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20 de agosto de 2007

Retahílas

Uno de los sucesos más divertidos de que guardo memoria acaeció, hace ya tantos años como el Mayo francés, en el sombrío poblachón giennense donde vivían mis padres. También yo –lo confieso, para no indisponerme con esos profetas del localismo local que no faltan en ninguna localidad que en el mapa se localice-, cuando, de tarde en tarde, volvía de Granada, lleno de ideas extrañas, mala fama y una oscura leyenda de monstruo antifranquista que me hizo bastante popular.
Salía a la sazón con un grupo de chicos y chicas, que ni eran morenas ni rezaban a la Macarena al acostarse, por cuya causa el clero, reputando sus almas en el umbral de la perdición, emprendió una cruzada por ver de salvarlas del energúmeno: “Tened mucho cuidado con ése –les dijo un aquél, hoy secularizado y padre de familia-, que es –tomen ustedes nota y por este orden- intelectual, poeta, ateo, rojo, homosexual y masón”.
"¡Qué currículum, Cristo!”, exclamé al enterarme. Y es que, siendo un don nadie –antes, durante y después de Suresnes-, aquella múltiple atribución me halagaba hasta extremos rayanos en el delirio. La Iglesia, generosa –cuando ningún cristiano ganaba oposiciones al cuerpo de maestros sin la tácita anuencia del obispado-, reconocía en mí, pobre muchacho, al brillante intelectual, lumbrera unamuniana o reencarnación de Voltaire; y, aun cuando me ignoraban los antólogos en las Asturias de Oviedo, un curilla de los de misa y olla me consagraba poeta, sin que la lengua se le trabase, bendito sea el Cielo, por más que a los infiernos me remitiera con el resto de la adjetivación.
Creía por entonces era un rasgo piadoso el recurso a las letanías, pues todos las usaban con el prójimo, e incluso en el partido comunista le espetaban a uno aquello tan famoso de “reaccionario, pequeñoburgués, proudhoniano y anarcosindicalista”, que sonaba no menos a anatema. “Los adjetivos –me advirtió un profesor de la progresía- suelen ser peso muerto en el discurso”; y algunos es verdad que asesinaban o te encerraban en Carabanchel.
La intención del presbítero era más bien artera. La de los comunistas no le iba a la zaga, en absoluto, y, si más inocente se reputase, era porque, teniendo mucho menos poder, a pocos alcanzaban sus retahílas.
Al cabo de los años, sin embargo, a uno llega a antojársele una hermosa manera de descalificar. “Éste no vale un duro –venían a decirte-, pero tiene su mérito”, y soltaban seguidamente el relato completo de tus habilidades, tu carta de hidalguía, lo cual, además de caballeroso, resultaba enternecedor.
Durante cierto tiempo, perduraron las buenas costumbres. Un vate laureado, de esos de la experiencia, el correlato estético y las citas de John Saint Perse, llamaba a sus contrarios “tontilocos, resentidos y malos poetas”, antes de recluirlos en su Mathaussen particular con la estrella de David en el antebrazo, de manera que recibíamos la correspondiente lluvia de gas ninguneador, pero al menos sabíamos por qué. Un consuelo, caramba.
Hoy, las cosas se hacen de otro modo y las mafias imponen la ley del silencio. “No lo nombres, que es pecado”, ya tocando la boca, ya la frente, silencio avisan y amenazan miedo... Y hasta apuros les cuesta a los secuaces. Uno de ellos, al presentar a otro un tercero, poeta, por más señas, y bastante mejor que todos juntos, descubrió la perífrasis: “Te presento a Fulano; bueno, Fulano, que es también profesor, conferenciante, columnista de prensa, crítico literario; sí, hombre, que ha estado en el jurado de muchos premios...” Así, hasta que, al final, mordiéndose los labios y sudando como un verraco, se atrevió a susurrar la palabra prohibida: poeta. Y el hombre descansó.      


