de las circunstancias que nublan la actualidad, podemos comprenderlo y disculparlo, aunque sepamos a ciencia cierta que nunca habrá respuestas donde antes no hubo preguntas. Por eso, los profetas predicaban en el desierto.   
No podía ser de otro modo, si tenemos presente que la sordera es el escudo de los políticos. Por eso los troyanos no oyeron a Casandra ni los republicanos españoles a Ortega y Gasset, mientras Adolfo Hitler se encerraba en su tumba para no oír el ruido de las bombas. Si la política, que es el folleto de instrucciones de las sociedades humanas, aborrece la poesía (non debent togati iudices a Musarum honore et a poetarum salute abhorrere, escribió Cicerón en su Pro Archia), se retrocede a la animalidad y, carentes de rumbo y utopía, regresamos a la ley de la selva, al imperio de los instintos –que no de los sentidos, proveedores, al fin y al cabo, de experiencias para el conocimiento-, cerrando así un peligroso círculo, que otra cosa no sea el apocalipsis: un genocidio absoluto o un suicidio universal, que viene a ser lo mismo.   
Creo, también, que, en este tiempo nuestro, la sordera se ha generalizado. Sordos son los políticos, acabo de decirlo –y el Sr. Zapatero es el mejor ejemplo-, pero sordos también los gobernados que, abdicando derechos y responsabilidades en beneficio de sus gobernantes, no ven, no oyen, no sienten y consienten cualquier tropelía, con tal que los dejen hozar en paz. Somos un muro, pues, unos y otros, contra el que reverbera la luz, sin traspasarlo. Advertimos acaso el resplandor, pero andamos sumidos en las tinieblas, como los ciegos de Saramago.    
La gente, en su egoísmo, quiere tranquilidad y exige esperanza. Se enaltece lo positivo, pero se oculta o ignora la propia negatividad. Como enseñó Platón en sus últimos años, el pueblo quiere halagos porque no se acomoda a la verdad, y éste es el territorio, el espacio vacío que ocupan los políticos, su coto de caza. Entre unos y otros, incubamos el huevo de la Bestia.    
Bendito el vientre que no concibió y los pechos que no amamantaron, dijo el rabí Jesús y no parece que, de momento, se despeje el enigma de estas palabras. Ni seré yo, desde luego, quien, sumido en la fiebre trivializadora que nos sacude, las vista de faralaes. Pero en esta advertencia hay poesía, religión –que no dogma-, progresión al misterio. Y, volviendo al poeta, ¿acaso nuestro reino es de este mundo?   
Puede que no lo sea, pero no le es ajena la realidad –ya lo dijo Virgilio en un hermoso hexámetro-. Su defección apaga toda luz y deja el campo libre a los políticos y su enjambre de financieros, empresarios, propagandistas, mercachifles, esquiroles, burócratas… La política me produce asco. Y ahondar en la poesía mucho miedo.    
   
© Del texto: Domingo F. Faílde    
    Jerez de la Frontera, 27.06.10.-   
© De la imagen: Dolors Alberola, 2009.-

