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27 de abril de 2009

PANDEMIA


Pues no, no me lo creo. Ya sé que las pandemias, antiguas como el hombre y oportunistas como sus dirigentes, aparecen de vez en cuando y, a imagen y semejanza de las crisis capitalistas, son cíclicas. Recordemos, a bote pronto, las pestes del siglo XIV, el cólera decimonónico o la célebre gripe asiática de a mediados de la centuria anterior: son, por así decirlo, las estrellas de una función que, gracias a vacunas como las de la viruela o la poliomielitis y a los fármacos antibióticos, dimos por acabada, mientras el bacilo de la tuberculosis y el treponema pálido de la sífilis hacían mutis entre bastidores, temiendo los tomatazos del público.
Pecamos de soberbia y aparcamos los buenos oficios de San Caralampio bendito para apostarlo todo a una ciencia imparable, que hizo lo que podía en materia de terapias y profilaxis, pero acabó estrellándose, como todos y todo, en el muro de la financiación y la endémica desfachatez de la clase política. Si los gobiernos no han controlado el sida es por su connivencia, activa y/o pasiva, con las grandes multinacionales del medicamento y no porque el clásico preservativo -según la experta opinión de Benedicto XVI- tenga más poros que el Internet Explorer.
Y no, no digo yo que H1N1 sea, como aquel Urtain de los años sesenta, un morrosko de pacotilla para consumo interno de los países pobres ni niego que el mutante porcinogaláctico pueda representar un severo peligro para el género humano y acabe el propio Obama enviándole los marines. Sin embargo, algo hay en todo esto que me induce a sospechar nos hallemos ante una de esas cortinas de humo con que, en momentos críticos, suele el capitalismo ocultar sus maquinaciones y largarse, a escondidas, con el botín.
Así, cuando los pobres del mundo, los parias de la tierra, la famélica legión que nos llama, vivimos con el alma en vilo, pendientes de la miseria que se nos viene encima, aparece en pantalla el microbio porcino, dispuesto a devorarnos sin remisión. Y, si alguien pensó en organizarse, en salir a la calle, que ya es hora, en tirar de la estaca -esa estaca de Llach, que sigue ahí, podrida-, en exigir un cambio de rumbo y de sistema, encontrará tan sólo mascarillas, miedo a ser infectado y sumisión incondicional a quien tenga en sus manos las llaves de la salud.
Ya lo ven: ha bastado un microorganismo de cuarta fila para que el mundo cambie su percepción de la crisis. A pocos interesan los planes del G20, las especulaciones del FMI y las recetas menguélicas del Banco de España, cuando sólo se trata de salvar el pellejo. Ante la perspectiva del contagio, la sempiterna división de la sociedad en ricos y pobres deja paso a una nueva desigualdad entre individuos sanos (susceptibles de ser infectados) e individuos enfermos (potenciales vehículos de infección).
Mientras esto sucede, otro virus, acaso más siniestro y no menos porcino, fagocitará nuestros devaluados ahorros, nos quitará viviendas y vehículos, pulverizará las pensiones, fulminará nuestros pocos derechos laborales y nos devolverá a la Edad Media, la servidumbre, el trabajo de sol a sol, la ignorancia, el oscurantismo y el tribunal de la Inquisición.
Al hilo de lo expuesto , me pregunto qué ha sido de las guerras, de las emisiones contaminantes, de la escasez de agua, del cambio climático, de la falta de alimentos...
La pandemia es el capitalismo.      