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-

15 de agosto de 2007

Carta a Larra

Disculparás, Mariano, que, al cabo de dos siglos (el redondeo en España se practica al alza), turbe tu bien ganado reposo con una carta de dudoso gusto, necrófila, ya ves, en esta tierra nuestra, que primero te hace la puñeta y después, si algún listo descubre tus cenizas, te saca hasta en la sopa y nos salen larritas debajo de las piedras hasta agotarse el filón. Pues por eso te escribo, aunque algunos me tilden de espiritista, pensando es preferible vérselas con los muertos que con algunos vivos de este patio de Monipodio o república literaria, llena de trapaceros, truhanes y sabandijas de varia lección. Soy un tipo legal, como ahora dicen, y no un hipócrita de la saga de aquel Zorrilla zorrón, que se apuntó a la foto de Esquivel, leyéndote versitos junto a la fosa, y luego, grave y carca redomado, se arrancó por peteneras endecasílabas, jurando por su madre que no, que él no era ése, que donde dije digo quise decir lo que sigue y termino: Broté como una hierba corrompida/ al borde de la tumba de un malvado/ y mi primer cantar fue a un suicida,/ agüero fue, por Dios, bien desdichado...Y no es eso, no es eso –la frase más lograda de Ortega y Gasset-, aunque tampoco vengo a traerte violetas, porque a mí ciertas flores me producen alergia y éstas no sé qué tienen: será que están gastadas por el uso o que, sencillamente, a estas alturas son una cursilada, por no pintar de rosa lo que, descolorido, se ha hecho pálido hasta el desdoro.
Así que hablemos claro, camarada: te escribo esta misiva sin respuesta posible (ningún interés tengo, vade retro, en sacarte del ataúd) porque cada mañana, cuando abro el correo y los periódicos, la bilis se me agria y el ácido clorhídrico del estómago amenaza con cavarme una úlcera, a base de disgustos. ¡Qué torrente de desatinos! ¡Qué bandada de tropelías! Entonces, pese a mi horror al tópico, acude a mi memoria una frase brillante de las tuyas, escribir en España es llorar, y las lágrimas ruedan por mis mejillas, vertiéndolas abundantes como los héroes de la Ilíada antes de pronunciar un discurso en hexámetros.
Mas no nos engañemos, pues mi llanto no brota de manantial sereno y ni siquiera es hijo de la ira, aunque algunos pudieran pensar lo contrario. Lloro por no reír, que es falta de respeto y de las grandes, cuando advierto qué poco ha cambiado la piel de este país y qué ralos progresos los de sus mentes más cualificadas, que hacen buenas las frases de un muchacho decimonónico y las repiten una vez y otra, esperando quizá que, con tanto sobarlas, ha de salir el genio, escaso en nuestros días, y zas, milagro habemus: el Consejo Regulador de la Marca Poesía Andaluza cierra sus puertas a cal y canto por quiebra técnica, el garito del Veintiequis hace lo propio por inanición, la fundación de turno se declara en bancarrota, cierta diputación que yo me sé dictamina regulación de empleo y se van a su casa los sátrapas, paniaguados, aduladores, correveidiles, alcahuetes, fulleros, trepas del verso libre ma non troppo y otra fauna menor que por esos pantanos medra.
Si esto sucediera, si los antólogos entomólogos se pincharan los cataplines con el huso de la Belle au bois dormant y los árbitros de la moda imitaran al noble Petronio, muchos zorrillas se lavarían la lengua y no insultaran nunca a su prójimo, a tontas y a locas, ya me entiendes, y dejarían acaso de repartirse el pastel, de negociar con los dineros públicos, de jugar con la inteligencia y el trabajo de los demás.
Sería hermoso, Mariano, y los jóvenes del futuro leerían tus artículos de crítica con talante muy diferente, mientras cada perrico se lame su cipotico, el lector, en su escaño, decide y el escritor escribe, que es lo suyo. En fin, hoy he tenido un sueño, como el hermano Martin Luther King, que era también de los nuestros. Mas tengamos, amén, la fiesta en paz.    


