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27 de mayo de 2010

DE LA INOCENCIA Y LA FELICIDAD. CASI UNA METAFÍSICA



Ay, la felicidad… Mucha razón tenía Noam Chomsky cuando hablaba de la capacidad de generar lenguaje que, según él, caracteriza a los seres humanos. Porque, volviendo a aquella palabra, hay que ver la imaginación, inventiva y, en suma, genialidad, que requiere un concepto tan impensable, tan inimaginable, tan inconcebible. Pero el término es lo de menos: beatitudo, en latín; eudaimonía, en griego; happiness, en inglés…, qué más da. La cultura, en última instancia, no es sino un diccionario del despropósito. Buda, Jesús, Santa Claus, personificaciones de la inocencia.    
Pues no me negaréis que hace falta inocencia a manos llenas para reconocer, en una constitución como la yanqui, el derecho del hombre a la búsqueda de la felicidad. O cinismo, que viene a ser igual, pero en el lado oscuro de la fuerza. Así, mientras los pobres buscan y buscan, linterna en mano, por los rincones, los ricos disfrutan sus sucedáneos, pues no a otra cosa alcanza el dinero.  
Inocencia y felicidad serían, sin duda, la esencia misma del paraíso perdido; y, si hoy existieran, Milton nos cobraría por un roce, una mirada boba o un buen polvo, los consabidos derechos de autor. Entre la serpiente y la SGAE hay solamente tiempo.   
Tiempo, ésa es la cuestión. Un tiempo que transcurre en dirección contraria a la inocencia, hasta el punto de que, si pudiéramos determinar con exactitud el punto de encuentro entre la edad del individuo y la total extinción de su inocencia, conoceríamos el día y la hora de su muerte. Por eso, los ancianos carecen de ilusiones; los suicidas, también.   
Todo lo que se mueve conduce al desengaño. Entre el principio y el fin, el combustible de la inocencia impulsa el motor de la felicidad. Pero aquella energía –la inocencia- tampoco es renovable ni, muchísimo menos, inagotable: cuando ha ardido la última gota, se para el corazón.    
Y aquí acaban los sueños, uno a uno. Bien lo sabía Quevedo, por más que alimentase la esperanza menos fundamentada, más allá de las pesadillas de la propia razón. Pues creer en la eternidad equivale a aplazar los efectos de un cataclismo, pero no el cataclismo en sí. Nada salvó de la decepción al Caballero de la Tenaza.   
Ay, la felicidad… El hombre es viejo, la vida es larga y el arte no importa. Sin duda, estos renglones sólo son tonterías, una sonsera de tres al cuarto, a años luz del brillante discurso que, al principio, me propuse escribir. Ojalá y, al comienzo, supiésemos en qué quedará todo y dónde y cuándo y cómo. Pero, si fuese así, nada sería.    
  
© Del texto y la imagen:    
    Domingo F. Faílde, 2010.-