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31 de octubre de 2010

UNA SENCILLA LECCIÓN DE HUMILDAD



Cierto es que la herencia –la herencia moral, claro- de nuestra generación no será apetecible para las venideras, tanto menos conforme vaya el tiempo distanciándolas y el juicio de la historia nos coloque en nuestro lugar. Menos mal que llevábamos –eso decían los hippies- un mundo nuevo en nuestros corazones: lástima que acabara pareciéndose al viejo, de forma sospechosa.    
Puede que estas palabras, sin embargo, expíen la soberbia de quienes presumíamos poder cambiar el curso de las cosas y mirábamos con desprecio a quienes no supieron, quisieron ni pudieron evitar la contienda más vergonzosa de cuentas empañaron nuestras crónicas. Si el siglo XX trajo muchas luces, cierto es que impregnó sus hachones con el petróleo del dolor, la mentira y la oscuridad.     
La vida, a cierta edad, es como un libro abierto que, traduciendo anécdotas sencillas a un lenguaje simbólico, nos revela verdades sorprendentes.     
Ayer, comentaba estos hechos; cómo, hallándome acatarrado, de mi pecho manaban ríos de flema, coincidiendo con una desdichada avería en el cuarto de baño, un atranque en la red de desagüe que, al quedar descubierta para facilitar su reparación, obligó a eliminar toneladas de mierda, en una operación que duró varios días. Y me dije al respecto: ¿Ves? La vida nos reprocha que, al menos de un tiempo acá, únicamente produzcamos mierda; por eso nos la devuelve. La mierda engendra mierda y su hedor contrarresta el aroma de la poesía.      
¡Qué sencilla y –paradójicamente- sublime lección de humildad! Aquel estercolero inopinado me enseñó en un minuto mucho más que seis años en la Universidad y resumió sabiamente la experiencia de toda una vida y aun la historia del hombre sobre la tierra.     
Llevamos muchos siglos, milenios incluso, deambulando por este planeta. Él nos da de comer, diría un alma cándida, pero es lo cierto que nosotros le arrancamos todo lo que produce de grado y lo que le forzamos a proveer. A cambio, simplemente, recibe desperdicios; unos, aprovechados por la naturaleza, contribuyen a su propia regeneración; otros, sin embargo, imposibles de asimilar, se acumulan y extienden, devolviéndonos el detrito que le arrojamos y que, tarde o temprano, acabará precipitándonos al abismo de la destrucción.  
De este proceso, solamente la muerte se beneficia. Es el gran basurero, el punto de destino de todo aquello que, tras el espejismo de la existencia, se convierte en deshecho indesechable; es decir, mierda, la kaká de los griegos (=las cosas malas). La Iglesia católica, en los ritos del miércoles de ceniza, nos lo recuerda a su modo: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris… Ellos, al parecer, tiran de la cadena.  
Desde luego, podríamos ir más lejos y sacar, por ejemplo, a colación que todo es obra de un dios o que nosotros, depredadores cósmicos, fuimos creados a su imagen y semejanza. Por camino tan arduo y escatológico se infiere la inexistencia de un Ser supremo, a no ser que escribamos Kaká con mayúscula y mucho me temo que en arameo.     
Mas dejemos aquí tan inquietante disquisición y sellemos nuestras reservas con una incógnita, que es la fe de la razón, ya que no la razón de la fe. La coyunda entre ambas engendra al monstruo de la locura.    
Comprenderéis que, absorto en semejantes cavilaciones, mi nave pase lejos del planeta de la poesía, al fin y al cabo una preciosa, hermosísima mierda, por cuya nauseabunda superficie reptamos, como larvas, los poetas. Pero ésa es otra historia, que dejo para posterior ocasión.   
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© Del texto y la imagen:
    Domingo F. Faílde, 2010.-