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-

13 de agosto de 2007

Una de pataleo

Hace no muchos días, en un vamos a llamarle simposio –pues tampoco la contingencia alcanzaba el rango de congreso-, tuvo lugar un caso que, mirémoslo desde donde se pueda mirar sin menoscabo de la inteligencia, pone el vello de punta al más templado.
Imaginen el foro, en correcto silencio. La gente, en ocasiones, aplaudía, y las más de las veces asentía en silencio, reservando su ceño más adusto para aquella ocasión en que el bostezo no fuera correctivo suficiente a éste, ésta o eso, que pasaba por la palestra. Cuando de pronto, oh pasmo, ocupó la tribuna una mujer que, con voz bien timbrada y evidente dominio de la escena, dio lectura al poema más sublime que, en bastantes años a la redonda, nadie hubiese leído o escuchado.
La ovación fue de gala, y ni Curro Romero recordara otra igual. Mas, como dijo Antonio Machado en boca de su entrañable maestro Juan de Mairena, salió la bruja del cuento y abucheó al aplauso, a quienes aplaudían, a la poeta, al poema y a la madre que lo parió: que ya es mérito poner en el mundo a memo tan colosal. Y no porque dijese que el poema era malo, juicio al fin subjetivo y respetable, sino por lo viciado y abyecto de su argumentación, sostenida en pilares como los de la muestra:
a) El poema era malo porque usaba de la retórica, poniendo en evidencia a aquellos que, carentes del dominio y aun el conocimiento de la misma, tenían que conformarse con escribir de forma más sencilla, pero eso sí: sincera, en carne viva y otros desgarradores conceptos.
b) El poema era malo porque, al contener alusiones a historias, mitos e ideas que no están al alcance de cualquiera, no podía entenderse.
c) Y otrosí por el léxico, la sintaxis, el nivel del lenguaje utilizado, ininteligible para el colérico detractor.
La conclusión se cae por su propio peso: como el castellano estándar no tiene más allá del mil voces y cuatro o cinco enunciados, quien se salga de ellos no sabe escribir. Lo democrático, entiéndase, no consiste en posibilitar a la mayoría el acceso a los bienes más altos de la cultura sino hacer que ésta baje a las cotas más deleznables de la ignorancia.
Obstinado en sus pobres verdades, perseveraba el simple, arremetiendo contra cualquier semoviente que osara defender a la escritora, recurriendo al insulto, la descalificación y otras técnicas del mismo jaez, fruto sin duda alguna de la experiencia, pues alguna el muchacho debía de tener.
No es nuevo bajo el sol este episodio. Los poemas gongorinos padecieron a lo largo de tres siglos el acoso de la estulticia. Un ilustre cretino, que escribió una Historia de los heterodoxos españoles para condenar la heterodoxia, despachaba la obra del cordobés afirmando que, aparte unos cuantos romances y otros tantos sonetos y coplas, no había quien lo entendiera y que estaba no más como una cabra. Hasta que el bueno de Dámaso Alonso demostró lo contrario y puso sobre el tapete las claves del lenguaje de Góngora, accesibles a todo el que supiera y quisiera entender.
La cultura, en España, como la economía, la política y las costumbres, avanza por la historia dando bandazos. Al Barroco siguió una época de estiaje en lo literario, que convirtió la poesía en un bodrio indigesto. A la generación del 27, cuarenta años de soledad, hasta que los Novísimos, empujados por aquella otra que se llamó del lenguaje, lograron devolverle el esplendor perdido.
Lo que vino después, ya lo sabemos. Lo que está por venir, nos asusta. Lo que estamos viviendo, mejor no meneallo, que huele.      


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-

Panorama de actualidad

De la reiteración al hastío media tan sólo un trecho, lo suficientemente profundo para albergar en él todos los pecios que dan fe del naufragio. Pues allí donde se levanta la decepción, muchas cosas se hunden y unas pocas se avienen a certificar lo que fue.
Digamos, por no hablar de vaguedades, que me estoy refiriendo a la información, un binomio que integran, por un lado, lo noticiable, los sucesos de cada día, y, por otro, los medios informativos, las empresas y los profesionales encargados de elaborar la noticia y ofrecerla a la sociedad.
La vida, en nuestra era, no puede concebirse sin noticias. Milenios lleva el hombre tratando de saber lo que ocurre en el mundo antes de que la historia lo archive en sus anales. Conocer lo que ocurre en el acto, eso es la actualidad, un concepto tan familiar y manoseado, que ya nadie recuerda lo que la humanidad ha pagado por tales primicias. El heraldo de Maratón corrió en escasas horas cuarenta kilómetros, llevando sobre sus hombros la noticia de una victoria crucial; cuando la puso en manos de sus destinatarios, murió. No fue el único, desde luego, y otros muchos corrieron la misma suerte, no sólo a cuenta de su celo informativo sino a causa de las insidias promovidas por quienes se sentían atacados por la verdad: los antiguos tiranos mataban al mensajero; los de hoy ametrallan a los cámaras, les disparan a bocajarro o les cierran sin más el periódico, que es una forma limpia de neutralizarlos, sin generar protestas excesivas.
Sin embargo, uno llega a dudar del sentido de estas y otras heroicidades, cuyos pobres resultados consisten en el más de lo mismo que abastece, hora tras hora, las mesas de redacción de los rotativos, las pantallas de los televisores y los miles de terminales, públicos y privados, que muestran el mundo a través de Internet.
Siempre el mismo menú: guerras, catástrofes, violaciones de los derechos humanos, hambre, pobreza, sufrimiento, adobados con salsa rosa, que es una necia fórmula para facilitar su digestión. Aburre, en cualquier caso, esa lluvia jupiterina de sucesos cantados, datos archisabidos y episodios más o menos previsibles, que inmunizan al receptor y acaban convirtiéndolo en un fastidiado testigo de la rutina cósmica, incapaz de asimilar críticamente los contenidos informativos y cada vez más reacio a adquirir compromisos con una realidad que percibe como espectáculo.
Vistos así los hechos, la actualidad más cruda es también la más cruda ficción; una mala película, en definitiva, con pésimos actores y sin ninguna gracia. A la hora del zaping, crece el número de los que optan por el bufón. Los habituales del género se me antojan impresentables. Pero hacen reír, y eso, quiérase o no, alivia lo suyo...     


© Del texto y la imagen:    
Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-