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5 de noviembre de 2007

Rajoy y el cambio climático

Menos mal, Sr. Rajoy; menos mal que ese cuento del cambio climático es un bulo del rojerío y hay que ver lo que inventa esta gentuza para desacreditar al PP y abundar en su desmemoria; total, por unos cuantos muertos en la Guerra Civil y cuatro décadas mal contadas de dictadura que, como marzo y abril, con sus ventiscas y chaparrones, sacaron florido y hermoso al mayo posmoderno de la COPE y marcha atrás.
Es su derecho, jefe, y yo ejerzo el correspondiente si le digo que su discurso me repatea y que asertos kafkianos como el suyo me asquean hasta la náusea. Nos menosprecia, amigo: somos gentuza, vale, pero no retrasados y aún nos queda memoria y capacidad para discernir.
Menos mal, don Mariano, que ese cuento es un guión de Hollywood y que, gracias al mismo, su colega el Sr. Al Gore recibió el Óscar –el Nobel, quise decir- y todavía no acabo de entenderlo, pues lo del tipo ése se parece bastante a un viejo chiste en el que una señora, burguesona ella y dama del ropero parroquial, le espeta a su marido, empresario de éxito: Cariño, tú me haces los pobres y yo les pongo la tómbola. Conque a buen entendedor...
Ya lo sé, ya lo sé: soy un romántico empedernido; un inmaduro, vamos. Recuerdo, en cualquier caso, los gélidos noviembres de mi infancia y el frío que pasaba en el colegio, a pesar de que era de pago. Me veo en una estancia de mi casa, con los pies enfundados en unas botas de recio paño, mientras en la terraza contigua se encendía el brasero de picón, a cuyo abrigo almorzaríamos luego y los mayores cambiarían impresiones después de la cena.
Hoy, muchos años después, pero no tantos como para haberlo olvidado, salgo a la calle en mangas de camisa y leo treinta y un grados en la pantalla que hay en el Arroyo. Sí, don Mariano, dije bien: treinta y uno, como en el mes de junio, hace apenas diez años, y he recalado en un café del centro, cuyos ventiladores giraban y giraban, como en el ferragosto.
No, no es verdad lo del cambio climático. Los edificios inteligentes mantienen todo el año la misma temperatura y, por ese motivo, ustedes, los potentados, piensan que todo el monte es orégano y que, en el exterior de sus fortalezas, el mundo, la vida, son el reino de Jauja y sus tecnócratas, con perdón, una especie de Midas, que convierten en oro cuanto tocan. Pues no.
En fin, ya no se acuerda de la lluvia de antaño ni acaso de los puestos de castañas que, como en los viejos cuentos de Dickens, nos acercaban el calor de la miseria con el humo de sus hornillos, mostrándola cercana y entrañable. Pues no, Sr. Rajoy: esa gente pasaba hambre y frío, por más que sus amigos evoquen con nostalgia los tiempos del franquismo.
Pero, ¿qué va a contarme? Son el partido de la desmemoria.    


© Domingo F. Faílde. Extramuros, noviembre, 2007.-

22 de octubre de 2007

Libertad vigilada

Del estado policial a la dictadura media tan sólo una delgada línea y no roja, como el título de una famosa película, sino negra, como la oscuridad, la terrible tristeza del cautiverio, la rotunda desolación de sentirse a merced del que manda, como un mono en el zoo. Pues no existe opresión más despiadada que estar siempre en el punto de mira, vigilado, observado, registrado en cada uno de nuestros movimientos, de nuestras emociones, de esos pequeños gestos que delatan sentimientos e ideas. En posesión del otro, nada nos pertenece. Los actores del “Gran Hermano” reconocen sufrir una rara transformación: acaso no lo saben, pero van, poco a poco, degradando su personalidad hasta convertirse en objetos vivientes, en quienes todo el mundo proyecta sus deseos, frustraciones o inquinas, criticándolos o alabándolos sin más razón, a veces, que la más aberrante, enfermiza subjetividad.
Los autores del engendro, al convertir la vida en espectáculo, como aquel show de Truman que conmoviera a medio planeta, han transformado la intimidad del hombre en una jornada de puertas abiertas, con horario de drugstore y un despliegue de cámaras que, indefectiblemente, confluyen, como un río secreto y despiadado, en la pantalla del segurata o en la red controlada por alguna comisaría. Por su parte, las víctimas, en lugar de sentirse perseguidas, se creen protagonistas de la película de sus sueños y buscan ellas mismas el implacable ojo, dispuestas a inmolarle hasta el alma.
Uno comprende, sin embargo, el riesgo que comporta la libertad. Quienes, en la otra orilla, se empecinan en conculcarla, siempre hallarán pretexto y ocasiones. Al igual que en el viejo Chicago, acribillado por los mafiosos, la gente pedirá protección y surgirá un mercado de la seguridad que, abastecido por intereses privados o móviles políticos, terminará abocando al ciudadano a un siniestro dilema: tranquilidad a cambio de ceder sus derechos a terceros, ya se trate de empresas, ya sea el propio Estado quien asuma el control de la población.
Nos van acostumbrando lentamente. Uno pasea por el centro urbano y, al pasar por delante de un establecimiento, ve su imagen en el televisor, se siente actor y piensa lo feliz que sería, mientras cientos de cámaras le graban el paseo. Nos van acostumbrando a un continuo cacheo en aeropuertos, estaciones de ferrocarril, sucursales bancarias y dependencias públicas. Nos parece normal: hay tanto cabrón suelto; y entendemos que, cada dos por tres, nos irradien en un escáner o que, a bordo de un tren de cuarta clase, siempre haya un helicóptero, como un moscardón, revoloteando a tu alrededor. Y crees que es necesario, lo es. Y te sientes seguro y acaso lo estás. Y te callas y otorgas y hasta aplaudes, convencido de la bondad de tamaño despliegue y la importancia de tu sacrificio.Las costumbres, no obstante, hacen leyes, como reza un antiguo refrán. Y más de uno tememos que, pasado el peligro, si es que pasa, sigamos vigilados, observados, cacheados. En suma, controlados. Y que ahora, a hurtadillas, entre unos y otros, nos estén desmontando la libertad.       


