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24 de diciembre de 2006

El río de la vida

En un libro de cuentos memorable, decía Antonio Enrique fue en el Gran Bazar de Estambul donde, por vez primera, se encontró con el río de la vida, un curioso concepto y metáfora hermosa del tráfago incesante que, al menos en las grandes ciudades, convierte sus arterias en hormigueros y allí late, en efecto, poderosa y anónima, la vida.
Confieso que esa imagen me llamó la atención y que, a partir de entonces, me vi atrapado muchísimas veces por esa forma de percibir la realidad, de la que no tardara en advertir una dispar presencia en la literatura, que me condujo a los versos cimeros de Historia del corazón, de nuestro premio Nobel don Vicente Aleixandre, un poeta mayúsculo donde los haya, recluido actualmente en el injusto panteón del olvido: el río de la vida es así con frecuencia y amordaza la música sublime para oír con morbosa delectación el ladrido de los perros o, como hubiera dicho y escrito Julio Aumente, el canto de las arpías.
Regresando a Aleixandre, imagino al enorme poeta que era (lo conocí en su casa de Welintonia, una fría mañana de invierno, hace ya muchos años) conducido casi en volandas por una multitud en movimiento, un torrente de seres que transitan el tiempo y escapan de él, y cuyo anonimato les salva de la muerte, pues ya no son el Juan y la María, el Pedro o el José de Víctor Jara, sino miembros de un cuerpo gigantesco, ramas del árbol de la Humanidad, creciendo y multiplicándose en el gran bosque cósmico.
Imagino a Vicente Aleixandre, con su sonrisa clara, casi infantil, dejándose llevar por esas aguas, sin importarle nada -¡cómo iba a importarle a quien estaba a punto de zambullirse en la eternidad!- el molesto mordisco de los gozques, la sordina de los imbéciles y los mil avatares de este país con ínfulas de imperio y miseria atascada en las entrañas, que encumbra a los mediocres y borra el epitafio de Cervantes.
La realidad, no obstante, es más modesta y uno ve donde vive el mohín de la vida, lejos acaso del pensamiento noble de los genios o aquellas utopías que son motor del mundo. Este mañana, en el umbral de la Navidad, paseando por las calles del casco antiguo, me encontré –también yo- con ese viejo río de la vida, que venía hacia mí, contra corriente. Cientos, miles de hombres y mujeres –quizá todos los hombres y mujeres del Universo-, caminaban de prisa, sumidos en un raro silencio, casi reverencial, del que emergían, como el humo de un sacrificio propiciatorio y conciliador, las notas de un antiguo villancico; y, al pasar a su lado, vi el arrobo del violinista urbano, que parecía volar con sus acordes, tal dejándose ir –él también- por el cauce trazado quién sabe por qué mano en el inmenso valle de esta aurora festiva.
Yo no sé qué tendrán los mercados. Los mercados tradicionales, donde acude la gente a comprar y a encontrarse, desde la fuente misma de la historia. Las plazas soleadas, llenas de veladores y periódicos desplegados, donde el hombre conecta con su verdad, que es su propia mentira. Será eso, el encuentro, en busca de un latido que tienda a acompasarse. Como en los cuentos que, por estas fechas, nos contaba la abuela. Sueños, naturalmente, como este mismo río de la vida y los libros, que acabo de inventar.      


© Del texto y la imagen:   
Domingo F. Faílde. Jerez, 2006.-