© Domingo F. Faílde     
Jerez de la Frontera, 27 de abril de 2009.-

17 de abril de 2009

ESCRIBIR HOY. A VUELTAS CON EL TÓPICO DE LARRA


Uno empieza a cansarse. La literatura, como la vida, es un coto prestado, un piso de alquiler donde, tarde o temprano, alguien llama a la puerta con un requerimiento y adiós, debe usted irse, bajo pena de desalojo, en quince o veinte días: ya lo ven, tantos años y te dan veinte días para irte a ninguna parte. El desahucio. O el fin.
Pero la vida, al menos, como el rosario, tiene misterios gozosos, da por bien excusados los de gloria y reserva los dolorosos para los contumaces de la literatura que, como el pobre Larra, saben a ciencia cierta que “escribir es llorar”. En España, naturalmente, y después que le vengan a uno con violetas y esas mariconadas que no conducen -lo dije- a ninguna parte.
Y eso es lo grave, que no vale nada ni el saber ni el esfuerzo ni la poca o mucha pericia que cada quisque pueda exhibir. Porque aquí, parodiando a Julio César, “la suerte está echada” siempre. Piensa lo que quieras, escribe lo que quieras, haz lo que te dé la real gana: por ejemplo, el Quijote, que ya saldrá algún Lope de la chistera nacional a llevarse las rentas, los aplausos y el gato al agua.
¿Por qué sucede esto? Vaya a saberse. Un amigo, que escribe en los periódicos, me comentaba hace días que, en diez o quince años, escribiendo columnas semanales, bastante comprometidas, nadie le había replicado jamás, con lo que el hombre, viendo el camino libre de trabas, cargaba más las tintas y el lenguaje, el tono de sus artículos, cada vez más cercanos a la soflama, empezaban a oler a pólvora. Ni aun así replicaron. Ni una queja se alzó contra el transgresor, que empezó a sentir miedo, incapaz de medir el alcance de sus palabras.
Ingenuo, imaginó que nadie le entendía o que, sencillamente, a ninguno le interesaba lo que escribía, él, columnista brillante donde los hubiera, sin perrico que le ladrase. Pero no. Se engañaba con tan cándidos pensamientos. La causa del mutismo lejos se hallaba del respeto público, cuanto menos de admiración y otros nobles sentimientos que en la literatura poca cabida encuentran: ninguneo, ignorancia deliberada, calculado silenciamiento; una conspiración o conjura de necios, incapaces de soportar la lucidez ajena, la brillantez del prójimo, el contraste que mide la propia indigencia.
Pero no es éste el caso y, si uno se cansa, si desfallece el ánimo y la pluma flaquea, sucederá tan sólo que la vida diaria se repite, se repite la historia y también se repite la misma canción: corruptelas, favoritismo, chanchullos, ineptitud, mal gusto, girando sobre su eje, como un triste planeta, mientras pasan los años, los lustros, las décadas, y aquí no cambia nada ni se mueve una brizna de aire fresco, un mínimo ventalle, donde se echa de menos un huracán.
Y así continuaremos. Las palabras no se dicen en vano. Larra dijo las suyas cuando no había mediado el XIX. Medio siglo más tarde, Bécquer se convirtió en la viva demostración de cuanto Larra afirmó. Finalmente, por no eternizarnos en una cadena de ejemplos, el caso de Cernuda puso sobre el tapete la misma evidencia. Suma y sigue.
No cambiará la situación un ápice, si antes no cambia la mentalidad del país. ¿Soluciones? Ninguna. O la de Larra.
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© Domingo F. Faílde
….Extramuros, abril, 2009.-