27 de julio de 2010

EL LATÍN, MEMORIA Y REALIDAD DE NUESTRA LENGUA


Cuenta Giacomo Casanova que comentaba, un día, con una dama el pasaje de la Eneida en que Dido, enamorada del protagonista, se lamentaba de que éste, al partir, no le dejase al menos un pequeño Eneas retozando en su corte. La señora, mujer al fin y al cabo del siglo XVIII, irrumpió en carcajadas ante lo que, según la mentalidad biempensante de la época, constituía una evidente provocación y, por así decirlo, bastante picarona. El inteligente libertino, abrió entonces el libro y, tras localizar el texto aludido, lee aquella frase en latín y se sorprende de que su amiga, en lugar de reírse, la escuche con atenta emoción. Cómo explicar un cambio tan brusco de actitud, se pregunta el autor de Histoire de ma vie y concluye que, entre una y otra, sólo media -y no es poco- la belleza de la lengua.  
Gran verdad, por supuesto. Por eso me he negado a leer esta obra en castellano, prefiriendo el latín original. La Eneida, en nuestro idioma, se convierte en una torpe, farragosa y aburrida novela; en la lengua de Roma, sin embargo, es una obra maestra, un monumento poético de primer orden. Difícil, muy difícil, prácticamente imposible traducir poesía, pues ésta es algo más que las palabras y, como toda pluralidad singularizada, su pretendida universalidad reside justamente en su singularidad. Estos son los misterios de la palabra poética, que hace grande a la lengua que consigue explicarlos más allá del espacio y el tiempo.      
Hablo, naturalmente, del latín y no por su legado literario, que estimo fundamental, sino porque, hasta hace menos de un siglo, permitía al hombre culto desplazarse por el mapamundi y hallar siempre personas con las que hacerse entender.     
¿Quién nos robó el latín? ¿Quién nos lo arrebató de los planes de estudio? Fueron los socialistas, desde luego, dando por válida aquella frase de un conspicuo vocero del franquismo, el famoso José Solís Ruiz, que, no muchos años antes, había merecido las anatemas de toda la oposición: Más fútbol y menos latín. Una perla cultivada, como se puede ver.      
Ahora pagamos las consecuencias en una sociedad cuya incompetencia lingüística conduce al castellano a la aniquilación, a favor del inglés, primera lengua del mundo civilizado, por muy escasa diferencia respecto a nuestro idioma.      
Y si esto fuera todo… pero no acaban aquí los menoscabos: con nuestra lengua madre, hemos perdido nuestras propias raíces y nos hemos privado de la llave de acceso a nuestro patrimonio cultural. Exponerlo, como yo hago, es sumamente fácil; evaluar las tristes consecuencias de este hecho nos llevará muchos años, cuando el mal se haya hecho irreversible.       
¿Tan traumático resultaba su estudio? Yo mismo lo he enseñado durante algunos años, ya casi convertido en una simple maría, y los muchachos lo aprendían sin demasiado esfuerzo, desde el instante en que les hacía ver y entender que nuestra propia lengua no es sino latín evolucionado. Solía también decirles, aunque con cierto tacto, que era el idioma de la inteligencia. Sin embargo, quienes arremetieron contra el ¡Muera la inteligencia y viva la muerte!, de Millán Astray, no soportan ni el nombre de la primera, a la que acaso tengan por privilegio burgués. El sistema educativo español trata de igualar a los ciudadanos en el escalón de la estupidez.     
Malos son estos días, en los que la coherencia intelectual pone en solfa principios que han sostenido la vida de muchos. Porque, cuando no sirven y quedan simplemente como columnas de la nostalgia, es necesario meterlos en un baúl y, como el viejo Diógenes, salir a la calle con un candil, en busca del hombre y su realidad.        
Acaso estamos lejos de encontrarlos y tal vez nos topemos con cerebros vacíos, que nos hablen de seres imprescindibles, criaturas legendarias, mundos por descubrir, mientras han olvidado, sin remedio, las profundas raíces de su sangre.      
      
