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14 de febrero de 2009

HABLANDO DE BANDERAS



No es la primera vez que, al pasar por delante del palacio episcopal –oficialmente denominado Casa de la Iglesia- observo una bandera, dueña y señora del balcón principal. No, no es la enseña española, por más que el edificio hunda en tierra de España sus cimientos y, a juzgar por las estadísticas, sean también españoles los 241 millones de euros que financian sus actividades en este país, incluyendo las que, pasándose de la raya, constituyen un ataque frontal a la democracia y a derechos fundamentales que el pueblo soberano ha ido conquistando con sangre, sudor y lágrimas, a través de una historia atormentada. Habría que añadir que ese tormento ha sido con frecuencia infligido, potenciado o tolerado por dicha institución que, según los colores exhibidos en su barroca balaustrada, pertenece a un estado extranjero: la Ciudad del Vaticano, una pequeña monarquía absolutista, enclavada en las entrañas de Roma, desde donde dirige o pretende dirigir las conciencias de toda la humanidad.
De cómo lo lograra en el pasado (Inquisición, torturas, censura, oscurantismo, etc., etc.) y cómo se proponga intentarlo en el porvenir no vamos a ocuparnos en este breve artículo, cuyas críticas más acerbas apuntan a otra diana, la de esa derecha montaraz, oportunista e hipócrita, que se rasga las vestiduras cada vez que en Euskadi o en Catalunya ondea en solitario la bandera autonómica. Cuando esto sucede, sus prebostes, tras poner estentóreamente el grito en el cielo, exigen que se cumpla la ley y, en consecuencia, la bandera de España, en lugar preeminente, ondee junto a las demás.
Es la ley y, por tanto, nada hay que objetar a su cumplimiento: Dura lex, sed lex, ya se sabe. Lo malo, en este caso, es la ley del embudo.    

© De la imagen y el texto:  
Domingo F. Faílde. Extramuros, febrero, 2009.-