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25 de septiembre de 2007

La sucia transparencia

Algo huele a podrido. En la poesía española, de unos años acá, hay un olor endémico a chanchullo, a chapuza bajo sospecha, a ley del embudo. La gente, sin embargo, guarda silencio y mira hacia otro lado, temerosa de levantar la liebre, de ponerse en los labios el nombre poderoso, de encontrarse con una querella o sufrir un linchamiento en Internet. En España, la libertad de expresión es pura farsa: demasiados controles, cuando conviene a alguien, y muy escasas manos sosteniendo las riendas de la información.
La cultura no existe. Hace unos días, oí a una concejala hablar de industria cultural, objeto de un apoyo que el buen sentido democrático debiera destinar a los creadores. Pero los pactos por el libro, las campañas de fomento de la lectura, las leyes antipiratería y el afán de sacar tajada hasta de que mencionen al autor del invento, han llevado al terreno de la utopía el mismo encanallamiento, la misma competencia, la misma basura que circula por las empresas de este serrallo capitalista en cuya ciénaga se ahoga cualquier sueño.
La obra literaria, protegida desde el momento mismo de su creación, según pregonan los charlatanes de turno, se reduce a una simple cuestión de copyrigh: a poner en valor -dicen los técnicos- las palabras del escritor. A tanto el kilo de texto homologado, supongo, sin entrar en discursos de calidad ni otros aspectos al margen del mercado, verdadero regulador y estabilizador del producto. El mercado, el nuevo dios de un mundo globalizado que gira en torno al euro y el dólar, se ha convertido en el suero de goteo de una cultura enferma, amenazada por la malaria de los mass-media.
Televisión (da igual si pública o privada), radio (polarizada en dos grandes canales, aparentemente antagónicos), prensa escrita (en análoga situación) y, cómo no, las grandes editoriales, conducen a su antojo la opinión ciudadana e imponen en la práctica una auténtica dictadura idológica, a imagen y semejanza de la infraestructura económica de un país, cuya soberanía, mediatizada por el imperio de las multinacionales y servidora de su brazo armado (la OTAN), es pura ficción.
Los editores, denostados en la época de la transición (otro sandio concepto a revisar) como cualquier otro género de empresario, empezaron a sacar pecho a partir del 92. Ya imaginan ustedes el porqué. Encriptados en la superestructura estatal, han convertido los premios literarios en una fuente de financiación. Basta escribir en Google el nombre del ganador de cualquier premio y relacionarlo con el de la editorial encargada de la publicación para comprobar que este dato no es baladí y que, efectivamente, en un elevado porcentaje de casos, el editor impone a un escritor de su cuadra.
Y pensar que nos quejábamos cuando el premio de Villarriba del Monte se editaba en la imprenta de enfrente... Vamos de mal en peor, ya lo creo; y, si antes repartían el bacalao los alcaldes y sus amigos, ahora desenfundan con bula y venia las pistolas más hábiles del oeste, los caballeros de la buena mesa, doña Oscura Jonás, qué sé yo, entre el aplauso de los que guardan cola en espera de que les llegue el turno.
Gana siempre quien tiene que ganar. A veces, en silencio y en otras ocasiones con alardes que nada bueno presagian. Por ejemplo: imaginen un certamen que, en un derroche de transparencia informativa, publica un listado de finalistas y consigna, junto al título de los libros ganador y comparsas, sus correspondientes seudónimos y, ojo al dato, la procedencia. Sólo falta que publiquen el DNI del autor. Y a esto, una duda: ¿fisgan los matasellos, no siempre fiables, o abren las plicas? Porque, de ser así, fraude habemus.
Pero además las bases no se cumplen o se incumplen de forma descarada, al amparo de la que faculta al jurado a interpretar el resto como me mejor le plazca. De este modo, si la número equis prescribe que los ejemplares se remitan bajo lema, el juez de la horca interpretará que ese extremo se puede omitir, siempre y cuando la calidad del libro –señalado por la omisión- justifique el olvido. Otro caso frecuente consiste en que el jurado don Cagancho se salte a la garrocha la base y-griega, que limita la extensión de los trabajos a equisytantos versos. Luego resulta que el ganador es un libro de prosa poética, eso sí, apabullante, faltara más, y es preciso premiarlo a despecho de los cuatrocientos gilipollas que han tenido la precaución de contar, uno a uno, sus versos, no sea que don Legal se lo cargue en la preselección. Que yo sepa, la prosa no se puede pasar a verso, por libre que éste sea, como los litros a metros cúbicos, a no ser que el sistema métrico decimal haya previsto algo así.
Esto es grave, muy grave, pues implica un desprecio total a las normas, una burla sangrienta al concursante honrado y puede constituir un delito de prevaricación, subterfugios aparte. Pero es mucho más grave el silencio de los corderos o el balido bobalicón del consentido de turno, que aplaude la faena de aliño y, para colmo, le echa su granito de pimienta: Ocnos, de Luís Cernuda, y Espacios, de Juan Ramón, están escritos en prosa y contienen, en efecto, altísima poesía. Pero lo cierto es que ni uno ni otro concursaron con aquellos libros ni, en consecuencia, contravinieron normas ni bases ni jurados. Ya sabemos que, como dijo Machado, hay que librarse del verso cuando nos esclavice; pero, vamos a ver: ¿admitirían un poema narrativo en un concurso de novela corta? La poesía no se puede contar, pesar, medir; los géneros literarios poseen sus propios límites y normas. Y, por pura decencia, hay que atenerse a ellos.
Luego vienen las justificaciones, por regla general en un lenguaje absurdo que raya en lo esotérico. Que si el autor explora en el idioma las claves de lo innombrable, que si el poeta escribe una poesía atmosférica... Pura prestidigitación.
Menos mal que, con sus luces y sombras, nos queda Internet. Los listos aseguran que la literatura no pasa por lugares como éste y así será mientras no logren controlarlo. La poesía, ¿qué es eso?
La transparencia, Dios, la transparencia...    

© Del texto y la imagen:     
Domingo F. Faílde. Extramuros, septiembre, 2007.-