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2 de abril de 2010

LA LITERATURA QUE VIENE*, QUE YA ESTÁ AQUÍ...


Nos quejamos por vicio, mire usted. Tantos y tantos años persiguiendo a los clónicos, ultrajándolos, vilipendiándolos, condenando sus viernes a la hoguera, y ahora resulta que no eran tan malos, que tenían gracia y que, puestos a repartir corruptelas y ninguneos, nunca sabremos a ciencia cierta dónde está el enemigo. Porque, sencillamente, el peor enemigo suele ser con frecuencia el amigo mejor, el iluso que viene con sus cuatro verdades, pensando el pobre idiota que, poniéndonos en bandeja una copa de lucidez, nos hace un gran favor y espera , como Bécquer, que le demos las gracias.    
Es así la existencia, mezquina. Ya lo dijo Quevedo y lo corroboraron, quizá con más conocimiento de causa, Larra, Cernuda, García Lorca y el mismísimo Gil de Biedma, que mostraba su asombro –oh, inefable descubrimiento- al advertir que la vida iba en serio. Sus epígonos, seguidores, imitadores, plagiarios y otros poetas galardonados, pasarán a la historia de los hijos de Orfeo por no alcanzados méritos: ser magníficos escritores, cuya obra alumbró todo un siglo.    
No es demencia senil. Dije bien. Y si, como leyera en las Coplas de Jorge Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor, poca duda me cabe de la opinión que en años venideros merecerá el presente a ese lector del futuro cuya indigencia estética y lingüística amenaza no sólo a la literatura sino también al propio pensamiento.    
Nos quejamos algunos de la vulgaridad, denostando el registro plano, la falta de ingenio, el vacío cerval que caracterizan la producción de las corrientes en boga, y lo hacemos a veces excediéndonos, añorando sin duda esplendores pasados –aquel don Luis de Góngora, Juan Ramón, esa generación del veintisiete-, como si no supiéramos que el tiempo no regresa jamás.    
Todo puede, en efecto, ser peor, cuando suene la hora para los jovencitos, casi niños, que empiezan a templar el acero, ante la complaciente voracidad de los antólogos y la interesada condescendencia de un mercado que exige novedades a cualquier precio. Llegarán, llegarán, con su magín repleto de hamburguesas y cocacola, de compactos piratas y librillos de El barco de los humos. Llegarán, ya lo creo, con una educación sentimental trabajada a retazos de Bola de dragón, Operación Triunfo y otros engendros televisivos; de comecocos, tamagochis y videojuegos caros; de ripios machacones y novelitas de treinta páginas, doctores en adaptaciones curriculares y master por la Ley de Calidad. Y si la lengua de Dámaso Alonso, Jorge Guillén, José Hierro, Antonio Colinas y Antonio Enrique, les suena a castellano del poema del Cid, adorarán el fresco lenguaje de sus ídolos, esos fantoches rosas que hacen el amor mañana, tarde y noche, por delante y por detrás; los dinios, los pocholos, las yolas, los escritores mediáticos y los politiquillos metidos a lo mismo.    
Puede ser terrorífico, si el lector potencial, para colmo, demanda truculencia gratuita, héroes esquizofrénicos armados con katana, paisajes barriobajeros, esoterismo de taberna, ligues descerebrados y otras muchas virtudes que ya apuntan los genios de pasado mañana, mientras se nos desfonda toda una tradición –me refiero a la historia de la literatura- y se hunde un lenguaje.    
Nos quedaremos sin metonimias, sin metáforas, sin sinestesias ni prosopopeyas –el nombre solamente es antipedagógico-, sin contrapuntos, sin monólogos interiores, sin sintaxis ni ortografía. Nos quedaremos mudos de espanto. Y acaso sin poesía.  
 
© Domingo F. Faílde.-  
 
* Este artículo fue publicado en Papel Literario, suplemento que encartaba el Diario Málaga-Costa de Sol, en septiembre de 2003. Y, como puede verse, no ha perdido vigencia.