Uno empieza a cansarse. La literatura, como la vida, es un coto prestado, un piso de alquiler donde, tarde o temprano, alguien llama a la puerta con un requerimiento y adiós, debe usted irse, bajo pena de desalojo, en quince o veinte días: ya lo ven, tantos años y te dan veinte días para irte a ninguna parte. El desahucio. O el fin.
Pero la vida, al menos, como el rosario, tiene misterios gozosos, da por bien excusados los de gloria y reserva los dolorosos para los contumaces de la literatura que, como el pobre Larra, saben a ciencia cierta que “escribir es llorar”. En España, naturalmente, y después que le vengan a uno con violetas y esas mariconadas que no conducen -lo dije- a ninguna parte.
Y eso es lo grave, que no vale nada ni el saber ni el esfuerzo ni la poca o mucha pericia que cada quisque pueda exhibir. Porque aquí, parodiando a Julio César, “la suerte está echada” siempre. Piensa lo que quieras, escribe lo que quieras, haz lo que te dé la real gana: por ejemplo, el Quijote, que ya saldrá algún Lope de la chistera nacional a llevarse las rentas, los aplausos y el gato al agua.
¿Por qué sucede esto? Vaya a saberse. Un amigo, que escribe en los periódicos, me comentaba hace días que, en diez o quince años, escribiendo columnas semanales, bastante comprometidas, nadie le había replicado jamás, con lo que el hombre, viendo el camino libre de trabas, cargaba más las tintas y el lenguaje, el tono de sus artículos, cada vez más cercanos a la soflama, empezaban a oler a pólvora. Ni aun así replicaron. Ni una queja se alzó contra el transgresor, que empezó a sentir miedo, incapaz de medir el alcance de sus palabras.
Ingenuo, imaginó que nadie le entendía o que, sencillamente, a ninguno le interesaba lo que escribía, él, columnista brillante donde los hubiera, sin perrico que le ladrase. Pero no. Se engañaba con tan cándidos pensamientos. La causa del mutismo lejos se hallaba del respeto público, cuanto menos de admiración y otros nobles sentimientos que en la literatura poca cabida encuentran: ninguneo, ignorancia deliberada, calculado silenciamiento; una conspiración o conjura de necios, incapaces de soportar la lucidez ajena, la brillantez del prójimo, el contraste que mide la propia indigencia.
Pero no es éste el caso y, si uno se cansa, si desfallece el ánimo y la pluma flaquea, sucederá tan sólo que la vida diaria se repite, se repite la historia y también se repite la misma canción: corruptelas, favoritismo, chanchullos, ineptitud, mal gusto, girando sobre su eje, como un triste planeta, mientras pasan los años, los lustros, las décadas, y aquí no cambia nada ni se mueve una brizna de aire fresco, un mínimo ventalle, donde se echa de menos un huracán.
Y así continuaremos. Las palabras no se dicen en vano. Larra dijo las suyas cuando no había mediado el XIX. Medio siglo más tarde, Bécquer se convirtió en la viva demostración de cuanto Larra afirmó. Finalmente, por no eternizarnos en una cadena de ejemplos, el caso de Cernuda puso sobre el tapete la misma evidencia. Suma y sigue.
No cambiará la situación un ápice, si antes no cambia la mentalidad del país. ¿Soluciones? Ninguna. O la de Larra.
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© Domingo F. Faílde
….Extramuros, abril, 2009.-