De Carlos Marx acá, el mercado de estupefacientes se ha diversificado. Ya no es sólo la religión, como tampoco la cocaína que, por entonces, se podía adquirir en las farmacias. Ahora, el opio del pueblo puede ser cualquier cosa, si altera la conciencia colectiva y conduce a la gente hacia la alienación. El Cristianismo, en todas sus vertientes, lo mismo que el Islam y las suyas, figuran todavía en el listado de sustancias tóxicas, cada vez más nocivas, cuanto más alejadas –en el caso del Cristianismo- del sentir general. El fútbol, desde luego, ha alcanzado en el ranking posiciones de privilegio, mientras los viejos oráculos se ven suplantados por Internet, los teléfonos móviles y la música de consumo. El dinero, por lo demás, siempre fue el dios supremo, al que incluso la Iglesia ha adorado sin ningún género de pudor.
Preguntaron a Sócrates qué era un filósofo. Sin pensarlo dos veces, aparcó las solemnes definiciones y recurrió a la simplicidad con un símil: Mirad los juegos olímpicos –dijo-; unos, los atletas, acuden a competir, en busca de la victoria; otros, movidos por la ambición, esperan ganar dinero con las apuestas; por último, un reducido grupo va tan sólo a mirar el espectáculo. Éstos son los filósofos.
Y digo yo, ¿no es esto lo que hacemos algunos de nosotros? Contemplar, sin embargo, no es la tarea pasiva que parece. El cerebro del que es capaz de hacerlo dista mucho de la pantalla de un cine, en blanco siempre, tras haber recogido en su superficie cientos y miles de historias. La mente va más lejos y graba en la memoria esas imágenes, que, después, el entendimiento, procesa; es decir: analiza y valora, conforme a unos parámetros previamente, a su vez, analizados y valorados.
¿En qué momento de la secuencia irrumpen los factores alienantes? ¿Qué nos torna propensos a caer en sus redes? ¿Cómo puede atrofiarse una conciencia, hasta incluso anularse, siendo ella el testigo de nuestra identidad? No lo sé, pero es frágil la llama que lleva nuestro nombre y muy fácil soplarle desde el yo, más inclinado a los halagos del exterior que a las señales de alarma de la propia autenticidad.
Nos volvemos venales. Lo mismo que Esaú vendió a Jacob, su hermano, la primogenitura por un humilde plato de lentejas, el hombre-masa de nuestros días -¿y quién no lo es?- vende su dignidad, vende su libertad e independencia, vende su pensamiento, sus sentimientos, sus deseos más íntimos, sus derechos fundamentales, en la plaza de un mundo que se ha convertido en inmenso mercado, donde unos, los más, venden todo, y otros, los menos, adquieren a precio de ganga lo más sagrado del ser. Un ser, naturalmente, cegado por el brillo de la chatarra y engullido por las sirenas que, a ritmo de salmodia, rap o marcha –militar, por supuesto-, los conducen a la hecatombe.
Ulises, avisado –se deduce de ello que estaba en posesión del conocimiento-, actuó sabiamente, taponando con cera los oídos de la marinería y haciéndose amarrar al palo de la nave. Las sirenas cantaban, desde luego, pero ni el timonel ni los remeros podían escuchar sus seducciones, no más fuertes que los lamentos del capitán que, dispuesto a rendirse, chocaba contra el muro de la sordera, que a todos salvó. Es posible, por tanto, librarse de esta peste contemporánea, que nos convierte en zombis y acaso la vacuna, más que en cadenas y trabas, consista en lo contrario: cultivar el conocimiento, anhelar la sabiduría y ejercitar continuamente el aprendizaje que nos ponga en camino de acceder a la luz.
Habrá que cuestionarse todas nuestras creencias, rescindir el contrato que firmamos con la molicie y tomar, de una vez, las riendas de nuestra vida, antes de que tiranos sin escrúpulos nos vendan elixires fraudulentos y se nos caiga el pelo. El mundo está lleno de tales vampiros y corren hacia ellos ríos de sangre. ¿No seremos capaces de desenmascararlos? ¿No tendremos valor para abatirlos?
Si seguimos la senda que nos trazan y seguimos, como corderos, al dueño de la manada, rectifique la ciencia sus conceptos. Quizá la inteligencia sea el bien más escaso, como dicen del agua.
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© Domingo F. Faílde, 2010.-