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25 de julio de 2009

¡EL SIGUIENTE! - PERSONA Y SOCIEDAD DE CONSUMO. UNA REFLEXIÓN



Hay voces que se clavan en el alma. Unas, hablan de amor, amistad o ternura; otras, por el contrario, son un libro de historia y llevan como a fuego una larga costumbre de rencor, de desprecio, de toda la negrura que pesa sobre el hombre y le impulsa a la destrucción.
Hay voces, en efecto, que te arrancan la piel y te dejan desnudo, indefenso ante miles de garras que amenazan con destrozarte y arrojar por la borda de un buque fantasma la máscara dulcísima que nos hace pasar por personas, criaturas singulares, seres irrepetibles, sin cuyo aliento el mundo se rompiera.
Son las voces de mando, los insultos, las amenazas, y las hay estridentes, desapacibles, ásperas, destempladas o tan sólo desagradables. Pero están ésas otras, tan frecuentes y familiares, que casi no se advierten, tal vez porque pasaron a la alacena oscura de la memoria y encontraron allí más fantasmas, más sombras inclementes con las que aparearse.
Es el caso de un clásico de antaño, todo un superviviente de las peores épocas, cuando la dignidad era una fila hambrienta y la vileza un grito, un informe alarido que ordenaba: ¡El siguiente!, y así, uno por uno, silenciosos, anónimos, sin rostro, desposeídos de su ayer y privados de un mañana imposible, desfilaban los parias de la tierra, sin que la opacidad de sus ojos perdidos delatase la meta de tanta amargura, ya el seno hospitalario de la fosa común, el oprobio nutricio de la sopa boba o un trozo de jabón contra la sarna, es igual: siempre la misma hilera o un corrillo expectante y la voz del sicario, mensajera del fin del mundo.
¡El siguiente!, es decir, uno más, sin importar quien sea. Uno más, entre muchos que no valen nada. Puede ocurrir que alguno haya muerto mañana. Es igual: a la voz de ¡El siguiente!, alguien responderá con su presencia incógnita, su paso apresurado, su inadvertida insignificancia. Eran así las colas de racionamiento y las consultas del Seguro de Enfermedad.
Hoy, cuando aquella voz dormitaba en el sumidero de las pesadillas, se despierta ante el mostrador de mi panadero, con el timbre chillón y profesional de una aprendiza descarada e imperturbable, que ni siquiera obtuvo el Graduado Escolar. Te mira la muchacha, responde con zalemas, con halagos te coge los dos euros y los sepulta en la sofisticada registradora. Adiós, hasta mañana, tenga usted buenos días, le dices. Pero ella te ha borrado de la pantalla: ¡El siguiente!, conmina, con sus ojos helados. Y tú te vas pensando en que no somos nadie, salvo aquel par de euros que quedaron en caja, y se te pone cara de vaca lechera, de una vaca lechera exorbitante a la que ordeñan sin descansar.
En eso has acabado, me digo. Pero soy, simplemente, uno más en la fila de los consumidores. Antes se nos llamaba clientes y, en apariencia al menos, éramos respetados. Ahora, ya lo ven, tropilla de infelices a quienes se soporta tan sólo por el gasto.  


.© Domingo F. Faílde  
Extramuros, 25 de julio de 2009.-

11 de mayo de 2009

DÍAS DE FERIA Y ROSAS. ALGUNAS CONSIDERACIONES DESDE LA DISIDENCIA


¿... Y os dije que, en Jerez, ha estallado la feria? Ah, ciudad portentosa, que, antes de que Jesús abandone el chupete, anda por esas calles flagelándolo, escarneciéndolo, ciñéndole las sienes con espinas y exhibiendo su torturada desnudez, pendiente de los clavos, en la cruz. No sin haber pasado, desde luego, por la farsa del carnaval y la fanfarria desafinada del día de la patria andaluza, merecido homenaje a los sayones y a quienes, a paso de costalero, acabarán repartiéndose nuestros vestidos: Padre, perdónalos, porque saben perfectamente lo que se hacen.
Pero esta ciudad de sacristanes, devota de Frascuelo y de María -los poetas como Machado rara vez se equivocan-, hace honor a su industria, de festín en festín. Ahora llegó la hora de la feria, la hora de la sangre de los toros -la del humo de los altares es un virus latente, hasta la próxima procesión-, hora de farolillos y faralaes, de tinglados carísimos a precios populares -quise decir afines al PP-, de baile por sevillanas, de calles del infierno -como si las de siempre no fueran ya infernales con todas las de la ley-, hora de aparentar, de lucir más rumbosos que el vecino... En fin, la apoteosis del Barroco, el gran teatro del mundo. Luego, cuando los decorados, la casposa escenografía de la diversión por decreto, sean tan sólo un sucio montón de desperdicios, volverán las banderas victoriosas, al paso de la oca que le marquen las hipotecas, el paro, la nueva miseria y la nueva gripe -todo es nuevo, cuando se trata de refundar el capitalismo-, la amenaza del despido porque sí, porque lo manda el menda, la corrupción, la droga, los grafitis, la mugre, la ignorancia y el patio de Monipodio.
No hay dinero, quién lo diría al ver tanto derroche, tantas ganas de jolgorio, tanto tirar de cartera. Pero lo cierto es que no lo hay, que el dueño de un restaurante de campanillas, de esos de reservar mantel y mesa con dos meses de antelación, se quejaba de no haber servido más allá de un menú a mediodía; que, en cosa de tres meses, he visto echar el cierre a montón de establecimientos; que el veinticinco por ciento de la población mal llamada activa no tiene un cochino trabajo que llevarse a la boca; que el edificio del bienestar, tan denostado por los que ahora pretenden que el tesoro público les reflote sus bancos, comienza a tambalearse, como sacudido por un sunami; y que el agua nos llega al cuello.
No entiendo nada, amigos, y por eso os remito esta carta marrueca, en demanda de alguna explicación. Debo ser extranjero. En mi país -la isla de Utopía- , ya habríamos fusilado al gobierno y la oposición, a los patronos de la patronal y a algún sindicalista que no lo tiene claro. Menos mal que en mi patria no tenemos perrito que nos ladre ni Dios ni amo ni CNT. Ni fusiles, faltara más. Ni crisis, por supuesto. Ni procesiones de Semana Santa. Ni corridas de toros. Ni liga de campeones. Ni grandes superficies. Ni gestores culturales. Ni cáncer.
Pero la vida es un sueño y los sueños, sueños son.  


