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18 de mayo de 2010

MÁS SOBRE ARREPENTIDOS Y BIEMPENSANTES. UN PASEO POR LA MEMORIA


Cuando yo era un chiquillo, pasaba muchas horas en el despacho de mi padre y él, para que no le interrumpiese con mis curiosidades, solía proporcionarme material de dibujo. Éste, por lo común, consistía en un lápiz y una revista con bastantes páginas en blanco, de la que, en una especie de alacena, tenía un arsenal.  
Sin embargo, lo que a mí me atraía de aquella publicación no era la abundancia de espacios a emborronar, sino la fascinación de unos hechos que ponían ante mis ojos la imagen fotográfica de mi propia ciudad, tal fuese un año antes de mi venida a este valle de lágrimas. Me encantaba corroborar que había vida ya entonces. Y, entre los rostros fotografiados, buscaba casi en vano las caras de parientes y conocidos, sus rostros en pretérito, que yo no conocí.  
Las fotos me llevaban en volandas a una ciudad volcada en el delirio: procesiones con cánticos al viento, hogueras avivadas con los libros prohibidos, penitentes haciendo público su arrepentimiento. Y, siempre, la mirada inquisidora de un clérigo, implacable notario de cuanto sucediera.  
1947. Santa Misión. Tras el paso de la hidra roja, había que borrar todas sus huellas. No bastaba el fusilamiento de los disidentes ni las largas condenas a presidio. Aplastados los combatientes y sus simpatizantes, el estado fascista y la iglesia católica decidieron barrer las conciencias y arrojar a las llamas cualquier brizna de heterodoxia, cualquier vestigio de insubordinación. Nada mejor que aquellos actos públicos para hacer aflorar lo clandestino o para que el culpable proclamara su retorno al redil. Así se congraciaron con el régimen algunos vergonzantes.   
Suele ocurrir, en tiempos de reflujo. La marea de la libertad deja, al retroceder, toda la arena expuesta al oleaje de la opresión. También, y sobre todo, en literatura, pues las palabras se las lleva el viento, pero lo escrito –como pontificó Poncio Pilato- escrito está. Y quien firma un artículo como éste, bien puede estar firmando su propia condena. El fuego, sin embargo, puede tachar las rúbricas y desdecirse en público conseguir el perdón de los tiranos.   
En esta misma página, publiqué no hace mucho un artículo titulado Tiempo de arrepentidos y biempensantes. El arte de desdecirse, que levantó, al parecer, algunas ampollas. Un año antes y en la misma línea, critiqué unas declaraciones de Juan Marsé, no menos sorprendentes que las que dieron pie al mencionado escrito. Hoy, recabando información sobre El cónsul de Sodoma, hallo varias entradas protagonizadas por la rabieta del laureado autor de Últimas tardes con Teresa. Pero, si su rechazo al film es absolutamente legítimo, sus palabras condenatorias suenan a la más rancia Inquisición: grotesca, ridícula, falsa, inverosímil, sucia, pedante, dirigida por un fallero incompetente y desinformado, mal interpretada, con diálogos deplorables. Es una película desvergonzada, de título infamante y producida por gente sin escrúpulos. Ya me dirán.    
Y es que, dejando a un lado la película y cualquier objeción sobre la misma, no puede un escritor beatificado admitir que, en el círculo donde saltó a la fama, se codeaba con homosexuales, consumidores de droga y otras gentes de vida disoluta, por más que fuesen de la gauche divine o precisamente por eso. El premio Cervantes y la bendición Urbi et Orbi, además de tener indulgencia plenaria, imprimen carácter.   
No tengo nada contra Juan Marsé, un magnífico escritor, cuyas obras sigo leyendo con devoción. Pero me alarman poderosamente su actitud, su acatamiento, su retractación y la enorme orfandad en que deja a quienes, algún día, cada vez más lejano, creímos en valores que la señora Sinde ha colocado al filo de la extinción.   
  
© Domingo F. Faílde   
    Jerez, 18 de mayo de 2010