© Domingo F. Faílde.-    
    Jerez de la Frontera, 27 de julio de 2010

27 de junio de 2010

ALGUNAS REFLEXIONES EN TORNO A UNA CARTA DE CARLOS GUERRERO


… en mas de vienticinco siglos los humanos no nos hemos movido del sitio, me dices. Y dices bien. Has dado en la diana y -¡bienvenido al club de los visionarios!- también has recibido la inquietante revelación que, hace ya quince años, plasmé en este poema:  


FUEGOS DE CAMPAMENTO  

LLEVAMOS mucho tiempo cabalgando.   
Atrás hemos dejado  
reinos, ciudades, hombres,  
y hemos dejado un rastro de sangre  
y de sombra.    

Mucho tiempo: el viaje  
es largo y se sospecha   
que estamos dando vueltas, como buitres  
en torno a la carroña   
de nuestros propios cuerpos.  

Años, siglos, milenios, glaciaciones,    
kilómetros y millas, sin movernos del sitio   
donde nacen y yacen nuestros cadáveres.    

Cuando al fin nos hayamos devorado,   
podrá Cronos, dichoso,   
dormir su siesta eterna: la memoria   
o el sueño   
donde habitan los monstruos   
que escriben la historia.   

(de La noche calcinada. Almería, Batarro, 1996)  


Se trata, ya lo ves, de congelar el tiempo, la historia, rizando el rizo de lo imposible, pues la voz lírica, como ves, queda fuera del tiempo y el espacio y, emplazada en ¿la eternidad?, toma este extraño daguerrotipo. No hará falta te cuente que tan sólo unos pocos iluminados comprendieron la terrible parábola y llegaron, por otra parte, a la conclusión –ya enunciada por Aristóteles- de que la poesía tiende a representar lo universal y la historia lo particular. Quienes viven a costa de la última, pusieron el grito en el cielo. Los poetas que llamaremos serios, por llamarlos de alguna manera, se pusieron a cavilar.  
Tienes razón y, en otro orden de cosas –que es el mismo- haces buena una frase de Nietzsche, de esas que uno puede adoptar como lema: Sólo al atardecer levanta el vuelo la lechuza de Palas. Indiscutible, ¿verdad?     
Pero el mundo no está para preguntas y, habida cuenta de las circunstancias que nublan la actualidad, podemos comprenderlo y disculparlo, aunque sepamos a ciencia cierta que nunca habrá respuestas donde antes no hubo preguntas. Por eso, los profetas predicaban en el desierto.   
No podía ser de otro modo, si tenemos presente que la sordera es el escudo de los políticos. Por eso los troyanos no oyeron a Casandra ni los republicanos españoles a Ortega y Gasset, mientras Adolfo Hitler se encerraba en su tumba para no oír el ruido de las bombas. Si la política, que es el folleto de instrucciones de las sociedades humanas, aborrece la poesía (non debent togati iudices a Musarum honore et a poetarum salute abhorrere, escribió Cicerón en su Pro Archia), se retrocede a la animalidad y, carentes de rumbo y utopía, regresamos a la ley de la selva, al imperio de los instintos –que no de los sentidos, proveedores, al fin y al cabo, de experiencias para el conocimiento-, cerrando así un peligroso círculo, que otra cosa no sea el apocalipsis: un genocidio absoluto o un suicidio universal, que viene a ser lo mismo.   
Creo, también, que, en este tiempo nuestro, la sordera se ha generalizado. Sordos son los políticos, acabo de decirlo –y el Sr. Zapatero es el mejor ejemplo-, pero sordos también los gobernados que, abdicando derechos y responsabilidades en beneficio de sus gobernantes, no ven, no oyen, no sienten y consienten cualquier tropelía, con tal que los dejen hozar en paz. Somos un muro, pues, unos y otros, contra el que reverbera la luz, sin traspasarlo. Advertimos acaso el resplandor, pero andamos sumidos en las tinieblas, como los ciegos de Saramago.    
La gente, en su egoísmo, quiere tranquilidad y exige esperanza. Se enaltece lo positivo, pero se oculta o ignora la propia negatividad. Como enseñó Platón en sus últimos años, el pueblo quiere halagos porque no se acomoda a la verdad, y éste es el territorio, el espacio vacío que ocupan los políticos, su coto de caza. Entre unos y otros, incubamos el huevo de la Bestia.    
Bendito el vientre que no concibió y los pechos que no amamantaron, dijo el rabí Jesús y no parece que, de momento, se despeje el enigma de estas palabras. Ni seré yo, desde luego, quien, sumido en la fiebre trivializadora que nos sacude, las vista de faralaes. Pero en esta advertencia hay poesía, religión –que no dogma-, progresión al misterio. Y, volviendo al poeta, ¿acaso nuestro reino es de este mundo?   
Puede que no lo sea, pero no le es ajena la realidad –ya lo dijo Virgilio en un hermoso hexámetro-. Su defección apaga toda luz y deja el campo libre a los políticos y su enjambre de financieros, empresarios, propagandistas, mercachifles, esquiroles, burócratas… La política me produce asco. Y ahondar en la poesía mucho miedo.    
   