© Domingo F. Faílde  
Extramuros, a 11 de mayo de 2009.-

1 de mayo de 2009

SUEÑOS, ENSUEÑOS Y MEDITACIONES PARA CONMEMORAR EL 1 DE MAYO



Ah, los políticos...! Bien se ganan el pan de cada día y esos pluses que, el de mañana, consolidarán el desclasamiento de los tiralevitas de izquierdas y acrecentarán la fortuna de los buitres de la derecha, tras habernos vendido los primeros y succionado, los otros, hasta el último hematíe. Y Dios, que es del PP -ahora, con la vejez, ha democratizado sus impulsos-, colabora con ellos de buen grado y, por no dejar de embustero al evangelista, suelta a la caballería: pandemias, terremotos, guerras, plagas, hambrunas... Es su oficio. Entre todos, nos joden. Ya lo dije en un poema: no toleran los dioses la felicidad de los hombres. La historia se repite. El apocalipsis, también.
El caso es que hoy, en México, nadie saldrá a las calles para exigir trabajo y justicia. En España, algo menos desdichados, quienes no se escondieron bajo la cama serán empujados hacia las playas, subirá la gasolina y seguirán creyendo que el sistema funciona. Todo va bien, faltara más: lo peor de la crisis ha pasado -pontifican Obama y Zapatero-, pero los datos macroeconómicos -los demás, los que pueden palparse a pie de calle, son mucho más elocuentes- ahondan en el abismo de la recesión. ¿Qué se estará cociendo en el G20? ¿Hasta qué siglo o era nos llevarán, marcha atrás?
El panorama, a despecho de la Bestia televisiva, empeñada en vestir de rosa a la hecatombe, se me antoja dantesco, sí, más dantesco que un Dante para quien el Infierno, más que cámara gótica o mazmorra guantanamera, es el símbolo del dolor espiritual, ese dolor vacío que quema las entrañas e hiela el corazón, mientras el propio llanto se convierte en puñal. Es el apocalipsis, vaticinan los timoratos, que no leyeron nunca dos páginas de historia. Esto es la consecuencia del divorcio entre el hombre y el medio natural, aseguran los defensores del dogma de la infalibilidad de la ciencia.
Y, si he de ser sincero, voto al apocalipsis. Prefiero que se caigan las estrellas a tener que seguir aplaudiendo tanta mediocridad. Que se desborde el mar, pero que en él naufraguen esos desalmados, para quienes se hicieron triunfos, riquezas y galardones. Y cuando llegue el día D, hora H, en los llanos de Armagedón, pues mira, que Dios reparta suerte y que gane el mejor. Acaso nos llevemos una sorpresa.
La vida nunca fue buena ni noble ni sagrada. Ya lo escribió García Lorca. Y yo, modestamente, contra viento, marea y sordina, no he cesado de proclamarlo. Ahora, en el último tramo de la edad, lo único que lamento es mi cobardía, no haber sido capaz de saltar en marcha y escribir con mi muerte, si hubiera sido preciso, el testimonio de mi coherencia. Como el Ché, como Gandhi, como Jesús.
Pero soy, simplemente, un poeta y, parafraseando a alguien, cuyo nombre no puedo oír -ni pronunciar- sin escalofrío, tengo tan sólo sueños.      


© Domingo F. Faílde  
Extramuros, a 1 de mayo de 2009.-






La carga

En blanco y negro el cielo de esos años,
Einsestein, con su cámara,
rodase en cualquier sitio la barbarie:
una calle, una plaza, una esquina cualquiera;
sobre todo, los templos del saber
y el aroma a jazmines
que desprende, desnuda, la libertad.

De todas partes acudían rebeldes,
por todas partes se sentían consignas,
en todas partes, como una nebulosa,
la espiral de la voz que quiere ser oída,
la espiral de la mano que otra mano requiere,
la espiral del latido
que busca un corazón en que anidarse;
y allí el mapa vertía sus rosales
y era joven de pronto la mañana,
allí, en la escalinata torturada de Odessa,
una calle, una plaza,
una esquina cualquiera de la ciudad.