16 de abril de 2009

EL SÍNDROME MARSÉ



¿Te acuerdas de Marsé, de Joan, de Juan Marsé, el de Últimas tardes con Teresa? Aquella novela llegó a convertirse en uno de los iconos de nuestra generación, que vio -vimos- en ella una crítica acerba de los vicios, corruptelas e hipocresía de las clases que optaron por acomodarse al sistema y vivir confortablemente bajo el paraguas franquista. Era además una historia cercana a quienes, día a día, nos tragábamos el acíbar de la frustración y ahogábamos el deseo en una brutal represión.
¿Quién recuerda esos años, ese sordo dolor de la renuncia, ese sabor a sangre que dejaba en la boca la injusticia, esa desolación ante la impotencia? Cualquier libro o artículo, en que asomase la contravención el filo de una uña, abanderaba nuestra rebeldía y entrábamos a saco en sus páginas, ávidos de exprimir cada palabra, buscando, más allá del significado, la perdida razón de nuestra existencia y el rumbo de este triste, miserable país.
Los autores, no obstante, parecía tener otras miras y entonces, como ahora, se dejaban querer, apostando por la supervivencia, como hoy por la cuenta de resultados. Y es que, como dice el refrán, se nace incendiario y se muere bombero.
Marsé, nuestro Marsé, era un mito y es malo ser carnaza de leyenda cuando hay que comer todos los días, echar unos polvos de vez en cuando, nadar y guardar la ropa. No tengo a mano declaraciones suyas de una época en que los escritores sólo pontificaban en las páginas de Triunfo o Cuadernos para el diálogo, catecismos ideológicos de los jóvenes progresistas, tolerados a medias por el régimen. Por entonces, se le consideraba un novelista comprometido, a lo que, desde luego, contribuían sus orígenes proletarios y la batuta todopoderosa de don Carlos Barral.
Hoy, cuando lo más progresista de nuestra sociedad es el botellón de los sábados y la revista de los culturetas un catálogo mejorado, de título Mercurio, buque insignia de la denominada industria cultural, el autor de Si te dicen que caí, bendecido por el premio Cervantes (en España, estos premios suelen ser recompensa, mejor que galardón), pone en pared los dos pies y, cuando José Martí Gómez le refiere, a modo de pregunta, la visita de una muchacha a quien sus profesores enseñaron que Últimas tardes con Teresa constituye un ajuste de cuentas con la burguesía, responde tan campante: Sí. Me he encontrado con muchos casos como ese y sería la parte más divertida: la de hablar con gentes que te explican, muy convencidas, unas facetas de tu narrativa que yo desconozco por completo. "Esto usted lo escribió porque...", te dicen. "Pues mire: quizá sea cierto pero hasta el momento en que usted me lo ha dicho yo no había caído", les responde. Sobre mis personajes hay críticos y estudiosos de mi obra que han escrito cosas que han sorprendido al propio autor, que soy yo. Como insistiera el entrevistador en que de ajuste de cuentas con la burguesía nada de nada..., puntualiza Marsé: Y es cierto. La burguesía es materia para los sociólogos o los economistas. No para un novelista.Y cuando me cansé le dije: "Mire usted: la razón por la que escribí Últimas tardes con Teresa fue porque siempre soñé con irme a la cama con una chica rubia y con los ojos verdes y los muslos que tú tienes y como no pude conseguirlo me inventé a Teresa y..." No pude continuar dándole mi versión porque la chica cogió sus papeles y se marchó a toda prisa.
Vaya por Dios y la memoria histórica de algunos: ahora resulta que a nuestro autor se la traían al pairo las cargas de los grises, el Tribunal de Orden Público y la censura cinematográfica -por no extenderme en la enumeración de las muchas aberraciones franquistas- y que el hombre tan sólo quería follar. Lo demás son inventos de manipuladores, los del contubernio de Munich, los intelectuales a sueldo de Moscú, especialistas en sacar patilla, allí donde no hay pelo: Posiblemente eso me lleva a la búsqueda de belleza, a encontrar en la literatura un mundo de experiencias que no he tenido pero he soñado. Quizás sea el afán de sumergirme en un mundo de fantasía en el que la vida podría ser de otra manera lo que me ha llevado a escribir: la novela como réplica a la vida, a la realidad.
Tal vez diga verdad y, para colmo, le asista la razón. Vistos los resultados, uno empieza a pensar que, a despecho de burlas y chistes idiotas, todo estaba bien atado por el dictador, a quien tan sólo el miedo le habría impedido ver que, tras las algaradas, los panfletos, las pintadas con brocha gorda y las consignas románticas, tan sólo se escondía la ambición de unos pocos -tan voraces como sus oponentes- y la urgencia de echar unos polvos. Pocos años después de su ascensión a los cielos, cuando Adolfo Suárez se empeñaba en cambiarlo todo para que todo siguiera igual, Jarcha, un grupo progresista, que legó a la movida de los ochenta las peinetas de Martirio, pregonaba sin pudor de ninguna índole eran los españoles gente que sólo desea/ su pan, su hembra y la fiesta en paz. Aquella canción se titulaba Libertad sin ira.
En esto, que he llamado el síndrome Marsé, queda enterrada una época y, parafraseando a Herbert Marcuse, el final de la utopía.      


© Domingo F. Faílde    
Extramuros, abril, 2009.-

10 de abril de 2009

DEL TIEMPO Y LA MEMORIA. PENSAMIENTOS AL FILO DE LA TARDE



Y cómo pasa el tiempo. Y cómo se nos va de entre las manos, llevándose en el vórtice todo lo que hemos sido, todo lo que no fuimos, todo lo que nunca volverá a ser. 10 de abril, cien días de este año que apenas acaba de comenzar, rumbo ya a otros eventos de la memoria, con cuyos hitos vamos señalando el vértigo, el terrible tornado del tedio, la maraña voraz del sinsentido.
Pasan semanas, meses, dejando en nuestras manos una tremenda sensación de pérdida, como forma pasiva de la propia pasividad, el acto increíble de no hacer nada, no ver nada, no esperar nada, como escribió Cernuda.
Y digo yo que el paso de los días, esa carrera vertiginosa, tanto más acelerada cuanto menos veloces se afanan nuestras piernas, como si, despojadas del lastre corporal –esos kilos que sobran y esas fuerzas que ya flaquean-, tan sólo de la mente la razón atendieran de acortar cada paso, a volver la mirada nos conminase, no para calcular, prudentes, el trayecto –recorrido o por recorrer-, sino para mostrarnos la hermosura que yace en toda pérdida y aquel remoto y breve paraíso donde ardieron las ascuas de nuestra juventud.
Bello, pues, recordar, aunque el llanto, a hurtadillas, pague en moneda de dolor y melancolía la mágica alcabala de retornar lo huido y una localidad en la platea para ver, escuchar, percibir esas cosas, que sólo en la memoria han podido salvarse del naufragio.
Nosotros, escribimos. Y escribir nos permite desvalijar la memoria y reflotar sus pecios en un pequeño océano de papel. Volvamos, sí, a la infancia y arranquemos al tiempo aquella niña de mirada triste, que encendió con un leve parpadeo el fanal de los sueños. Yo estuve allí , decimos al lector, diez, cincuenta, mil años más tarde, con la satisfacción del periodista -¿existirán entonces?- que acaba de escribir el mejor reportaje de su vida; yo estuve allí, lo presencié; testigo soy, en la primera línea de la noticia. Pero ya no estaremos y sólo en las palabras que hayamos dejado impresas la memoria de lo que fuimos, el recuerdo de lo que somos hoy, habrán derrotado a la muerte.
No sé por qué refiero todo esto, cuitas al cabo de alguien que ya no es joven y, más que a morir, teme que la luz se le apague, que la voz se le nuble, que la palabra expire en el olvido, y entonces sí, se habrá perdido todo, incluso los jazmines que rubrican el aire esta tarde.
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© De la imagen y el texto:
Domingo F. Faílde. Jerez, 10 de abril de 2009.-

