Los españoles bufan. Desde que tengo uso de razón y perdida la doncellez, los he oído bufar por casi todo y, necesariamente, debo reconocer que en ningún caso les faltaba motivo a los bufones, a quienes llamo así no por resolución de vilipendiarlos, sino porque en los tiempos que corrían cualquier queja, mínima o de mayor cuantía, estaba abocada casi al ridículo. ¡Protesto!, decía alguien, y al instante un agente de la gristapo le estaba acariciando las mejillas hasta sacarles todo su rubor, pese a que el protestante se quedaba, por regla general, casi exangüe. Si no fuera por lo que era, maldita sea, diría incluso que el numero no estaba exento de gracia. Los apuros del valeroso protagonista, temblando como un flan, con la cara pintada de bermellón y el guardia conminándole a tragarse los gimoteos, traía a más de uno recuerdos de Charlot, aunque la situación no fuese comparable.
Protestaban por todo, desde luego. Porque el sueldo se desangraba en la primera quincena del mes. Porque los trenes llegaban siempre tarde. Porque subían los precios como por ensalmo. Porque la cola del cine llegaba a Sebastopol. Y porque, qué narices, aquí no había ni pizca de libertad ni vergüenza ni nada de esas cosas que, según los aguafiestas, había en el extranjero, qué creerá esa gentuza y qué quieren ahora los estudiantes, con lo bien que se vive en España, con la paz, la tranquilidad, el orden público, las copas del Real Madrid y los Seat 600.
Protestaban por todo y, si nada pasaba, todo quedaba en eso, en bufar; bufar como los gatos para alejar al competidor y volver, al instante, la grupa, por si acaso, no sea que me quiten la pensión, me denieguen la beca salario o me manden al Sahara para sacarle brillo al fusil de Mustafá Tangerino, que eran dieciocho meses y un día, más una buena tunda si continuaban las lamentaciones, con lo cual no faltara quien se echaba la manta a la cabeza y ahí me las den todas, mi sargento.
Hoy, veinticinco o treinta años después, pocas cosas parecen haber cambiado en el ánimo resuelto de nuestros bufadores. Seguimos siendo un país de soplones de gaita gallega, como el endecasílabo, que se nos va la fuerza por la boca y, a imagen y semejanza del soldado fanfarrón de don Miguel de Cervantes Saavedra, nos vamos tan tranquilos y aquí no pasó nada.
Bufamos, eso sí, casi por todo, y hoy como ayer no nos faltan razones: nos toman el pelo en un aeropuerto, nos redondean los euros de la compra hasta ponerlos cuadrados, nos cobran lo que quieren en el bar de la esquina, el médico nos cita a los dos años de dolernos el píloro, los contratos basura se hacen fijos, hoy me llega una carta felicitándome por la primera comunión; y, en fin, un memorial de agravios digno de la Edad Media, que podría llenar miles de folios, como un sumario judicial, pues no en vano tenemos hambre y sed de justicia, santa palabra.
Pero entonces, qué pasa; que el chiflado de La cueva del lobo va y dice: no se quejen, carajo –como en las novelas del boom-, y vamos todos, prietas las filas, recias, marciales, a pedirle al gachó de la ventanilla una hoja de quejas/reclamaciones, oh cruel desengaño, y los bufones que antes resoplaban se arrugan como un traje de Adolfo Domínguez y, con una sonrisa condescendiente, emprenden la estampida, sí, señor, con los cuernos hacia abajo y echando humo.
La República de las Letras, que ni es lo uno ni lo de más allá, no se salva de lacra tan arraigada. Los periódicos, Internet, las tertulias, ponen sobre la mesa continuamente un estado de cosas que clama al cielo. La corrupción de tantos y tantos premios, el despropósito de las convocatorias, el amiguismo imperante en la política cultural y otros males que han sido denunciados hasta el hastío, no son al parecer suficiente para plantarle cara al asunto y poner el cotarro patas arriba.
Seguimos bufando y escondemos la mano sin arrojar la piedra, no sea vaya a verme el editor fulano, el gerente de la fundación, el crítico del periódico o la Karmele Mechante. La sumisión se sigue cotizando, y más vale un mal chusco que nada, asegura la mayoría.
A uno, en tales tribulaciones, ganas le dan de irse a ninguna parte. No ver. No oír. No hablar. No hacer nada. Seguimos prefiriendo la injusticia al desorden. ¿O no?
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© De la imagen y el texto:
Domingo F. Faílde, 2010
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* Este artículo, que tampoco ha perdido actualidad, fue publicado en Papel Literaro, el año 2005.