De todas partes emergían serpientes,
por todas partes se esparcía el veneno,
en todas partes, como un rayo oscuro,
el vergajo, la muerte,
cercenando la luz: era la policía,
allí, en la escalinata torturada de Odessa,
una mañana gris del mes de octubre
o una tarde de enero; fue tu vida,
los años que perdimos o se fueron a bordo
del viejo acorazado Potemkin.     


(De La sombra del celindo. Jerez, EH, 2006)

27 de abril de 2009

PANDEMIA


Pues no, no me lo creo. Ya sé que las pandemias, antiguas como el hombre y oportunistas como sus dirigentes, aparecen de vez en cuando y, a imagen y semejanza de las crisis capitalistas, son cíclicas. Recordemos, a bote pronto, las pestes del siglo XIV, el cólera decimonónico o la célebre gripe asiática de a mediados de la centuria anterior: son, por así decirlo, las estrellas de una función que, gracias a vacunas como las de la viruela o la poliomielitis y a los fármacos antibióticos, dimos por acabada, mientras el bacilo de la tuberculosis y el treponema pálido de la sífilis hacían mutis entre bastidores, temiendo los tomatazos del público.
Pecamos de soberbia y aparcamos los buenos oficios de San Caralampio bendito para apostarlo todo a una ciencia imparable, que hizo lo que podía en materia de terapias y profilaxis, pero acabó estrellándose, como todos y todo, en el muro de la financiación y la endémica desfachatez de la clase política. Si los gobiernos no han controlado el sida es por su connivencia, activa y/o pasiva, con las grandes multinacionales del medicamento y no porque el clásico preservativo -según la experta opinión de Benedicto XVI- tenga más poros que el Internet Explorer.
Y no, no digo yo que H1N1 sea, como aquel Urtain de los años sesenta, un morrosko de pacotilla para consumo interno de los países pobres ni niego que el mutante porcinogaláctico pueda representar un severo peligro para el género humano y acabe el propio Obama enviándole los marines. Sin embargo, algo hay en todo esto que me induce a sospechar nos hallemos ante una de esas cortinas de humo con que, en momentos críticos, suele el capitalismo ocultar sus maquinaciones y largarse, a escondidas, con el botín.
Así, cuando los pobres del mundo, los parias de la tierra, la famélica legión que nos llama, vivimos con el alma en vilo, pendientes de la miseria que se nos viene encima, aparece en pantalla el microbio porcino, dispuesto a devorarnos sin remisión. Y, si alguien pensó en organizarse, en salir a la calle, que ya es hora, en tirar de la estaca -esa estaca de Llach, que sigue ahí, podrida-, en exigir un cambio de rumbo y de sistema, encontrará tan sólo mascarillas, miedo a ser infectado y sumisión incondicional a quien tenga en sus manos las llaves de la salud.
Ya lo ven: ha bastado un microorganismo de cuarta fila para que el mundo cambie su percepción de la crisis. A pocos interesan los planes del G20, las especulaciones del FMI y las recetas menguélicas del Banco de España, cuando sólo se trata de salvar el pellejo. Ante la perspectiva del contagio, la sempiterna división de la sociedad en ricos y pobres deja paso a una nueva desigualdad entre individuos sanos (susceptibles de ser infectados) e individuos enfermos (potenciales vehículos de infección).
Mientras esto sucede, otro virus, acaso más siniestro y no menos porcino, fagocitará nuestros devaluados ahorros, nos quitará viviendas y vehículos, pulverizará las pensiones, fulminará nuestros pocos derechos laborales y nos devolverá a la Edad Media, la servidumbre, el trabajo de sol a sol, la ignorancia, el oscurantismo y el tribunal de la Inquisición.
Al hilo de lo expuesto , me pregunto qué ha sido de las guerras, de las emisiones contaminantes, de la escasez de agua, del cambio climático, de la falta de alimentos...
La pandemia es el capitalismo.      


