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15 de abril de 2010

LIBERTAD VIGILADA. UN CAMINO HACIA LA OPRESIÓN


Del estado policial a la dictadura media tan sólo una delgada línea y no roja, como el título de una famosa película, sino negra, como la oscuridad, la terrible tristeza del cautiverio, la rotunda desolación de sentirse a merced del que manda, como un mono en el zoo. Pues no existe opresión más despiadada que estar siempre en el punto de mira, vigilado, observado, registrado en cada uno de nuestros movimientos, de nuestras emociones, de esos pequeños gestos que delatan sentimientos e ideas. En posesión del otro, nada nos pertenece. Los actores del “Gran Hermano” reconocen sufrir una rara transformación: acaso no lo saben, pero van, poco a poco, degradando su personalidad hasta convertirse en objetos vivientes, en quienes todo el mundo proyecta sus deseos, frustraciones o inquinas, criticándolos o alabándolos sin más razón, a veces, que la más aberrante, enfermiza subjetividad.    
Los autores del engendro, al convertir la vida en espectáculo, como aquel show de Truman que conmoviera a medio planeta, han transformado la intimidad del hombre en una jornada de puertas abiertas, con horario de drugstore y un despliegue de cámaras que, indefectiblemente, confluyen, como un río secreto y despiadado, en la pantalla del segurata o en la red controlada por alguna comisaría. Por su parte, las víctimas, en lugar de sentirse perseguidas, se creen protagonistas de la película de sus sueños y buscan ellas mismas el implacable ojo, dispuestas a inmolarle hasta el alma.    
Uno comprende, sin embargo, el riesgo que comporta la libertad. Quienes, en la otra orilla, se empecinan en conculcarla, siempre hallarán pretexto y ocasiones. Al igual que en el viejo Chicago, acribillado por los mafiosos, la gente pedirá protección y surgirá un mercado de la seguridad que, abastecido por intereses privados o móviles políticos, terminará abocando al ciudadano a un siniestro dilema: tranquilidad a cambio de ceder sus derechos a terceros, ya se trate de empresas, ya sea el propio Estado quien asuma el control de la población.    
Nos van acostumbrando lentamente. Uno pasea por el centro urbano y, al pasar por delante de un establecimiento, ve su imagen en el televisor, se siente actor y piensa lo feliz que sería, mientras cientos de cámaras le graban el paseo. Nos van acostumbrando a un continuo cacheo en aeropuertos, estaciones de ferrocarril, sucursales bancarias y dependencias públicas. Nos parece normal: hay tanto cabrón suelto; y entendemos que, cada dos por tres, nos irradien en un escáner o que, a bordo de un tren de cuarta clase, siempre haya un helicóptero, como un moscardón, revoloteando a tu alrededor. Y crees que es necesario, lo es. Y te sientes seguro y acaso lo estás. Y te callas y otorgas y hasta aplaudes, convencido de la bondad de tamaño despliegue y la importancia de tu sacrificio.    
Las costumbres, no obstante, hacen leyes, como reza un antiguo refrán. Y más de uno tememos que, pasado el peligro, si es que pasa, sigamos vigilados, observados, cacheados. En suma, controlados. Y que ahora, a hurtadillas, entre unos y otros, nos estén desmontando la libertad.    
   
