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28 de julio de 2008

De Venecia a Metrópolis. Utopía e involución en el tramo final de la historia

[Tu carta] nos conduce al concepto de decadencia, que traes en carne viva, sin duda, como recuerdo de tu viaje. Venecia es, desde hace mucho tiempo, el símbolo, la imagen inequívoca de un mundo, de una civilización, que se hunde, día a día, en un mar de cieno, mientras por isostasia crecen los rascacielos y florece la rosa pestilente de la ruindad.
Somos los últimos de Filipinas, como en aquella inolvidable película que tanto influyera en nuestra educación sentimental. Esa conciencia de fin de raza (título de un poema que Téllez me dedicó) nos hunde con el barco y cuanto en él a bordo se encamina a la historia.
¿A qué historia? Pues los listillos de esta pobre hornada proclaman, tan campantes, que la historia no existe, sicarios de un sistema que sólo cree en el hoy y al que sobra, sin duda, la memoria, llena de malos ejemplos para un pueblo remiso y sumiso, al que conviene mantener dormido. El alzhéimer social surge como reacción a la memoria histórica y pretende romper cualquier vínculo entre el hombre actual y la experiencia de la especie humana, para reconducirlo a la esclavitud.
Quienes diseñan el mundo globalizado que se nos viene encima, son conscientes de que el progreso, tal como lo hemos entendido hasta hoy, está abocado al fin. Tal vez consista en ello el apocalipsis -que tan bien manipulan los jerarcas cristianos-, pues la muerte de nuestra civilización está ligada indefectiblemente a los carburantes y éstos, en breve plazo, dejarán de existir, sin que sus sustitutos, por otra parte, sean capaces de satisfacer la demanda actual ni aporten soluciones a los graves problemas medioambientales que aquellos generaron y que incluso podrían agravarse.
Las consecuencias de este fenómeno no han hecho sino empezar. Las crisis económicas, la destrucción de empleo, la depauperación progresiva de la hasta no hace mucho sociedad opulenta, se sumarán al hambre del Tercer Mundo, en tanto los recursos, cada vez más escasos, se concentrarán en cada vez menos manos, creando así una élite global que, al detentar el poder económico, detentará igualmente el político y militar, a fin de asegurarse el dominio de toda la población.
La democracia, pues, tiene los días contados. Los derechos civiles y laborales están retrocediendo a marchas forzadas, tanto en Oriente como en Occidente, donde la recesión da pretextos a los gobiernos para disminuir el gasto público y bajar los impuestos a los más ricos, aumentando escandalosamente la jornada laboral y reduciendo los derechos de los trabajadores, cuyo inevitable descontento podría dar lugar a disturbios de toda índole y alentar movimientos revolucionarios.
Nos hallamos, a medio plazo, ante una situación explosiva, que los poderes públicos se apresuran a controlar. Sin incurrir en las ingenuidades de la ciencia ficción, acude a mi memoria la imagen de un perro que ataca a un hombre. Éste, tratando de defenderse, opone a su enemigo el brazo izquierdo, que le sirve de escudo. Y cuando el animal se confía en la presa, el individuo de nuestra historia lo agarra y, levantándolo, le hace perder el contacto con el suelo. Cuando esto sucede, el can se asusta, tiembla de miedo, gime y depone su agresividad, quedando a merced del hombre. De un modo parecido, las personas, despojadas de sus raíces y privadas de la memoria, son domeñadas con facilidad.
¿Qué será de nosotros cuando muera Venecia? La República Serenísima, más allá de la magia y belleza de su propio urbanismo, es referente estético de un modelo concreto de cultura: la música (hasta los Beatles), la poesía (hasta los Novísimos, en el caso de España), la pintura (hasta Pablo Picasso), la arquitectura (hasta el Empire State), la moda (hasta Coco Chanel), la política (hasta los fascismos) y el amor pasearon por sus canales, se asomaron a sus cúpulas e inspiraron los sueños de la humanidad.
Suplantándola, en la otra orilla, donde hasta los latidos cotizan en bolsa y cualquier cosa noble se convierte en caricatura, Metrópolis, sí, la Metrópolis de Fritz Lang, paradigma del trabajo alienado, que sostiene desde el submundo a unos pocos privilegiados que se lucran de su agonía.
Ella es el futuro. Y aún puede ser peor la pesadilla.    