© Domingo F. Faílde     
Jerez de la Frontera, 27 de abril de 2009.-

17 de abril de 2009

ESCRIBIR HOY. A VUELTAS CON EL TÓPICO DE LARRA


Uno empieza a cansarse. La literatura, como la vida, es un coto prestado, un piso de alquiler donde, tarde o temprano, alguien llama a la puerta con un requerimiento y adiós, debe usted irse, bajo pena de desalojo, en quince o veinte días: ya lo ven, tantos años y te dan veinte días para irte a ninguna parte. El desahucio. O el fin.
Pero la vida, al menos, como el rosario, tiene misterios gozosos, da por bien excusados los de gloria y reserva los dolorosos para los contumaces de la literatura que, como el pobre Larra, saben a ciencia cierta que “escribir es llorar”. En España, naturalmente, y después que le vengan a uno con violetas y esas mariconadas que no conducen -lo dije- a ninguna parte.
Y eso es lo grave, que no vale nada ni el saber ni el esfuerzo ni la poca o mucha pericia que cada quisque pueda exhibir. Porque aquí, parodiando a Julio César, “la suerte está echada” siempre. Piensa lo que quieras, escribe lo que quieras, haz lo que te dé la real gana: por ejemplo, el Quijote, que ya saldrá algún Lope de la chistera nacional a llevarse las rentas, los aplausos y el gato al agua.
¿Por qué sucede esto? Vaya a saberse. Un amigo, que escribe en los periódicos, me comentaba hace días que, en diez o quince años, escribiendo columnas semanales, bastante comprometidas, nadie le había replicado jamás, con lo que el hombre, viendo el camino libre de trabas, cargaba más las tintas y el lenguaje, el tono de sus artículos, cada vez más cercanos a la soflama, empezaban a oler a pólvora. Ni aun así replicaron. Ni una queja se alzó contra el transgresor, que empezó a sentir miedo, incapaz de medir el alcance de sus palabras.
Ingenuo, imaginó que nadie le entendía o que, sencillamente, a ninguno le interesaba lo que escribía, él, columnista brillante donde los hubiera, sin perrico que le ladrase. Pero no. Se engañaba con tan cándidos pensamientos. La causa del mutismo lejos se hallaba del respeto público, cuanto menos de admiración y otros nobles sentimientos que en la literatura poca cabida encuentran: ninguneo, ignorancia deliberada, calculado silenciamiento; una conspiración o conjura de necios, incapaces de soportar la lucidez ajena, la brillantez del prójimo, el contraste que mide la propia indigencia.
Pero no es éste el caso y, si uno se cansa, si desfallece el ánimo y la pluma flaquea, sucederá tan sólo que la vida diaria se repite, se repite la historia y también se repite la misma canción: corruptelas, favoritismo, chanchullos, ineptitud, mal gusto, girando sobre su eje, como un triste planeta, mientras pasan los años, los lustros, las décadas, y aquí no cambia nada ni se mueve una brizna de aire fresco, un mínimo ventalle, donde se echa de menos un huracán.
Y así continuaremos. Las palabras no se dicen en vano. Larra dijo las suyas cuando no había mediado el XIX. Medio siglo más tarde, Bécquer se convirtió en la viva demostración de cuanto Larra afirmó. Finalmente, por no eternizarnos en una cadena de ejemplos, el caso de Cernuda puso sobre el tapete la misma evidencia. Suma y sigue.
No cambiará la situación un ápice, si antes no cambia la mentalidad del país. ¿Soluciones? Ninguna. O la de Larra.
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© Domingo F. Faílde
….Extramuros, abril, 2009.-

16 de abril de 2009

EL SÍNDROME MARSÉ



¿Te acuerdas de Marsé, de Joan, de Juan Marsé, el de Últimas tardes con Teresa? Aquella novela llegó a convertirse en uno de los iconos de nuestra generación, que vio -vimos- en ella una crítica acerba de los vicios, corruptelas e hipocresía de las clases que optaron por acomodarse al sistema y vivir confortablemente bajo el paraguas franquista. Era además una historia cercana a quienes, día a día, nos tragábamos el acíbar de la frustración y ahogábamos el deseo en una brutal represión.
¿Quién recuerda esos años, ese sordo dolor de la renuncia, ese sabor a sangre que dejaba en la boca la injusticia, esa desolación ante la impotencia? Cualquier libro o artículo, en que asomase la contravención el filo de una uña, abanderaba nuestra rebeldía y entrábamos a saco en sus páginas, ávidos de exprimir cada palabra, buscando, más allá del significado, la perdida razón de nuestra existencia y el rumbo de este triste, miserable país.
Los autores, no obstante, parecía tener otras miras y entonces, como ahora, se dejaban querer, apostando por la supervivencia, como hoy por la cuenta de resultados. Y es que, como dice el refrán, se nace incendiario y se muere bombero.
Marsé, nuestro Marsé, era un mito y es malo ser carnaza de leyenda cuando hay que comer todos los días, echar unos polvos de vez en cuando, nadar y guardar la ropa. No tengo a mano declaraciones suyas de una época en que los escritores sólo pontificaban en las páginas de Triunfo o Cuadernos para el diálogo, catecismos ideológicos de los jóvenes progresistas, tolerados a medias por el régimen. Por entonces, se le consideraba un novelista comprometido, a lo que, desde luego, contribuían sus orígenes proletarios y la batuta todopoderosa de don Carlos Barral.
Hoy, cuando lo más progresista de nuestra sociedad es el botellón de los sábados y la revista de los culturetas un catálogo mejorado, de título Mercurio, buque insignia de la denominada industria cultural, el autor de Si te dicen que caí, bendecido por el premio Cervantes (en España, estos premios suelen ser recompensa, mejor que galardón), pone en pared los dos pies y, cuando José Martí Gómez le refiere, a modo de pregunta, la visita de una muchacha a quien sus profesores enseñaron que Últimas tardes con Teresa constituye un ajuste de cuentas con la burguesía, responde tan campante: Sí. Me he encontrado con muchos casos como ese y sería la parte más divertida: la de hablar con gentes que te explican, muy convencidas, unas facetas de tu narrativa que yo desconozco por completo. "Esto usted lo escribió porque...", te dicen. "Pues mire: quizá sea cierto pero hasta el momento en que usted me lo ha dicho yo no había caído", les responde. Sobre mis personajes hay críticos y estudiosos de mi obra que han escrito cosas que han sorprendido al propio autor, que soy yo. Como insistiera el entrevistador en que de ajuste de cuentas con la burguesía nada de nada..., puntualiza Marsé: Y es cierto. La burguesía es materia para los sociólogos o los economistas. No para un novelista.Y cuando me cansé le dije: "Mire usted: la razón por la que escribí Últimas tardes con Teresa fue porque siempre soñé con irme a la cama con una chica rubia y con los ojos verdes y los muslos que tú tienes y como no pude conseguirlo me inventé a Teresa y..." No pude continuar dándole mi versión porque la chica cogió sus papeles y se marchó a toda prisa.
Vaya por Dios y la memoria histórica de algunos: ahora resulta que a nuestro autor se la traían al pairo las cargas de los grises, el Tribunal de Orden Público y la censura cinematográfica -por no extenderme en la enumeración de las muchas aberraciones franquistas- y que el hombre tan sólo quería follar. Lo demás son inventos de manipuladores, los del contubernio de Munich, los intelectuales a sueldo de Moscú, especialistas en sacar patilla, allí donde no hay pelo: Posiblemente eso me lleva a la búsqueda de belleza, a encontrar en la literatura un mundo de experiencias que no he tenido pero he soñado. Quizás sea el afán de sumergirme en un mundo de fantasía en el que la vida podría ser de otra manera lo que me ha llevado a escribir: la novela como réplica a la vida, a la realidad.
Tal vez diga verdad y, para colmo, le asista la razón. Vistos los resultados, uno empieza a pensar que, a despecho de burlas y chistes idiotas, todo estaba bien atado por el dictador, a quien tan sólo el miedo le habría impedido ver que, tras las algaradas, los panfletos, las pintadas con brocha gorda y las consignas románticas, tan sólo se escondía la ambición de unos pocos -tan voraces como sus oponentes- y la urgencia de echar unos polvos. Pocos años después de su ascensión a los cielos, cuando Adolfo Suárez se empeñaba en cambiarlo todo para que todo siguiera igual, Jarcha, un grupo progresista, que legó a la movida de los ochenta las peinetas de Martirio, pregonaba sin pudor de ninguna índole eran los españoles gente que sólo desea/ su pan, su hembra y la fiesta en paz. Aquella canción se titulaba Libertad sin ira.
En esto, que he llamado el síndrome Marsé, queda enterrada una época y, parafraseando a Herbert Marcuse, el final de la utopía.      


