Se me cae encima el mundo a estas malditas horas de la tarde, cuando la prematura canícula busca en vano su hueso y un órdago florido reta a las brunas capas de la muerte y el fuego de los cirios calcina la ciudad. Por la ventana del habitáculo donde escribo entra la luz y estalla sobre los anaqueles. Afuera, las campanas doblan lúgubremente desde hace media hora y, rebasado el cómputo, pífanos y tambores anuncian la salida del desfile procesional.
Ay, pavor de país… Cuando las rosas abren sus pistilos, cuando la carne adolescente aprieta, cuando el aroma de la vida instila flujos de primavera a la mirada, salen las sombras de su madriguera y agitan con ahínco la carne torturada, la piel molida a golpes de flagelo, las llagas lancinantes, los sangrientos veneros de la sangre, heraldos de renuncia y gallardetes de infelicidad.
Oh, no eres tú mi cantar… No lo es el estrépito que invade mi calleja, el trajín de la turba que pasa, bebe, aúlla y orina, profiriendo palabras incomprensibles y risotadas hueras, mientras en vano intento concentrarme, escapar de esta burla que convierte las calles en una remembranza de otro tiempo, a merced de la clerigalla y las manos siniestras que mueven los hilos.
Con esto de la crisis y otros bretes, este año tendré que resignarme a sufrir los rigores de una cultura carpetovetónica, que no es parca ni indulgente, a fuerza de un mester de intolerancia, tan antiguo como arraigado en estas alquerías.
Lo de menos, naturalmente, es el ya de por sí deplorable espectáculo de las procesiones, con su derroche fantasmagórico de riquezas improductivas, en medio de la atávica superstición de los más y la párvula complacencia del resto; lo peor es la gente que viene y que va, sube y baja, corre de aquí para allá y convierte las calles en un hormiguero que, en pocas horas, se transforma en un albañal.
Imposible, caminar libremente por la calle; pues, vayas donde vayas, te toparás con la comitiva de encapuchados y, no sin menoscabo de tus derechos cívicos, habrás de dirigirte a un paso custodiado por pretorianos y aguardar a que el prepotente alguacil, con ínfulas de corchete o familiar del Santo Oficio, abra dicho pasillo, tras haberlo cruzado el trono correspondiente.
Mas, si crees que quedándote en casa todo se soluciona, craso error. El ruido del gentío, sus meadas, sus borracheras, convierten nuestra calle en una cloaca que, para colmo, animan de continuo las bandas con sus músicas: palio o misterio que entra o sale del templo, dispara los acordes del himno nacional, y uno, sobresaltado, conjetura encontrarse en un cuartel de la legión y que el espectro de Millán Astray vaya a filtrarse por la pared.
¿Ir de bares? Ni se te ocurra. Donde quiera que vayas, una cola de hambrientos irreductibles, en espera de una vacante sin oposición, te disuadirá, si antes no lo han hecho los precios abusivos, la maloliente bazofia y esa nefasta moda de enfriar los vinos, como si de refrescos se tratara.
No hace falta decir que, por la noche, la intentona de dormir un poco es un designio absurdo; y, como el griterío invalida cualquier afán de leer algún libro, sólo resta a tus nervios el recurso de una televisión que, como en los mejores tiempos del Invicto, retransmite en directo más y más procesiones o te castiga hasta el paroxismo las sufridas neuronas con algún peplum u horterada moralizante por el estilo.
Y a mí, ¿quién me protege de la Iglesia? ¿Por qué razón un feto ha de tener más derechos que yo? Ay, que en este país de maricastaña hayamos de estar aún enfrascados en necios debates. Sí, sí, no cabe duda: somos una unidad de destino en lo universal, un caso casi único en el mundo: pura contradicción entre los fundamentos laicos de la democracia y el vivan las caenas del servilón que muchos llevan dentro. También las izquierdas, faltara más.
Santa paciencia…
.
© Domingo F. Faílde
...Jerez, abril, 2009.-
Ay, pavor de país… Cuando las rosas abren sus pistilos, cuando la carne adolescente aprieta, cuando el aroma de la vida instila flujos de primavera a la mirada, salen las sombras de su madriguera y agitan con ahínco la carne torturada, la piel molida a golpes de flagelo, las llagas lancinantes, los sangrientos veneros de la sangre, heraldos de renuncia y gallardetes de infelicidad.
Oh, no eres tú mi cantar… No lo es el estrépito que invade mi calleja, el trajín de la turba que pasa, bebe, aúlla y orina, profiriendo palabras incomprensibles y risotadas hueras, mientras en vano intento concentrarme, escapar de esta burla que convierte las calles en una remembranza de otro tiempo, a merced de la clerigalla y las manos siniestras que mueven los hilos.
Con esto de la crisis y otros bretes, este año tendré que resignarme a sufrir los rigores de una cultura carpetovetónica, que no es parca ni indulgente, a fuerza de un mester de intolerancia, tan antiguo como arraigado en estas alquerías.
Lo de menos, naturalmente, es el ya de por sí deplorable espectáculo de las procesiones, con su derroche fantasmagórico de riquezas improductivas, en medio de la atávica superstición de los más y la párvula complacencia del resto; lo peor es la gente que viene y que va, sube y baja, corre de aquí para allá y convierte las calles en un hormiguero que, en pocas horas, se transforma en un albañal.
Imposible, caminar libremente por la calle; pues, vayas donde vayas, te toparás con la comitiva de encapuchados y, no sin menoscabo de tus derechos cívicos, habrás de dirigirte a un paso custodiado por pretorianos y aguardar a que el prepotente alguacil, con ínfulas de corchete o familiar del Santo Oficio, abra dicho pasillo, tras haberlo cruzado el trono correspondiente.
Mas, si crees que quedándote en casa todo se soluciona, craso error. El ruido del gentío, sus meadas, sus borracheras, convierten nuestra calle en una cloaca que, para colmo, animan de continuo las bandas con sus músicas: palio o misterio que entra o sale del templo, dispara los acordes del himno nacional, y uno, sobresaltado, conjetura encontrarse en un cuartel de la legión y que el espectro de Millán Astray vaya a filtrarse por la pared.
¿Ir de bares? Ni se te ocurra. Donde quiera que vayas, una cola de hambrientos irreductibles, en espera de una vacante sin oposición, te disuadirá, si antes no lo han hecho los precios abusivos, la maloliente bazofia y esa nefasta moda de enfriar los vinos, como si de refrescos se tratara.
No hace falta decir que, por la noche, la intentona de dormir un poco es un designio absurdo; y, como el griterío invalida cualquier afán de leer algún libro, sólo resta a tus nervios el recurso de una televisión que, como en los mejores tiempos del Invicto, retransmite en directo más y más procesiones o te castiga hasta el paroxismo las sufridas neuronas con algún peplum u horterada moralizante por el estilo.
Y a mí, ¿quién me protege de la Iglesia? ¿Por qué razón un feto ha de tener más derechos que yo? Ay, que en este país de maricastaña hayamos de estar aún enfrascados en necios debates. Sí, sí, no cabe duda: somos una unidad de destino en lo universal, un caso casi único en el mundo: pura contradicción entre los fundamentos laicos de la democracia y el vivan las caenas del servilón que muchos llevan dentro. También las izquierdas, faltara más.
Santa paciencia…
.
© Domingo F. Faílde
...Jerez, abril, 2009.-