© Del texto y la imagen:
    Domingo F. Faílde, 2010

10 de abril de 2010

LA ALIENACIÓN DE LA LITERATURA


Si, alguna vez, en el escaso tiempo que me resta de vida -mayor en todo caso que mis ganas de hacerlo-, pudiera publicar mis pobres prosas, dispersas en periódicos, revistas y este refugio de pecadores que es, por ahora, Internet, se sabría que, al margen de poéticas, confesas o no tanto, siempre albergué la sospecha –certeza, diré hoy- de ser enfermedad y no otra cosa lo que llamamos, pomposamente, poesía.    
Los eruditos a la violeta, tan pedantes y pedorreros en el presente como en el XVIII, apostillarían con engolada displicencia que sí, que ya lo dijo alguien, con citas en cursiva, y que, con la mayor naturalidad, eso se denomina estado alterado de la conciencia, manda cojones, cuando todos sabemos que es más simple. Un virus, sí; la poesía es un virus y el poeta por él infectado un enfermo incurable. Porque este mal que nos inocularon no tiene cura ni responde a cuidados paliativos ni otra esperanza hay de sacudírselo que aquella dolorosa cuan lúcida eutanasia, que se aplicara Larra.    
Hablo en serio. Y mira que aquel hombre andaba bien untado de ese bálsamo que es el éxito… Pero la poesía, arriero inflexible y brutal, nos coloca una jáquima en los ojos y, a golpes en los ijares de la maldita sensibilidad, nos conduce a su antojo, azuzándonos con la fusta que más de uno tiene por lucidez.    
Así pienso que sea, pues no hallo otra razón para perseverar en rigores tan lancinantes sino aquella flaqueza con que el mal nos corroe, tornándonos adictos a la literatura, sus pompas, sus obras, su vanidad, su zozobra, su malandanza, su falsía, su inutilidad…    
Pero acaso suceda seamos un vestigio los poetas de otra vida más pura, si alguna vez lo fuera, cuando el hombre podía permitirse arrancarle el sustento a la naturaleza, percibiendo su pálpito en la tierra, en la lenta germinación de los frutos, en el devenir de las estaciones; y, tras el laboreo cotidiano, sentarse a contemplar las estrellas, poner en orden sus conocimientos, ajustar su conciencia a la armonía del cosmos y disponer su espíritu a la revelación del misterio.     
Y también ocurrió que, con la división del trabajo y el advenimiento de una casta de explotadores, toda aquella función del hombre ocioso devino productiva y, por tanto, alienada, de modo que aquel ente colectivo –el creador- se transformó en productor y su obra, con ello, en mercadería, sujeta a las mareas del comercio y manipulada, como cualquier objeto mecánico, con aparejos y tecnologías.    
¿Qué nos puede extrañar cuanto vemos y padecemos en la hora presente? La poesía, como un bien de consumo cualquiera, ha sido arrebatada al antiguo poeta artesano y puesta en valor por empresas y holdings, que la diseñan, envasan y distribuyen con criterios de márquetin.    
Malos tiempos, se dice, para el poeta. Es la hora de los gestores que, atrincherados en sus despachos, preparan el terreno y lo ponen a punto de caramelo para recibir esa lluvia jupiterina que sólo beneficia a las grandes editoriales, los cada vez más fuertes distribuidores, los reducidos trusts de escritores paniaguados, los lameculos de siempre, que aspiran a ocupar alguna vacante, los patronos interesados en obtener ventajas fiscales… ¡menuda cofradía!  Dentro de  un par de  lustros  –si la crisis no acaba sepultándonos-, el poeta será una especie de técnico homologado y no podrá ejercer su profesión sin la licencia correspondiente.    
Una ignominia, claro. Y lo peor del caso proviene del control ejercido por el sistema en materia de contenidos. La literatura, en general, y la poesía en particular , expresión de la superestructura ideológica de la sociedad, devienen tanto más peligrosas cuanto más se ensancha su base social. En un mundo donde la tan cacareada globalización es un hecho nefasto, el poder necesita una poesía absolutamente desactivada, plana, trivial, enclenque.    