© Domingo F. Faílde    
Extramuros, abril, 2009.-

10 de abril de 2009

DEL TIEMPO Y LA MEMORIA. PENSAMIENTOS AL FILO DE LA TARDE



Y cómo pasa el tiempo. Y cómo se nos va de entre las manos, llevándose en el vórtice todo lo que hemos sido, todo lo que no fuimos, todo lo que nunca volverá a ser. 10 de abril, cien días de este año que apenas acaba de comenzar, rumbo ya a otros eventos de la memoria, con cuyos hitos vamos señalando el vértigo, el terrible tornado del tedio, la maraña voraz del sinsentido.
Pasan semanas, meses, dejando en nuestras manos una tremenda sensación de pérdida, como forma pasiva de la propia pasividad, el acto increíble de no hacer nada, no ver nada, no esperar nada, como escribió Cernuda.
Y digo yo que el paso de los días, esa carrera vertiginosa, tanto más acelerada cuanto menos veloces se afanan nuestras piernas, como si, despojadas del lastre corporal –esos kilos que sobran y esas fuerzas que ya flaquean-, tan sólo de la mente la razón atendieran de acortar cada paso, a volver la mirada nos conminase, no para calcular, prudentes, el trayecto –recorrido o por recorrer-, sino para mostrarnos la hermosura que yace en toda pérdida y aquel remoto y breve paraíso donde ardieron las ascuas de nuestra juventud.
Bello, pues, recordar, aunque el llanto, a hurtadillas, pague en moneda de dolor y melancolía la mágica alcabala de retornar lo huido y una localidad en la platea para ver, escuchar, percibir esas cosas, que sólo en la memoria han podido salvarse del naufragio.
Nosotros, escribimos. Y escribir nos permite desvalijar la memoria y reflotar sus pecios en un pequeño océano de papel. Volvamos, sí, a la infancia y arranquemos al tiempo aquella niña de mirada triste, que encendió con un leve parpadeo el fanal de los sueños. Yo estuve allí , decimos al lector, diez, cincuenta, mil años más tarde, con la satisfacción del periodista -¿existirán entonces?- que acaba de escribir el mejor reportaje de su vida; yo estuve allí, lo presencié; testigo soy, en la primera línea de la noticia. Pero ya no estaremos y sólo en las palabras que hayamos dejado impresas la memoria de lo que fuimos, el recuerdo de lo que somos hoy, habrán derrotado a la muerte.
No sé por qué refiero todo esto, cuitas al cabo de alguien que ya no es joven y, más que a morir, teme que la luz se le apague, que la voz se le nuble, que la palabra expire en el olvido, y entonces sí, se habrá perdido todo, incluso los jazmines que rubrican el aire esta tarde.
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© De la imagen y el texto:
Domingo F. Faílde. Jerez, 10 de abril de 2009.-