© Del texto: Domingo F. Faílde    
    Jerez de la Frontera, 27.06.10.-   
© De la imagen: Dolors Alberola, 2009.-

26 de junio de 2010

DEL OPIO DE LOS PUEBLOS Y EL EJERCICIO DE LA INTELIGENCIA


De Carlos Marx acá, el mercado de estupefacientes se ha diversificado. Ya no es sólo la religión, como tampoco la cocaína que, por entonces, se podía adquirir en las farmacias. Ahora, el opio del pueblo puede ser cualquier cosa, si altera la conciencia colectiva y conduce a la gente hacia la alienación. El Cristianismo, en todas sus vertientes, lo mismo que el Islam y las suyas, figuran todavía en el listado de sustancias tóxicas, cada vez más nocivas, cuanto más alejadas –en el caso del Cristianismo- del sentir general. El fútbol, desde luego, ha alcanzado en el ranking posiciones de privilegio, mientras los viejos oráculos se ven suplantados por Internet, los teléfonos móviles y la música de consumo. El dinero, por lo demás, siempre fue el dios supremo, al que incluso la Iglesia ha adorado sin ningún género de pudor.  
Preguntaron a Sócrates qué era un filósofo. Sin pensarlo dos veces, aparcó las solemnes definiciones y recurrió a la simplicidad con un símil: Mirad los juegos olímpicos –dijo-; unos, los atletas, acuden a competir, en busca de la victoria; otros, movidos por la ambición, esperan ganar dinero con las apuestas; por último, un reducido grupo va tan sólo a mirar el espectáculo. Éstos son los filósofos.  
Y digo yo, ¿no es esto lo que hacemos algunos de nosotros? Contemplar, sin embargo, no es la tarea pasiva que parece. El cerebro del que es capaz de hacerlo dista mucho de la pantalla de un cine, en blanco siempre, tras haber recogido en su superficie cientos y miles de historias. La mente va más lejos y graba en la memoria esas imágenes, que, después, el entendimiento, procesa; es decir: analiza y valora, conforme a unos parámetros previamente, a su vez, analizados y valorados.    
¿En qué momento de la secuencia irrumpen los factores alienantes? ¿Qué nos torna propensos a caer en sus redes? ¿Cómo puede atrofiarse una conciencia, hasta incluso anularse, siendo ella el testigo de nuestra identidad? No lo sé, pero es frágil la llama que lleva nuestro nombre y muy fácil soplarle desde el yo, más inclinado a los halagos del exterior que a las señales de alarma de la propia autenticidad.    
Nos volvemos venales. Lo mismo que Esaú vendió a Jacob, su hermano, la primogenitura por un humilde plato de lentejas, el hombre-masa de nuestros días -¿y quién no lo es?- vende su dignidad, vende su libertad e independencia, vende su pensamiento, sus sentimientos, sus deseos más íntimos, sus derechos fundamentales, en la plaza de un mundo que se ha convertido en inmenso mercado, donde unos, los más, venden todo, y otros, los menos, adquieren a precio de ganga lo más sagrado del ser. Un ser, naturalmente, cegado por el brillo de la chatarra y engullido por las sirenas que, a ritmo de salmodia, rap o marcha –militar, por supuesto-, los conducen a la hecatombe.    
Ulises, avisado –se deduce de ello que estaba en posesión del conocimiento-, actuó sabiamente, taponando con cera los oídos de la marinería y haciéndose amarrar al palo de la nave. Las sirenas cantaban, desde luego, pero ni el timonel ni los remeros podían escuchar sus seducciones, no más fuertes que los lamentos del capitán que, dispuesto a rendirse, chocaba contra el muro de la sordera, que a todos salvó. Es posible, por tanto, librarse de esta peste contemporánea, que nos convierte en zombis y acaso la vacuna, más que en cadenas y trabas, consista en lo contrario: cultivar el conocimiento, anhelar la sabiduría y ejercitar continuamente el aprendizaje que nos ponga en camino de acceder a la luz.   
Habrá que cuestionarse todas nuestras creencias, rescindir el contrato que firmamos con la molicie y tomar, de una vez, las riendas de nuestra vida, antes de que tiranos sin escrúpulos nos vendan elixires fraudulentos y se nos caiga el pelo. El mundo está lleno de tales vampiros y corren hacia ellos ríos de sangre. ¿No seremos capaces de desenmascararlos? ¿No tendremos valor para abatirlos?     
Si seguimos la senda que nos trazan y seguimos, como corderos, al dueño de la manada, rectifique la ciencia sus conceptos. Quizá la inteligencia sea el bien más escaso, como dicen del agua.    
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© Domingo F. Faílde, 2010.-