Se la ha identificado muchas veces con la denominada poesía de la experiencia. Otras, con las letras que se difunden a través de la música pop. Sin embargo, por más que un aluvión de poetas oportunistas haya abusado de los principios estéticos de aquella tendencia, degradándolos hasta el ridículo, urge restituirle el mérito indudable de sus epónimos y el salto cualitativo que, en su momento, supuso. En cuanto al rock & roll, habrá que distinguir entre las letras innovadoras de los años 60-70 y las que, totalmente idiotas, hacen furor en la actualidad.    
Ya se le ven los pelos al fantasma. Así, sin ir más lejos, observamos una alarmante transformación en los principios éticos que, en los albores de nuestra democracia a la española, sustentaron la creación de un buen número de certámenes literarios. Se trataba de fomentar la creatividad, al amparo de unos valores cívicos determinados, progresistas por lo común. Se premiaba, por tanto, al creador, al poeta, y así fue hasta que el utilitarismo de unos y el catetismo de la mayoría propiciaron el aterrizaje de las grandes editoriales en un buen número de concursos –y sigue creciendo-, que han acabado imponiendo sus intereses, premiando a sus delfines y convirtiendo el premio correspondiente en un mecanismo de financiación. El poeta –el ingenuo poeta que va por libre- no tiene nada que hacer, aunque escriba la Eneida.    
Otro signo de la ola de globalizaciones que nos invade puede verse en el culto a lo extranjero que parece imperar en buena parte de los editores. De unos años acá, mientras los españoles nos comemos con sal y pimienta nuestros originales, los escritores latinoamericanos hacen su agosto en la madre patria, empeñada en sacudirse la leyenda negra y un ancestral complejo de xenofobia.   
También los europeos medran por esta tierra de nadie, donde el clima y la religiosidad hacen milagros, tal el don de lenguas. Pero, aunque se me aparezca la Virgen, no logro comprender cómo un flamenco –de los de Flandes, claro- puede ganar un premio de poesía en castellano, sin que ningún colega le haya echado una mano -la duda ofende, faltara más- en forma de traducción.     
Y para qué seguir. Con lo expuesto ya se ve a dónde vamos y qué podemos esperar del futuro. A Huxley y Orwell no les sobraba la fantasía. A mí tampoco.     
El sistema nos va acorralando. Desde las cumbres borrascosas del Instituto Cervantes hasta el casinillo periférico de la Generación del 27, la tribu va tomando posiciones. Con la fuerza de las instituciones, nuestro dinero público y las consignas de los políticos, no necesitan ametralladoras para barrernos. Pronto, muy pronto, no tendremos un sitio, una tribuna, un miserable premio. Cuando la idea de industria cultural prevalezca sobre la de cultura, habrá culminado el proceso de empresarización a que nos han conducido la brutalidad del Mercado Común, la avaricia corrupta de nuestros gobernantes y el oportunismo de los hombres y mujeres de letras. Es el Apocalipsis.    
Ni siquiera nos dejarán la poesía, desengañémonos. La poesía no es, no puede serlo, la escritura onanista de quien, preso y amordazado, pide socorro y, a bordo de una botella, arroja al mar su desesperación, su tristeza, su voz amordazada. A gritos o en silencio, la poesía es un acto de afirmación y debe sonar nítida, entre los hombres, ofreciendo un camino, una puerta, una luz.    
En tiempo de cataclismos, éste -la alienación de la literatura- es, sin lugar a dudas, uno de los peores.    
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© Del texto y la imagen:    
Domingo F. Faílde, 2010.-