8 de abril de 2009

APOCALIPSIS XERRY O UN MODO DIFERENTE DE SUFRIR LA SEMANA SANTA



Se me cae encima el mundo a estas malditas horas de la tarde, cuando la prematura canícula busca en vano su hueso y un órdago florido reta a las brunas capas de la muerte y el fuego de los cirios calcina la ciudad. Por la ventana del habitáculo donde escribo entra la luz y estalla sobre los anaqueles. Afuera, las campanas doblan lúgubremente desde hace media hora y, rebasado el cómputo, pífanos y tambores anuncian la salida del desfile procesional.
Ay, pavor de país… Cuando las rosas abren sus pistilos, cuando la carne adolescente aprieta, cuando el aroma de la vida instila flujos de primavera a la mirada, salen las sombras de su madriguera y agitan con ahínco la carne torturada, la piel molida a golpes de flagelo, las llagas lancinantes, los sangrientos veneros de la sangre, heraldos de renuncia y gallardetes de infelicidad.
Oh, no eres tú mi cantar… No lo es el estrépito que invade mi calleja, el trajín de la turba que pasa, bebe, aúlla y orina, profiriendo palabras incomprensibles y risotadas hueras, mientras en vano intento concentrarme, escapar de esta burla que convierte las calles en una remembranza de otro tiempo, a merced de la clerigalla y las manos siniestras que mueven los hilos.
Con esto de la crisis y otros bretes, este año tendré que resignarme a sufrir los rigores de una cultura carpetovetónica, que no es parca ni indulgente, a fuerza de un mester de intolerancia, tan antiguo como arraigado en estas alquerías.
Lo de menos, naturalmente, es el ya de por sí deplorable espectáculo de las procesiones, con su derroche fantasmagórico de riquezas improductivas, en medio de la atávica superstición de los más y la párvula complacencia del resto; lo peor es la gente que viene y que va, sube y baja, corre de aquí para allá y convierte las calles en un hormiguero que, en pocas horas, se transforma en un albañal.
Imposible, caminar libremente por la calle; pues, vayas donde vayas, te toparás con la comitiva de encapuchados y, no sin menoscabo de tus derechos cívicos, habrás de dirigirte a un paso custodiado por pretorianos y aguardar a que el prepotente alguacil, con ínfulas de corchete o familiar del Santo Oficio, abra dicho pasillo, tras haberlo cruzado el trono correspondiente.
Mas, si crees que quedándote en casa todo se soluciona, craso error. El ruido del gentío, sus meadas, sus borracheras, convierten nuestra calle en una cloaca que, para colmo, animan de continuo las bandas con sus músicas: palio o misterio que entra o sale del templo, dispara los acordes del himno nacional, y uno, sobresaltado, conjetura encontrarse en un cuartel de la legión y que el espectro de Millán Astray vaya a filtrarse por la pared.
¿Ir de bares? Ni se te ocurra. Donde quiera que vayas, una cola de hambrientos irreductibles, en espera de una vacante sin oposición, te disuadirá, si antes no lo han hecho los precios abusivos, la maloliente bazofia y esa nefasta moda de enfriar los vinos, como si de refrescos se tratara.
No hace falta decir que, por la noche, la intentona de dormir un poco es un designio absurdo; y, como el griterío invalida cualquier afán de leer algún libro, sólo resta a tus nervios el recurso de una televisión que, como en los mejores tiempos del Invicto, retransmite en directo más y más procesiones o te castiga hasta el paroxismo las sufridas neuronas con algún peplum u horterada moralizante por el estilo.
Y a mí, ¿quién me protege de la Iglesia? ¿Por qué razón un feto ha de tener más derechos que yo? Ay, que en este país de maricastaña hayamos de estar aún enfrascados en necios debates. Sí, sí, no cabe duda: somos una unidad de destino en lo universal, un caso casi único en el mundo: pura contradicción entre los fundamentos laicos de la democracia y el vivan las caenas del servilón que muchos llevan dentro. También las izquierdas, faltara más.
Santa paciencia…
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© Domingo F. Faílde
...Jerez, abril, 2009.-

