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14 de marzo de 2010

Hypatía, memoria histórica del mundo antiguo, una señal de alarma para nuestra moderna civilización


Pocos pueden dudar a estas alturas de que Alejandro Amenábar es uno de los activos más sólidos del raquítico cine español. Un genio, por qué no, pues incluso en periodos de estiaje el talento se pone en evidencia, tanto más cuando algunos lo ponen en cuestión. Hay que serlo, en efecto, para arrojar a un mercado totalmente idiota una película de romanos –como antaño se les denominaba-, cuando la demanda pone sus ojos en cuentecitos seudofuturistas y otras niñadas para todos los públicos.    
Se objetará que Ágora no es una película de romanos, a imagen y semejanza de las que alude Joaquín Sabina en una conocida canción, y es verdad. De griegos, a lo sumo, pero no sería cierto tampoco. Con independencia de que la acción transcurra en el siglo IV y se base en sucesos históricos, nos hallamos ante una cinta ágil e inteligente que, sin apenas conceder reposo al espectador, lo traslada a la vieja Alejandría para hacerle viajar mucho más lejos: a la memoria histórica.    
Los orígenes del cristianismo, mitificados incluso por comunidades que se definen como progresistas, necesitaban este baño crítico. Acostumbrados al martirologio, daba la sensación de que los buenos militaban en la facción de la fe y los malos en la del paganismo, con todas sus secuelas infernales: el pensamiento libre, la tolerancia moral y la ciencia. Frente a esta imagen, clásica, a fuerza de insistir en los iconos ejemplarizadores del catolicismo más rancio, Amenábar propone la figura de una mujer singular, Hypatía, filósofa y científica alejandrina, inscrita en la tradición neoplatónica, cuya fidelidad a sus propios principios, contrarios al oscurantismo cristiano, le granjeó la inquina del patriarca Cirilo y de sus seguidores más fanáticos, los parabolianos, mitad monjes, mitad soldados, que constituían, de hecho, una especie de guardia pretoriana, al servicio del obispo integrista.    
Integrista, sí. Subrayo esta palabra porque Alejandro Amenábar, al caracterizar a este personaje, nos ofrece un retrato que, desgraciadamente, se ha hecho popular en nuestros días, ya con el rostro de Jomeini, ya con la faz de Ratzinger o, en latitudes más próximas, Rouco Varela. Y es que Ágora –palabra que se puede traducir como parlamento o tribuna libre y sugiere las ideas y los valores de discusión y diálogo democráticos- proyecta en las pantallas una señal de alarma, avisando de los peligros que se ciernen sobre el mundo civilizado y el final que le aguarda a merced de lapidadores de toda índole, dispuestos a aplastar la libertad, la igualdad, la cultura, y ponernos a todos de rodillas ante un nuevo poder político y económico, dimanado de la globalización. La figura invisible del siniestro Teodosio II parece señalar a otros líderes más recientes, meros ejecutores de un poder superior, que se ejerce en la sombra.    
Hypatía, acusada de impiedad por quienes ni siquiera estaban legitimados para hacerlo, murió desollada, no lapidada. Las piedras que se arrojan contra ella en las últimas escenas de la película poseen un carácter simbólico: Así trata la vida a los que sueñan, escribe Dolors Alberola en un poema sobre esta extraordinaria mujer, y así trata, en efecto, el integrismo a la ciencia, al pensamiento, a la libertad. También a la mujer, obligada a ocultarse bajo un burka o considerada por el judeocristianismo como fuente de perdición y antesala del infierno.    
Al furor del liberticida, opone la maestra los valores de tolerancia, fraternidad y pacifismo, frágiles, a fe mía, demasiado frágiles como para resistir la embestida de la bestia. A todo esto, ¿el pueblo dónde está? Desmovilizado y embrutecido, queda a merced del viento, ya sople desde el árido desierto, ya desde el mar.    
Cirilo fue elevado a los altares. La gloria, sin embargo, se ciñe a la cabeza de Hypatía.  
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© Domingo F. Faílde
....Extramuros, 14 de marzo de 2010