9 de abril de 2010

BUFAR Y NO HACER NADA*. EL SALUDABLE HÁBITO DE HABLAR Y VOLVER GRUPAS


Los españoles bufan. Desde que tengo uso de razón y perdida la doncellez, los he oído bufar por casi todo y, necesariamente, debo reconocer que en ningún caso les faltaba motivo a los bufones, a quienes llamo así no por resolución de vilipendiarlos, sino porque en los tiempos que corrían cualquier queja, mínima o de mayor cuantía, estaba abocada casi al ridículo. ¡Protesto!, decía alguien, y al instante un agente de la gristapo le estaba acariciando las mejillas hasta sacarles todo su rubor, pese a que el protestante se quedaba, por regla general, casi exangüe. Si no fuera por lo que era, maldita sea, diría incluso que el numero no estaba exento de gracia. Los apuros del valeroso protagonista, temblando como un flan, con la cara pintada de bermellón y el guardia conminándole a tragarse los gimoteos, traía a más de uno recuerdos de Charlot, aunque la situación no fuese comparable.    
Protestaban por todo, desde luego. Porque el sueldo se desangraba en la primera quincena del mes. Porque los trenes llegaban siempre tarde. Porque subían los precios como por ensalmo. Porque la cola del cine llegaba a Sebastopol. Y porque, qué narices, aquí no había ni pizca de libertad ni vergüenza ni nada de esas cosas que, según los aguafiestas, había en el extranjero, qué creerá esa gentuza y qué quieren ahora los estudiantes, con lo bien que se vive en España, con la paz, la tranquilidad, el orden público, las copas del Real Madrid y los Seat 600.    
Protestaban por todo y, si nada pasaba, todo quedaba en eso, en bufar; bufar como los gatos para alejar al competidor y volver, al instante, la grupa, por si acaso, no sea que me quiten la pensión, me denieguen la beca salario o me manden al Sahara para sacarle brillo al fusil de Mustafá Tangerino, que eran dieciocho meses y un día, más una buena tunda si continuaban las lamentaciones, con lo cual no faltara quien se echaba la manta a la cabeza y ahí me las den todas, mi sargento.    
Hoy, veinticinco o treinta años después, pocas cosas parecen haber cambiado en el ánimo resuelto de nuestros bufadores. Seguimos siendo un país de soplones de gaita gallega, como el endecasílabo, que se nos va la fuerza por la boca y, a imagen y semejanza del soldado fanfarrón de don Miguel de Cervantes Saavedra, nos vamos tan tranquilos y aquí no pasó nada.    
Bufamos, eso sí, casi por todo, y hoy como ayer no nos faltan razones: nos toman el pelo en un aeropuerto, nos redondean los euros de la compra hasta ponerlos cuadrados, nos cobran lo que quieren en el bar de la esquina, el médico nos cita a los dos años de dolernos el píloro, los contratos basura se hacen fijos, hoy me llega una carta felicitándome por la primera comunión; y, en fin, un memorial de agravios digno de la Edad Media, que podría llenar miles de folios, como un sumario judicial, pues no en vano tenemos hambre y sed de justicia, santa palabra.    
Pero entonces, qué pasa; que el chiflado de La cueva del lobo va y dice: no se quejen, carajo –como en las novelas del boom-, y vamos todos, prietas las filas, recias, marciales, a pedirle al gachó de la ventanilla una hoja de quejas/reclamaciones, oh cruel desengaño, y los bufones que antes resoplaban se arrugan como un traje de Adolfo Domínguez y, con una sonrisa condescendiente, emprenden la estampida, sí, señor, con los cuernos hacia abajo y echando humo.    
La República de las Letras, que ni es lo uno ni lo de más allá, no se salva de lacra tan arraigada. Los periódicos, Internet, las tertulias, ponen sobre la mesa continuamente un estado de cosas que clama al cielo. La corrupción de tantos y tantos premios, el despropósito de las convocatorias, el amiguismo imperante en la política cultural y otros males que han sido denunciados hasta el hastío, no son al parecer suficiente para plantarle cara al asunto y poner el cotarro patas arriba.    
Seguimos bufando y escondemos la mano sin arrojar la piedra, no sea vaya a verme el editor fulano, el gerente de la fundación, el crítico del periódico o la Karmele Mechante. La sumisión se sigue cotizando, y más vale un mal chusco que nada, asegura la mayoría.    
A uno, en tales tribulaciones, ganas le dan de irse a ninguna parte. No ver. No oír. No hablar. No hacer nada. Seguimos prefiriendo la injusticia al desorden. ¿O no?  
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© De la imagen y el texto: 
Domingo F. Faílde, 2010   
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* Este artículo, que tampoco ha perdido actualidad, fue publicado en Papel Literaro, el año 2005.