26 de junio de 2010

DEL OPIO DE LOS PUEBLOS Y EL EJERCICIO DE LA INTELIGENCIA


De Carlos Marx acá, el mercado de estupefacientes se ha diversificado. Ya no es sólo la religión, como tampoco la cocaína que, por entonces, se podía adquirir en las farmacias. Ahora, el opio del pueblo puede ser cualquier cosa, si altera la conciencia colectiva y conduce a la gente hacia la alienación. El Cristianismo, en todas sus vertientes, lo mismo que el Islam y las suyas, figuran todavía en el listado de sustancias tóxicas, cada vez más nocivas, cuanto más alejadas –en el caso del Cristianismo- del sentir general. El fútbol, desde luego, ha alcanzado en el ranking posiciones de privilegio, mientras los viejos oráculos se ven suplantados por Internet, los teléfonos móviles y la música de consumo. El dinero, por lo demás, siempre fue el dios supremo, al que incluso la Iglesia ha adorado sin ningún género de pudor.  
Preguntaron a Sócrates qué era un filósofo. Sin pensarlo dos veces, aparcó las solemnes definiciones y recurrió a la simplicidad con un símil: Mirad los juegos olímpicos –dijo-; unos, los atletas, acuden a competir, en busca de la victoria; otros, movidos por la ambición, esperan ganar dinero con las apuestas; por último, un reducido grupo va tan sólo a mirar el espectáculo. Éstos son los filósofos.  
Y digo yo, ¿no es esto lo que hacemos algunos de nosotros? Contemplar, sin embargo, no es la tarea pasiva que parece. El cerebro del que es capaz de hacerlo dista mucho de la pantalla de un cine, en blanco siempre, tras haber recogido en su superficie cientos y miles de historias. La mente va más lejos y graba en la memoria esas imágenes, que, después, el entendimiento, procesa; es decir: analiza y valora, conforme a unos parámetros previamente, a su vez, analizados y valorados.    
¿En qué momento de la secuencia irrumpen los factores alienantes? ¿Qué nos torna propensos a caer en sus redes? ¿Cómo puede atrofiarse una conciencia, hasta incluso anularse, siendo ella el testigo de nuestra identidad? No lo sé, pero es frágil la llama que lleva nuestro nombre y muy fácil soplarle desde el yo, más inclinado a los halagos del exterior que a las señales de alarma de la propia autenticidad.    
Nos volvemos venales. Lo mismo que Esaú vendió a Jacob, su hermano, la primogenitura por un humilde plato de lentejas, el hombre-masa de nuestros días -¿y quién no lo es?- vende su dignidad, vende su libertad e independencia, vende su pensamiento, sus sentimientos, sus deseos más íntimos, sus derechos fundamentales, en la plaza de un mundo que se ha convertido en inmenso mercado, donde unos, los más, venden todo, y otros, los menos, adquieren a precio de ganga lo más sagrado del ser. Un ser, naturalmente, cegado por el brillo de la chatarra y engullido por las sirenas que, a ritmo de salmodia, rap o marcha –militar, por supuesto-, los conducen a la hecatombe.    
Ulises, avisado –se deduce de ello que estaba en posesión del conocimiento-, actuó sabiamente, taponando con cera los oídos de la marinería y haciéndose amarrar al palo de la nave. Las sirenas cantaban, desde luego, pero ni el timonel ni los remeros podían escuchar sus seducciones, no más fuertes que los lamentos del capitán que, dispuesto a rendirse, chocaba contra el muro de la sordera, que a todos salvó. Es posible, por tanto, librarse de esta peste contemporánea, que nos convierte en zombis y acaso la vacuna, más que en cadenas y trabas, consista en lo contrario: cultivar el conocimiento, anhelar la sabiduría y ejercitar continuamente el aprendizaje que nos ponga en camino de acceder a la luz.   
Habrá que cuestionarse todas nuestras creencias, rescindir el contrato que firmamos con la molicie y tomar, de una vez, las riendas de nuestra vida, antes de que tiranos sin escrúpulos nos vendan elixires fraudulentos y se nos caiga el pelo. El mundo está lleno de tales vampiros y corren hacia ellos ríos de sangre. ¿No seremos capaces de desenmascararlos? ¿No tendremos valor para abatirlos?     
Si seguimos la senda que nos trazan y seguimos, como corderos, al dueño de la manada, rectifique la ciencia sus conceptos. Quizá la inteligencia sea el bien más escaso, como dicen del agua.    
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© Domingo F. Faílde, 2010.-

14 de junio de 2010

CONCEPTOS, NOMBRES, TEXTOS, PARA UNA REFLEXIÓN ESENCIAL



Fue el filósofo inglés Guillermo de Ockham quien, en las primeras décadas del siglo XIV, sostuvo, frente a escolásticos y otras corrientes, la inexistencia de los conceptos universales, que sólo serían nombres y simplemente nombres, con todo lo que ello habría de suponer para la posteridad.    
Pensaba en estas cosas cuando, por un azar, tampoco tan azaroso como el mero concepto nos hace suponer, cayeron en mis manos dos, tres antologías, que, al margen los criterios selectivos de cada una, incluían el nombre de Dolors Alberola, fundamental para mí y, a juzgar por el subtítulo de la más reciente, esencial, en igual medida, para la antóloga.   
La esencia, según Ockham, no es algo que compartan la totalidad de los seres. Vistas así las cosas, y hablando –en este caso- de mujeres, la esencia de Alberola es sólo de Alberola y la de Currita del Corral es sólo de Currita del Corral, ¿nos vamos entendiendo?   
Y es que resulta fácil, como cualquier simplificación de usar y tirar, referirse a poesía femenina, a mujeres que escriben, a voces importantes, a qué sé yo: un montón de generalidades de cualquier índole, sostenidas por muchas columnas que, en abstracto o en román paladino, tienen nombre y apellidos, documento de identidad, biografía personal, trayectoria literaria y, desde luego, obra, pues solamente el texto sostiene a los nombres que, sin tal fundamento, serían pura ficción o, digámoslo claramente, flagrante usurpación.    
A despecho de los ninguneadores –esa fauna tenebrosa que tanto prolifera en las letras hispanas-, un nombre no se crea de la nada, sino que corresponde a una realidad. Así, Ana Rossetti, es Indicios vehementes, Devocionario, Apuntes de ciudades, Virgo potens, etc.; Juana Castro será Cóncava mujer, Narcisia, Arte de cetrería, Los cuerpos oscuros, etc., etc.; y Dolors Alberola, Cementerio de nadas, El medidor de cosas, Arte de perros, Del lugar de las piedras, y otros etcéteras. Suma y sigue. ¿Hay quien dé más? ¿Hay quien pueda ocupar el sitio de las nombradas y de las que omito por no hacerme pesado?  
Es muy fácil restarles importancia, regatear unos gramos de mérito con modos de hortelano, echar una cortina para que no se vean, pero ahí están los textos, firmes como cariátides, sosteniendo la esencia del ser.  
No seré yo el que afirme que en una antología está todo dicho. Siempre queda alguien fuera y es de rigor ejerza su derecho a reclamar su plaza, amparándose en hechos. Siempre lo he defendido. Pero quien quiera derribar un muro, hágalo con razones, fuertes como otro muro. O calle para siempre.  
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© Del texto y la imagen:  
    Domingo F. Faílde, 2010.-