© Domingo F. Faílde. Extramuros, julio, 2008.-

14 de abril de 2008

La Feria del Libro y las miserias de la palabra escrita

Un año más, las exequias de don Miguel de Cervantes y el señor William Shakespeare nos trajeron la Feria del Libro, un evento que, haciendo honor al nombre, es tan sólo un mercado de mayor importancia que el común, en paraje público y días señalados -según la Academia-, entendiendo como tal el conjunto de operaciones comerciales que afectan a un determinado sector de bienes y, más ampliamente, las actividades de aquella índole realizadas libremente por los agentes económicos sin intervención del poder público. O sea: comercio, negocio puro y duro, aunque el Estado y los ayuntamientos, contra toda definición, inyecten a la industria editorial sumas no desdeñables, bien financiando acontecimientos de esta naturaleza, bien convocando premios literarios que siempre gana alguien de la cuadra editora, bien mediante cualquiera de los enjuagues, bajo cuyo paraguas munificente nuestra madre literatura se ha convertido en un lupanar.
Claro que a la Academia no hay que darle excesivo crédito, a juzgar por los múltiples denuestos con que los más conspicuos asalariados del ramo se empeñan en marcar las distancias entre la trasnochada erudición y las nuevas propuestas de quienes se empecinan en convertir los viejos géneros literarios en nutrientes televisivos y a los autores en personajes de la prensa del corazón. Quien no sea mediático, no existe. Así de sencillo. Los defensores de este nuevo orden no vacilan en llamar momias a los profesores de literatura de este país, que, en vez de enseñar su disciplina con aburrido rigor, debieran convertirse en muñegotes de la casa Brotons y transformar el aula en pasacalles.
En España, donde los hábitos de lectura fueron tradicionalmente mínimos y clasistas, lejos de formar una mayoría de lectores críticos y exigentes, se pretende crear una masa de meros consumidores de letra impresa que, ausentes de las anacrónicas librerías, se dejen dirigir por la publicidad y echen un libro al carro de la compra en el supermercado de turno. Una visita a las hemerotecas nos puede resultar esclarecedora, poniendo en evidencia que, en el último cuarto de siglo, los suplementos más o menos literarios de los periódicos han desaparecido o escorado hacia asuntos y materias del ocio consumista, más atentos a granjearse el favor del público y el dinero de los anunciantes –explícitos o encubiertos-, que a ofrecer un espacio para el debate y la crítica. En la televisión, los programas llamados culturales difunden la doctrina del sistema y reemplazan la seriedad del análisis por la publicidad.
Comercio, ya lo dije, aquí donde la industria editorial publica toneladas de textos extranjeros y da la espalda a los autores de casa, alegando off the record que son muchos y malos o afirmando, con santa desvergüenza, que no venden. La realidad, a cargo de pequeños editores e iniciativas al filo de lo marginal, desmienten la falacia de los grandes monopolios de la expresión escrita, reducida a dos o tres grupos que controlan periódicos, editoriales, cadenas de radio y televisión, grandes almacenes, entidades bancarias, fábricas de condones, etc., etc. A esto hemos llegado.
Comercio, sí, como si los productos de la inteligencia fuesen melones o mandarinas y, más que los contenidos, importase el objeto que los contiene, alcanzándose de este modo el concepto del libro por el libro, aséptico y políticamente correcto, sin ningún vínculo con la realidad ni compromisos éticos con ella.
Así, mientras algunas editoriales minoritarias y un puñado librerías se desgañitan como turroneros, la juventud prefiere al cantante de rap, contratado como atracción.
Pero no hay que rasgarse las vestiduras. En la trinchera opuesta (que, en el fondo, es la misma), Fernando Savater (a quien vimos firmando dos o tres ejemplares, escoltado por el sector oficial) hizo aguas en el coloquio y defraudó a buena parte del público que asistió a su espectáculo. En país como el nuestro, donde la filosofía es un género de ficción, demandar unas migas de coherencia supone, simplemente, pedir peras al olmo.
En fin, que se nos muere la criatura; que nos la están matando. Y con ella, me temo, agoniza la libertad.     


© Domingo F. Faílde. Extramuros, abril, 2008.-