Pues no, no me lo creo. Ya sé que las pandemias, antiguas como el hombre y oportunistas como sus dirigentes, aparecen de vez en cuando y, a imagen y semejanza de las crisis capitalistas, son cíclicas. Recordemos, a bote pronto, las pestes del siglo XIV, el cólera decimonónico o la célebre gripe asiática de a mediados de la centuria anterior: son, por así decirlo, las estrellas de una función que, gracias a vacunas como las de la viruela o la poliomielitis y a los fármacos antibióticos, dimos por acabada, mientras el bacilo de la tuberculosis y el treponema pálido de la sífilis hacían mutis entre bastidores, temiendo los tomatazos del público.
Pecamos de soberbia y aparcamos los buenos oficios de San Caralampio bendito para apostarlo todo a una ciencia imparable, que hizo lo que podía en materia de terapias y profilaxis, pero acabó estrellándose, como todos y todo, en el muro de la financiación y la endémica desfachatez de la clase política. Si los gobiernos no han controlado el sida es por su connivencia, activa y/o pasiva, con las grandes multinacionales del medicamento y no porque el clásico preservativo -según la experta opinión de Benedicto XVI- tenga más poros que el Internet Explorer.
Y no, no digo yo que H1N1 sea, como aquel Urtain de los años sesenta, un morrosko de pacotilla para consumo interno de los países pobres ni niego que el mutante porcinogaláctico pueda representar un severo peligro para el género humano y acabe el propio Obama enviándole los marines. Sin embargo, algo hay en todo esto que me induce a sospechar nos hallemos ante una de esas cortinas de humo con que, en momentos críticos, suele el capitalismo ocultar sus maquinaciones y largarse, a escondidas, con el botín.
Así, cuando los pobres del mundo, los parias de la tierra, la famélica legión que nos llama, vivimos con el alma en vilo, pendientes de la miseria que se nos viene encima, aparece en pantalla el microbio porcino, dispuesto a devorarnos sin remisión. Y, si alguien pensó en organizarse, en salir a la calle, que ya es hora, en tirar de la estaca -esa estaca de Llach, que sigue ahí, podrida-, en exigir un cambio de rumbo y de sistema, encontrará tan sólo mascarillas, miedo a ser infectado y sumisión incondicional a quien tenga en sus manos las llaves de la salud.
Ya lo ven: ha bastado un microorganismo de cuarta fila para que el mundo cambie su percepción de la crisis. A pocos interesan los planes del G20, las especulaciones del FMI y las recetas menguélicas del Banco de España, cuando sólo se trata de salvar el pellejo. Ante la perspectiva del contagio, la sempiterna división de la sociedad en ricos y pobres deja paso a una nueva desigualdad entre individuos sanos (susceptibles de ser infectados) e individuos enfermos (potenciales vehículos de infección).
Mientras esto sucede, otro virus, acaso más siniestro y no menos porcino, fagocitará nuestros devaluados ahorros, nos quitará viviendas y vehículos, pulverizará las pensiones, fulminará nuestros pocos derechos laborales y nos devolverá a la Edad Media, la servidumbre, el trabajo de sol a sol, la ignorancia, el oscurantismo y el tribunal de la Inquisición.
Pecamos de soberbia y aparcamos los buenos oficios de San Caralampio bendito para apostarlo todo a una ciencia imparable, que hizo lo que podía en materia de terapias y profilaxis, pero acabó estrellándose, como todos y todo, en el muro de la financiación y la endémica desfachatez de la clase política. Si los gobiernos no han controlado el sida es por su connivencia, activa y/o pasiva, con las grandes multinacionales del medicamento y no porque el clásico preservativo -según la experta opinión de Benedicto XVI- tenga más poros que el Internet Explorer.
Y no, no digo yo que H1N1 sea, como aquel Urtain de los años sesenta, un morrosko de pacotilla para consumo interno de los países pobres ni niego que el mutante porcinogaláctico pueda representar un severo peligro para el género humano y acabe el propio Obama enviándole los marines. Sin embargo, algo hay en todo esto que me induce a sospechar nos hallemos ante una de esas cortinas de humo con que, en momentos críticos, suele el capitalismo ocultar sus maquinaciones y largarse, a escondidas, con el botín.
Así, cuando los pobres del mundo, los parias de la tierra, la famélica legión que nos llama, vivimos con el alma en vilo, pendientes de la miseria que se nos viene encima, aparece en pantalla el microbio porcino, dispuesto a devorarnos sin remisión. Y, si alguien pensó en organizarse, en salir a la calle, que ya es hora, en tirar de la estaca -esa estaca de Llach, que sigue ahí, podrida-, en exigir un cambio de rumbo y de sistema, encontrará tan sólo mascarillas, miedo a ser infectado y sumisión incondicional a quien tenga en sus manos las llaves de la salud.
Ya lo ven: ha bastado un microorganismo de cuarta fila para que el mundo cambie su percepción de la crisis. A pocos interesan los planes del G20, las especulaciones del FMI y las recetas menguélicas del Banco de España, cuando sólo se trata de salvar el pellejo. Ante la perspectiva del contagio, la sempiterna división de la sociedad en ricos y pobres deja paso a una nueva desigualdad entre individuos sanos (susceptibles de ser infectados) e individuos enfermos (potenciales vehículos de infección).
Mientras esto sucede, otro virus, acaso más siniestro y no menos porcino, fagocitará nuestros devaluados ahorros, nos quitará viviendas y vehículos, pulverizará las pensiones, fulminará nuestros pocos derechos laborales y nos devolverá a la Edad Media, la servidumbre, el trabajo de sol a sol, la ignorancia, el oscurantismo y el tribunal de la Inquisición.
Al hilo de lo expuesto , me pregunto qué ha sido de las guerras, de las emisiones contaminantes, de la escasez de agua, del cambio climático, de la falta de alimentos...
La pandemia es el capitalismo.
© Domingo F. Faílde
Jerez de la Frontera, 27 de abril de 2009.-
La pandemia es el capitalismo.
© Domingo F. Faílde
Jerez de la Frontera, 27 de abril de 2009.-