14 de marzo de 2009

COSTUMBRES DE LA VIDA Y DE LA MUERTE. REFLEXIONES DE UNA GÁRGOLA


La muerte, cualquier muerte, porque la dama tiene mucho de obsceno, casi siempre nos sirve en la pantalla cuanto sucede al margen del finado, pues no en otra cosa consiste la obscenidad sino en mostrar aquello que, púdicamente, no debiera salir en las fotografías.
La cultura, no obstante, posee un gran repertorio de recursos para ennoblecer cuanto, innoble, bien debiera velarse. Así, por ejemplo, la monta de la hembra, ni mejor ni peor en cualquier otra especie, ha contado en la humana con la mitología, la literatura y los usos galantes para ocultar lo obvio: que un falo bien erguido es una fuerza viva de la naturaleza y el varón un verraco, como cualquier cochino que se precie.
No es extraño por ello que los hábitos funerarios de nuestra avanzadísima sociedad hayan elaborado un complejo discurso para lavar el rostro a la hipocresía y explotar a los muertos tal si estuvieran vivos.
Con lo bueno que era…, exclama algún mamón que, hace apenas dos días, zancadilleaba al finado. Qué pena, dice otro, cuando unas horas antes se afanaba en hacerle la vida imposible. Siempre se van los mejores, tercia un Judas que, año tras año, ninguneaba al muerto. Y así sucesivamente, sólo porque a la luz de los cirios, horteramente eléctricos, pasan unos y otros revista, haciéndose preciso estar presente, dejarse ver, postularse piadosos y liderar la depredación de un cadáver que, aun camino del crematorio, pudiera generar dividendos o dispensar algunos beneficios en la pedrea social.
Sin embargo, no hará falta digamos que nadie, lejos de darse por aludido y asumir como hipócrita su conducta, hará otra cosa sino exculparse, depositando en la metafísica algo que sólo es víscera, malas entrañas, reflejo lobuno: la muerte lima toda diferencia, pontificarán; cuando uno muere, todo se le perdona, aseverarán; la muerte nos reconcilia con el género humano, ponderarán; cualquier cosa, en efecto, menos admitir que los vivos, por el hecho de serlo y estarlo, somos una cuadrilla de cabronazos, quizá porque nos venga de casta, como al galgo, o porque nuestra propia educación nos acerca al lobezno que hay en todo bebé, antes incluso de que la cultura nos afile las uñas.
En esto, pues, consiste la civilización, uno de cuyos símbolos más elocuentes es, sin duda, el vestido que nos cubre, ocultando bajo el glamour y la petulancia el cuerpo del delito, el refrendo de nuestra indiscutible condición animal.
Vivimos instalados en la mentira y, por saber vestirla de Chanel, nos creemos más sabios que el yeti y nos sentamos a la diestra de Dios.
Manos mal que de ilusión también se vive, dicen, y por este camino vamos acaso mucho mejor, oponiendo a nuestras miserias la grandeza de nuestros sueños: tal vez la vida misma, como escribió Calderón. Pero ésa es otra historia.

© De la imagen y el texto:
. . Domingo F. Faílde. Extramuros, marzo, 2009.-

14 de febrero de 2009

HABLANDO DE BANDERAS



No es la primera vez que, al pasar por delante del palacio episcopal –oficialmente denominado Casa de la Iglesia- observo una bandera, dueña y señora del balcón principal. No, no es la enseña española, por más que el edificio hunda en tierra de España sus cimientos y, a juzgar por las estadísticas, sean también españoles los 241 millones de euros que financian sus actividades en este país, incluyendo las que, pasándose de la raya, constituyen un ataque frontal a la democracia y a derechos fundamentales que el pueblo soberano ha ido conquistando con sangre, sudor y lágrimas, a través de una historia atormentada. Habría que añadir que ese tormento ha sido con frecuencia infligido, potenciado o tolerado por dicha institución que, según los colores exhibidos en su barroca balaustrada, pertenece a un estado extranjero: la Ciudad del Vaticano, una pequeña monarquía absolutista, enclavada en las entrañas de Roma, desde donde dirige o pretende dirigir las conciencias de toda la humanidad.
De cómo lo lograra en el pasado (Inquisición, torturas, censura, oscurantismo, etc., etc.) y cómo se proponga intentarlo en el porvenir no vamos a ocuparnos en este breve artículo, cuyas críticas más acerbas apuntan a otra diana, la de esa derecha montaraz, oportunista e hipócrita, que se rasga las vestiduras cada vez que en Euskadi o en Catalunya ondea en solitario la bandera autonómica. Cuando esto sucede, sus prebostes, tras poner estentóreamente el grito en el cielo, exigen que se cumpla la ley y, en consecuencia, la bandera de España, en lugar preeminente, ondee junto a las demás.
Es la ley y, por tanto, nada hay que objetar a su cumplimiento: Dura lex, sed lex, ya se sabe. Lo malo, en este caso, es la ley del embudo.    

© De la imagen y el texto:  
Domingo F. Faílde. Extramuros, febrero, 2009.-

13 de febrero de 2009

MONTSERRAT NEBRERA vs MAGDALENA ÁLVAREZ: DE LA FONÉTICA COMO CORTINA DE HUMO



A la señora Montserrat Nebrera no le gusta cómo hablamos los andaluces. Que un catalán defienda la lengua del imperio o utilice su ortología como rasero cultural y social a mí me parece de lo más sospechoso, sobre todo si tenemos en cuenta la militancia de esta diputada, afecta a una derecha poco proclive a veleidades nacionalistas ni otras heterodoxias que las bonitas piernas de la señora Sáez de Santamaría. En vista de lo cual, como pensar es libre, imagino a doña Montserrat ejerciendo de señorona y mirando por encima del hombro a esos malencarados charnegos, que llegaban en tren con diez duros en el bolsillo y una muda zarrapastrosa en la maletita de cartón piedra. Sería –sigo pensando- de aquellas que decían a su santísimo: tú me haces los pobres y yo les pongo la tómbola.
Seguro, sin embargo, que exagero y el león no es tan fiero como lo pinto, de manera que, erre que erre con mis malos pensamientos, imagino a la expedientada señora Nebrera contrita y penitente, preguntándose por qué coño la emprendió con las peculiaridades fonéticas de la ministra, cuando hubiese bastado con pedir su dimisión, como todo el mundo.
No me gusta hacer leña del árbol caído, de manera que, en vez de arrojar la primera piedra contra doña Montserrat, voy a ofrecerle el bálsamo de la comprensión. Su pecado –mucho más leve que el de doña Magdalena- consistió en olvidar que, a los naturales de la periferia, hacer chanzas de nuestra forma de hablar es peor que mentarnos a nuestra madre, y mire usted por dónde mare la llamamos en el profundo sur y mare la llaman en Catalunya.
A todo esto, hablando de cuestiones más livianas, hemos sobreseído la principal: mientras sacamos punta al esperpento y la señora Nebrera purga su torpeza dialéctica, la señora ministra se nos va de rositas, absuelta de sus fallos garrafales por obra y gracia del don de lenguas.
En fin, no es para tanto. Los andaluces, para bien o para mal, hablamos como nos da la realísima gana, y quien no quiera oírnos tiene bastante con apretarse la jáquima, aquí, en Catalunya o en Katmandú. Otra cosa, naturalmente, es la gestión política de algunos. Pero, en materia de errores, quien esté limpio de culpa tire la primera piedra.    

