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16 de abril de 2009

EL SÍNDROME MARSÉ



¿Te acuerdas de Marsé, de Joan, de Juan Marsé, el de Últimas tardes con Teresa? Aquella novela llegó a convertirse en uno de los iconos de nuestra generación, que vio -vimos- en ella una crítica acerba de los vicios, corruptelas e hipocresía de las clases que optaron por acomodarse al sistema y vivir confortablemente bajo el paraguas franquista. Era además una historia cercana a quienes, día a día, nos tragábamos el acíbar de la frustración y ahogábamos el deseo en una brutal represión.
¿Quién recuerda esos años, ese sordo dolor de la renuncia, ese sabor a sangre que dejaba en la boca la injusticia, esa desolación ante la impotencia? Cualquier libro o artículo, en que asomase la contravención el filo de una uña, abanderaba nuestra rebeldía y entrábamos a saco en sus páginas, ávidos de exprimir cada palabra, buscando, más allá del significado, la perdida razón de nuestra existencia y el rumbo de este triste, miserable país.
Los autores, no obstante, parecía tener otras miras y entonces, como ahora, se dejaban querer, apostando por la supervivencia, como hoy por la cuenta de resultados. Y es que, como dice el refrán, se nace incendiario y se muere bombero.
Marsé, nuestro Marsé, era un mito y es malo ser carnaza de leyenda cuando hay que comer todos los días, echar unos polvos de vez en cuando, nadar y guardar la ropa. No tengo a mano declaraciones suyas de una época en que los escritores sólo pontificaban en las páginas de Triunfo o Cuadernos para el diálogo, catecismos ideológicos de los jóvenes progresistas, tolerados a medias por el régimen. Por entonces, se le consideraba un novelista comprometido, a lo que, desde luego, contribuían sus orígenes proletarios y la batuta todopoderosa de don Carlos Barral.
Hoy, cuando lo más progresista de nuestra sociedad es el botellón de los sábados y la revista de los culturetas un catálogo mejorado, de título Mercurio, buque insignia de la denominada industria cultural, el autor de Si te dicen que caí, bendecido por el premio Cervantes (en España, estos premios suelen ser recompensa, mejor que galardón), pone en pared los dos pies y, cuando José Martí Gómez le refiere, a modo de pregunta, la visita de una muchacha a quien sus profesores enseñaron que Últimas tardes con Teresa constituye un ajuste de cuentas con la burguesía, responde tan campante: Sí. Me he encontrado con muchos casos como ese y sería la parte más divertida: la de hablar con gentes que te explican, muy convencidas, unas facetas de tu narrativa que yo desconozco por completo. "Esto usted lo escribió porque...", te dicen. "Pues mire: quizá sea cierto pero hasta el momento en que usted me lo ha dicho yo no había caído", les responde. Sobre mis personajes hay críticos y estudiosos de mi obra que han escrito cosas que han sorprendido al propio autor, que soy yo. Como insistiera el entrevistador en que de ajuste de cuentas con la burguesía nada de nada..., puntualiza Marsé: Y es cierto. La burguesía es materia para los sociólogos o los economistas. No para un novelista.Y cuando me cansé le dije: "Mire usted: la razón por la que escribí Últimas tardes con Teresa fue porque siempre soñé con irme a la cama con una chica rubia y con los ojos verdes y los muslos que tú tienes y como no pude conseguirlo me inventé a Teresa y..." No pude continuar dándole mi versión porque la chica cogió sus papeles y se marchó a toda prisa.
Vaya por Dios y la memoria histórica de algunos: ahora resulta que a nuestro autor se la traían al pairo las cargas de los grises, el Tribunal de Orden Público y la censura cinematográfica -por no extenderme en la enumeración de las muchas aberraciones franquistas- y que el hombre tan sólo quería follar. Lo demás son inventos de manipuladores, los del contubernio de Munich, los intelectuales a sueldo de Moscú, especialistas en sacar patilla, allí donde no hay pelo: Posiblemente eso me lleva a la búsqueda de belleza, a encontrar en la literatura un mundo de experiencias que no he tenido pero he soñado. Quizás sea el afán de sumergirme en un mundo de fantasía en el que la vida podría ser de otra manera lo que me ha llevado a escribir: la novela como réplica a la vida, a la realidad.
Tal vez diga verdad y, para colmo, le asista la razón. Vistos los resultados, uno empieza a pensar que, a despecho de burlas y chistes idiotas, todo estaba bien atado por el dictador, a quien tan sólo el miedo le habría impedido ver que, tras las algaradas, los panfletos, las pintadas con brocha gorda y las consignas románticas, tan sólo se escondía la ambición de unos pocos -tan voraces como sus oponentes- y la urgencia de echar unos polvos. Pocos años después de su ascensión a los cielos, cuando Adolfo Suárez se empeñaba en cambiarlo todo para que todo siguiera igual, Jarcha, un grupo progresista, que legó a la movida de los ochenta las peinetas de Martirio, pregonaba sin pudor de ninguna índole eran los españoles gente que sólo desea/ su pan, su hembra y la fiesta en paz. Aquella canción se titulaba Libertad sin ira.
En esto, que he llamado el síndrome Marsé, queda enterrada una época y, parafraseando a Herbert Marcuse, el final de la utopía.      


© Domingo F. Faílde    
Extramuros, abril, 2009.-