14 de junio de 2010

CONCEPTOS, NOMBRES, TEXTOS, PARA UNA REFLEXIÓN ESENCIAL



Fue el filósofo inglés Guillermo de Ockham quien, en las primeras décadas del siglo XIV, sostuvo, frente a escolásticos y otras corrientes, la inexistencia de los conceptos universales, que sólo serían nombres y simplemente nombres, con todo lo que ello habría de suponer para la posteridad.    
Pensaba en estas cosas cuando, por un azar, tampoco tan azaroso como el mero concepto nos hace suponer, cayeron en mis manos dos, tres antologías, que, al margen los criterios selectivos de cada una, incluían el nombre de Dolors Alberola, fundamental para mí y, a juzgar por el subtítulo de la más reciente, esencial, en igual medida, para la antóloga.   
La esencia, según Ockham, no es algo que compartan la totalidad de los seres. Vistas así las cosas, y hablando –en este caso- de mujeres, la esencia de Alberola es sólo de Alberola y la de Currita del Corral es sólo de Currita del Corral, ¿nos vamos entendiendo?   
Y es que resulta fácil, como cualquier simplificación de usar y tirar, referirse a poesía femenina, a mujeres que escriben, a voces importantes, a qué sé yo: un montón de generalidades de cualquier índole, sostenidas por muchas columnas que, en abstracto o en román paladino, tienen nombre y apellidos, documento de identidad, biografía personal, trayectoria literaria y, desde luego, obra, pues solamente el texto sostiene a los nombres que, sin tal fundamento, serían pura ficción o, digámoslo claramente, flagrante usurpación.    
A despecho de los ninguneadores –esa fauna tenebrosa que tanto prolifera en las letras hispanas-, un nombre no se crea de la nada, sino que corresponde a una realidad. Así, Ana Rossetti, es Indicios vehementes, Devocionario, Apuntes de ciudades, Virgo potens, etc.; Juana Castro será Cóncava mujer, Narcisia, Arte de cetrería, Los cuerpos oscuros, etc., etc.; y Dolors Alberola, Cementerio de nadas, El medidor de cosas, Arte de perros, Del lugar de las piedras, y otros etcéteras. Suma y sigue. ¿Hay quien dé más? ¿Hay quien pueda ocupar el sitio de las nombradas y de las que omito por no hacerme pesado?  
Es muy fácil restarles importancia, regatear unos gramos de mérito con modos de hortelano, echar una cortina para que no se vean, pero ahí están los textos, firmes como cariátides, sosteniendo la esencia del ser.  
No seré yo el que afirme que en una antología está todo dicho. Siempre queda alguien fuera y es de rigor ejerza su derecho a reclamar su plaza, amparándose en hechos. Siempre lo he defendido. Pero quien quiera derribar un muro, hágalo con razones, fuertes como otro muro. O calle para siempre.  
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© Del texto y la imagen:  
    Domingo F. Faílde, 2010.-