2 de abril de 2010

LA LITERATURA QUE VIENE*, QUE YA ESTÁ AQUÍ...


Nos quejamos por vicio, mire usted. Tantos y tantos años persiguiendo a los clónicos, ultrajándolos, vilipendiándolos, condenando sus viernes a la hoguera, y ahora resulta que no eran tan malos, que tenían gracia y que, puestos a repartir corruptelas y ninguneos, nunca sabremos a ciencia cierta dónde está el enemigo. Porque, sencillamente, el peor enemigo suele ser con frecuencia el amigo mejor, el iluso que viene con sus cuatro verdades, pensando el pobre idiota que, poniéndonos en bandeja una copa de lucidez, nos hace un gran favor y espera , como Bécquer, que le demos las gracias.    
Es así la existencia, mezquina. Ya lo dijo Quevedo y lo corroboraron, quizá con más conocimiento de causa, Larra, Cernuda, García Lorca y el mismísimo Gil de Biedma, que mostraba su asombro –oh, inefable descubrimiento- al advertir que la vida iba en serio. Sus epígonos, seguidores, imitadores, plagiarios y otros poetas galardonados, pasarán a la historia de los hijos de Orfeo por no alcanzados méritos: ser magníficos escritores, cuya obra alumbró todo un siglo.    
No es demencia senil. Dije bien. Y si, como leyera en las Coplas de Jorge Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor, poca duda me cabe de la opinión que en años venideros merecerá el presente a ese lector del futuro cuya indigencia estética y lingüística amenaza no sólo a la literatura sino también al propio pensamiento.    
Nos quejamos algunos de la vulgaridad, denostando el registro plano, la falta de ingenio, el vacío cerval que caracterizan la producción de las corrientes en boga, y lo hacemos a veces excediéndonos, añorando sin duda esplendores pasados –aquel don Luis de Góngora, Juan Ramón, esa generación del veintisiete-, como si no supiéramos que el tiempo no regresa jamás.    
Todo puede, en efecto, ser peor, cuando suene la hora para los jovencitos, casi niños, que empiezan a templar el acero, ante la complaciente voracidad de los antólogos y la interesada condescendencia de un mercado que exige novedades a cualquier precio. Llegarán, llegarán, con su magín repleto de hamburguesas y cocacola, de compactos piratas y librillos de El barco de los humos. Llegarán, ya lo creo, con una educación sentimental trabajada a retazos de Bola de dragón, Operación Triunfo y otros engendros televisivos; de comecocos, tamagochis y videojuegos caros; de ripios machacones y novelitas de treinta páginas, doctores en adaptaciones curriculares y master por la Ley de Calidad. Y si la lengua de Dámaso Alonso, Jorge Guillén, José Hierro, Antonio Colinas y Antonio Enrique, les suena a castellano del poema del Cid, adorarán el fresco lenguaje de sus ídolos, esos fantoches rosas que hacen el amor mañana, tarde y noche, por delante y por detrás; los dinios, los pocholos, las yolas, los escritores mediáticos y los politiquillos metidos a lo mismo.    
Puede ser terrorífico, si el lector potencial, para colmo, demanda truculencia gratuita, héroes esquizofrénicos armados con katana, paisajes barriobajeros, esoterismo de taberna, ligues descerebrados y otras muchas virtudes que ya apuntan los genios de pasado mañana, mientras se nos desfonda toda una tradición –me refiero a la historia de la literatura- y se hunde un lenguaje.    
Nos quedaremos sin metonimias, sin metáforas, sin sinestesias ni prosopopeyas –el nombre solamente es antipedagógico-, sin contrapuntos, sin monólogos interiores, sin sintaxis ni ortografía. Nos quedaremos mudos de espanto. Y acaso sin poesía.  
 
© Domingo F. Faílde.-  
 
* Este artículo fue publicado en Papel Literario, suplemento que encartaba el Diario Málaga-Costa de Sol, en septiembre de 2003. Y, como puede verse, no ha perdido vigencia.