© Domingo F. Faílde    
Jerez, enero, 2009.-

7 de enero de 2009

PASEO


Adictos a la urgencia y al uso de transportes, públicos o privados, los hombres y mujeres de nuestra hora hemos perdido la costumbre de pasear. La premura de nuestros actos, desde los más ociosos hasta aquellos que dicta la mera supervivencia, propenden a acortar entre unos y otros la distancia que media entre el tiempo libre y la obligación. Así, en las grandes ciudades y aun en bastantes pueblos, ir al supermercado a llenar la despensa y abastecernos de provisiones para toda la semana laboral se ha convertido en alternativa de asueto, trocando los paseos, la tertulia con familiares y amigos, el cine o la lectura por largas colas en la caja correspondiente y una hamburguesa con Coca-Cola en algún chiringuito del centro comercial.
Se ha perdido el paseo. La dispersión del hábitat urbano, que ha vaciado los cascos antiguos en beneficio de la periferia, obliga a los residentes a salir de la urbanización, naturalmente en coche, para comprar tabaco, adquirir los periódicos del día o tomarse un café. Las grandes avenidas han reemplazado a los lugares de pública concurrencia, ahora frecuentados, donde los hay, por personas de avanzada edad. El sistema capitalista y su apuesta por industrializar hasta el aire que respiramos ha convertido el ocio en negocio y, por tanto, en una extensa gama de actividades homologadas, sujetas a la oferta y la demanda, cuyo precio se justifica en razón del gran mito de nuestros días: la calidad. A bordo del mercado, uno puede ubicarse en Nueva York sin salir de Sevilla o creerse en Japón sin moverse de Barcelona: la cultura global es, simplemente, clónica.
Las cosas, sin embargo, no acontecen de un modo fortuito o, miradas desde otra perspectiva, los signos que de ellas se desprenden nos remiten a aspectos de la realidad, merecedores al menos de una reflexión. El habitante de un chalet adosado, que se desplaza en coche a todas partes, es un ser solitario, casi aislado, cuya salida al exterior va siempre acompañada de hostilidad: conductores que entorpecen su marcha o generan peligro, problemas, imponderables, estrés… Su experiencia del espacio urbano reproduce la realidad del mercado al que se dirige: obstáculos, zancadillas, competencia, frustración y estrés, siempre el estrés, combustible que impulsa una vida anodina e insatisfecha, también a imagen y semejanza de lo anterior. Es un hombre atrapado, sin más posibilidad de evasión que el paraíso artificial del consumo y la alienación laboral como medio de acceso a sus beneficios.
La sociedad neoliberal no propicia el paseo. El footing, a lo sumo, que comparte con él la actividad pedestre, pero añade una carga negativa y un fin utilitario, como purga de nuestros excesos alimenticios e instrumento para la puesta a punto del mecanismo competitivo del yo profesional y social.
Existe una cultura del paseo, cuyo punto de partida radica en la búsqueda del conocimiento, basado en el empirismo y la observación de la naturaleza. No nos puede extrañar, en consecuencia, que los maestros de la antigüedad enseñasen sabiduría mientras paseaban con sus discípulos y que algunos, como Aristóteles, fuesen abiertamente peripatéticos, es decir, paseantes. Entre éstos, el enorme poeta que fue Antonio Machado, aficionado al largo caminar, conversando consigo mismo.
Porque aquí está la clave: andar, hacer camino, pues no en otra cosa consiste la vida. Al caminar entramos en sintonía con ella y de esta simbiosis se derivan sabrosos conocimientos. El hombre que pasea no está aislado, sino integrado, desde su propia individualidad, en su entorno, en el universo, y aspira a la armonía con el mundo y a la concordia con sus semejantes, mientras evacua cuitas cotidianas y refuerza el sentido moral de sus actos.
En las viejas ciudades, el paseo era el sitio de encuentro, ya dispusieran de espacios aderezados a tal efecto o tuvieran que contentarse con cualquier arboleda en las afueras. Encuentro con los otros, desde luego, pero con uno mismo, sobre todo, mientras la luz, el aire, la tierra, impregnaban nuestros sentidos y estimulaban nuestra inteligencia, mostrándonos acaso que no hay grandes distancias para los pies del hombre ni abismos insondables para su pensamiento.        

© De la imagen y el texto:   
Domingo F. Faílde. Jerez, 2009