8 de abril de 2009

APOCALIPSIS XERRY O UN MODO DIFERENTE DE SUFRIR LA SEMANA SANTA



Se me cae encima el mundo a estas malditas horas de la tarde, cuando la prematura canícula busca en vano su hueso y un órdago florido reta a las brunas capas de la muerte y el fuego de los cirios calcina la ciudad. Por la ventana del habitáculo donde escribo entra la luz y estalla sobre los anaqueles. Afuera, las campanas doblan lúgubremente desde hace media hora y, rebasado el cómputo, pífanos y tambores anuncian la salida del desfile procesional.
Ay, pavor de país… Cuando las rosas abren sus pistilos, cuando la carne adolescente aprieta, cuando el aroma de la vida instila flujos de primavera a la mirada, salen las sombras de su madriguera y agitan con ahínco la carne torturada, la piel molida a golpes de flagelo, las llagas lancinantes, los sangrientos veneros de la sangre, heraldos de renuncia y gallardetes de infelicidad.
Oh, no eres tú mi cantar… No lo es el estrépito que invade mi calleja, el trajín de la turba que pasa, bebe, aúlla y orina, profiriendo palabras incomprensibles y risotadas hueras, mientras en vano intento concentrarme, escapar de esta burla que convierte las calles en una remembranza de otro tiempo, a merced de la clerigalla y las manos siniestras que mueven los hilos.
Con esto de la crisis y otros bretes, este año tendré que resignarme a sufrir los rigores de una cultura carpetovetónica, que no es parca ni indulgente, a fuerza de un mester de intolerancia, tan antiguo como arraigado en estas alquerías.
Lo de menos, naturalmente, es el ya de por sí deplorable espectáculo de las procesiones, con su derroche fantasmagórico de riquezas improductivas, en medio de la atávica superstición de los más y la párvula complacencia del resto; lo peor es la gente que viene y que va, sube y baja, corre de aquí para allá y convierte las calles en un hormiguero que, en pocas horas, se transforma en un albañal.
Imposible, caminar libremente por la calle; pues, vayas donde vayas, te toparás con la comitiva de encapuchados y, no sin menoscabo de tus derechos cívicos, habrás de dirigirte a un paso custodiado por pretorianos y aguardar a que el prepotente alguacil, con ínfulas de corchete o familiar del Santo Oficio, abra dicho pasillo, tras haberlo cruzado el trono correspondiente.
Mas, si crees que quedándote en casa todo se soluciona, craso error. El ruido del gentío, sus meadas, sus borracheras, convierten nuestra calle en una cloaca que, para colmo, animan de continuo las bandas con sus músicas: palio o misterio que entra o sale del templo, dispara los acordes del himno nacional, y uno, sobresaltado, conjetura encontrarse en un cuartel de la legión y que el espectro de Millán Astray vaya a filtrarse por la pared.
¿Ir de bares? Ni se te ocurra. Donde quiera que vayas, una cola de hambrientos irreductibles, en espera de una vacante sin oposición, te disuadirá, si antes no lo han hecho los precios abusivos, la maloliente bazofia y esa nefasta moda de enfriar los vinos, como si de refrescos se tratara.
No hace falta decir que, por la noche, la intentona de dormir un poco es un designio absurdo; y, como el griterío invalida cualquier afán de leer algún libro, sólo resta a tus nervios el recurso de una televisión que, como en los mejores tiempos del Invicto, retransmite en directo más y más procesiones o te castiga hasta el paroxismo las sufridas neuronas con algún peplum u horterada moralizante por el estilo.
Y a mí, ¿quién me protege de la Iglesia? ¿Por qué razón un feto ha de tener más derechos que yo? Ay, que en este país de maricastaña hayamos de estar aún enfrascados en necios debates. Sí, sí, no cabe duda: somos una unidad de destino en lo universal, un caso casi único en el mundo: pura contradicción entre los fundamentos laicos de la democracia y el vivan las caenas del servilón que muchos llevan dentro. También las izquierdas, faltara más.
Santa paciencia…
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© Domingo F. Faílde
...Jerez, abril, 2009.-