27 de mayo de 2010

DE LA INOCENCIA Y LA FELICIDAD. CASI UNA METAFÍSICA



Ay, la felicidad… Mucha razón tenía Noam Chomsky cuando hablaba de la capacidad de generar lenguaje que, según él, caracteriza a los seres humanos. Porque, volviendo a aquella palabra, hay que ver la imaginación, inventiva y, en suma, genialidad, que requiere un concepto tan impensable, tan inimaginable, tan inconcebible. Pero el término es lo de menos: beatitudo, en latín; eudaimonía, en griego; happiness, en inglés…, qué más da. La cultura, en última instancia, no es sino un diccionario del despropósito. Buda, Jesús, Santa Claus, personificaciones de la inocencia.    
Pues no me negaréis que hace falta inocencia a manos llenas para reconocer, en una constitución como la yanqui, el derecho del hombre a la búsqueda de la felicidad. O cinismo, que viene a ser igual, pero en el lado oscuro de la fuerza. Así, mientras los pobres buscan y buscan, linterna en mano, por los rincones, los ricos disfrutan sus sucedáneos, pues no a otra cosa alcanza el dinero.  
Inocencia y felicidad serían, sin duda, la esencia misma del paraíso perdido; y, si hoy existieran, Milton nos cobraría por un roce, una mirada boba o un buen polvo, los consabidos derechos de autor. Entre la serpiente y la SGAE hay solamente tiempo.   
Tiempo, ésa es la cuestión. Un tiempo que transcurre en dirección contraria a la inocencia, hasta el punto de que, si pudiéramos determinar con exactitud el punto de encuentro entre la edad del individuo y la total extinción de su inocencia, conoceríamos el día y la hora de su muerte. Por eso, los ancianos carecen de ilusiones; los suicidas, también.   
Todo lo que se mueve conduce al desengaño. Entre el principio y el fin, el combustible de la inocencia impulsa el motor de la felicidad. Pero aquella energía –la inocencia- tampoco es renovable ni, muchísimo menos, inagotable: cuando ha ardido la última gota, se para el corazón.    
Y aquí acaban los sueños, uno a uno. Bien lo sabía Quevedo, por más que alimentase la esperanza menos fundamentada, más allá de las pesadillas de la propia razón. Pues creer en la eternidad equivale a aplazar los efectos de un cataclismo, pero no el cataclismo en sí. Nada salvó de la decepción al Caballero de la Tenaza.   
Ay, la felicidad… El hombre es viejo, la vida es larga y el arte no importa. Sin duda, estos renglones sólo son tonterías, una sonsera de tres al cuarto, a años luz del brillante discurso que, al principio, me propuse escribir. Ojalá y, al comienzo, supiésemos en qué quedará todo y dónde y cuándo y cómo. Pero, si fuese así, nada sería.    
  
© Del texto y la imagen:    
    Domingo F. Faílde, 2010.-

18 de mayo de 2010

MÁS SOBRE ARREPENTIDOS Y BIEMPENSANTES. UN PASEO POR LA MEMORIA


Cuando yo era un chiquillo, pasaba muchas horas en el despacho de mi padre y él, para que no le interrumpiese con mis curiosidades, solía proporcionarme material de dibujo. Éste, por lo común, consistía en un lápiz y una revista con bastantes páginas en blanco, de la que, en una especie de alacena, tenía un arsenal.  
Sin embargo, lo que a mí me atraía de aquella publicación no era la abundancia de espacios a emborronar, sino la fascinación de unos hechos que ponían ante mis ojos la imagen fotográfica de mi propia ciudad, tal fuese un año antes de mi venida a este valle de lágrimas. Me encantaba corroborar que había vida ya entonces. Y, entre los rostros fotografiados, buscaba casi en vano las caras de parientes y conocidos, sus rostros en pretérito, que yo no conocí.  
Las fotos me llevaban en volandas a una ciudad volcada en el delirio: procesiones con cánticos al viento, hogueras avivadas con los libros prohibidos, penitentes haciendo público su arrepentimiento. Y, siempre, la mirada inquisidora de un clérigo, implacable notario de cuanto sucediera.  
1947. Santa Misión. Tras el paso de la hidra roja, había que borrar todas sus huellas. No bastaba el fusilamiento de los disidentes ni las largas condenas a presidio. Aplastados los combatientes y sus simpatizantes, el estado fascista y la iglesia católica decidieron barrer las conciencias y arrojar a las llamas cualquier brizna de heterodoxia, cualquier vestigio de insubordinación. Nada mejor que aquellos actos públicos para hacer aflorar lo clandestino o para que el culpable proclamara su retorno al redil. Así se congraciaron con el régimen algunos vergonzantes.   
Suele ocurrir, en tiempos de reflujo. La marea de la libertad deja, al retroceder, toda la arena expuesta al oleaje de la opresión. También, y sobre todo, en literatura, pues las palabras se las lleva el viento, pero lo escrito –como pontificó Poncio Pilato- escrito está. Y quien firma un artículo como éste, bien puede estar firmando su propia condena. El fuego, sin embargo, puede tachar las rúbricas y desdecirse en público conseguir el perdón de los tiranos.   
En esta misma página, publiqué no hace mucho un artículo titulado Tiempo de arrepentidos y biempensantes. El arte de desdecirse, que levantó, al parecer, algunas ampollas. Un año antes y en la misma línea, critiqué unas declaraciones de Juan Marsé, no menos sorprendentes que las que dieron pie al mencionado escrito. Hoy, recabando información sobre El cónsul de Sodoma, hallo varias entradas protagonizadas por la rabieta del laureado autor de Últimas tardes con Teresa. Pero, si su rechazo al film es absolutamente legítimo, sus palabras condenatorias suenan a la más rancia Inquisición: grotesca, ridícula, falsa, inverosímil, sucia, pedante, dirigida por un fallero incompetente y desinformado, mal interpretada, con diálogos deplorables. Es una película desvergonzada, de título infamante y producida por gente sin escrúpulos. Ya me dirán.    
Y es que, dejando a un lado la película y cualquier objeción sobre la misma, no puede un escritor beatificado admitir que, en el círculo donde saltó a la fama, se codeaba con homosexuales, consumidores de droga y otras gentes de vida disoluta, por más que fuesen de la gauche divine o precisamente por eso. El premio Cervantes y la bendición Urbi et Orbi, además de tener indulgencia plenaria, imprimen carácter.   
No tengo nada contra Juan Marsé, un magnífico escritor, cuyas obras sigo leyendo con devoción. Pero me alarman poderosamente su actitud, su acatamiento, su retractación y la enorme orfandad en que deja a quienes, algún día, cada vez más lejano, creímos en valores que la señora Sinde ha colocado al filo de la extinción.   
  
© Domingo F. Faílde   
    Jerez, 18 de mayo de 2010