© Domingo F. Faílde. Extramuros, 2007.-

7 de octubre de 2007

Los Beatles se hacen viejos

Recuerdo que llovía mansamente. En el interior del café, mientras se oía, lejano y machacón, el sonido de uno de esos programas televisivos que echan el ancla en la sobremesa, unos ancianos, junto al ventanal, sesteaban tranquilos, como si todo el tiempo fuese suyo y otra cosa jamás hubieran hecho. En la barra, un cliente cuchicheaba con el único camarero algo acerca del fútbol. La atmósfera, entretanto, se iba haciendo más gris, oscureciéndose, conforme la mollizna parecía espesarse y los coches, afuera, salpicaban con fuerza los cristales con proyectiles líquidos que estallaban en leves regueros. De pronto, apareció.
Era un hombre de edad indefinida, no obstante su apariencia de incipiente vejez, con un aire rural y aguardentoso que, enrojeciendo la punta de su nariz, le confería un aspecto de gnomo pueblerino, no del todo discorde con sus ínfulas de reliquia del rock. Pongámosle sesenta, cinco arriba o abajo, quizá menos o acaso algunos más, el misterio insondable de sus años, que, con la dignidad de los últimos de Filipinas, ataviara con toscos vaqueros, zapatillas de marca y un chaleco ceñido del cual, con los chichotes, sobresalían los cuadros de una gruesa camisa, tan basta como todo lo demás.
Tenía el cabello largo, gris por añadidura, a juego con el dédalo de rizos que asomaba por la pechera. Entre huraño y curioso, miró en torno sin pronunciar palabra y, a los pocos minutos, estaba dando cuenta de un coñac peleón en la mesa de al lado, con el automatismo de lo usual.
Nunca hube visto un viejo con melena ni esos humos de hippie que, en mis jóvenes años, retrataban a un chico rebelde, de extrañas ideas, que corría delante de los grises y disfrutaba escandalizando a los ancianitos como Dios manda: traje negro, camisa-blanca-de-mi-esperanza, corbata del color de la viudedad, boina o sombrero; calvos o con el pelo a lo Valentino, aunque venido a menos. Por eso me extrañó, y lo hubiese incluido en mi catálogo de rarezas de no haber escuchado su parla con la coetánea de cabellos sueltos que, con indumentaria consonante, llegó al rato, se sentó junto a él, y emprendieron viaje hacia un pasado que era casi presente para mí.
¿Qué estaba sucediendo? Entrenados en el deporte de ver la paja en el ojo ajeno pero nunca al revés, no me había dado cuenta de que el mundo se llenaba de añosos melenudos: los muchachos-compañeros-de-mi-vida, mis cómplices de farra, los colegas de la facultad, mis amigos de siempre y yo mismo, como si fuera ayer-yesterday y el guaperas de Paul no tuviese la cara cosida de arrugas ni el atractivo Ringo también peinase canas. Los Beatles se hacen viejos, me dije con tristeza, y la rosa amarilla del carpe diem se deshojó entre mis dedos.
Solamente John Lennon, apostado detrás de sus gafas redondas, mantenía su estampa juvenil, tremolante a los vientos la breve melena. Pero él era un mito y un mito no envejece. Ni existe.      


© Domingo F. Faílde. Extramuros, octubre, 2007

25 de septiembre de 2007

La sucia transparencia

Algo huele a podrido. En la poesía española, de unos años acá, hay un olor endémico a chanchullo, a chapuza bajo sospecha, a ley del embudo. La gente, sin embargo, guarda silencio y mira hacia otro lado, temerosa de levantar la liebre, de ponerse en los labios el nombre poderoso, de encontrarse con una querella o sufrir un linchamiento en Internet. En España, la libertad de expresión es pura farsa: demasiados controles, cuando conviene a alguien, y muy escasas manos sosteniendo las riendas de la información.
La cultura no existe. Hace unos días, oí a una concejala hablar de industria cultural, objeto de un apoyo que el buen sentido democrático debiera destinar a los creadores. Pero los pactos por el libro, las campañas de fomento de la lectura, las leyes antipiratería y el afán de sacar tajada hasta de que mencionen al autor del invento, han llevado al terreno de la utopía el mismo encanallamiento, la misma competencia, la misma basura que circula por las empresas de este serrallo capitalista en cuya ciénaga se ahoga cualquier sueño.
La obra literaria, protegida desde el momento mismo de su creación, según pregonan los charlatanes de turno, se reduce a una simple cuestión de copyrigh: a poner en valor -dicen los técnicos- las palabras del escritor. A tanto el kilo de texto homologado, supongo, sin entrar en discursos de calidad ni otros aspectos al margen del mercado, verdadero regulador y estabilizador del producto. El mercado, el nuevo dios de un mundo globalizado que gira en torno al euro y el dólar, se ha convertido en el suero de goteo de una cultura enferma, amenazada por la malaria de los mass-media.
Televisión (da igual si pública o privada), radio (polarizada en dos grandes canales, aparentemente antagónicos), prensa escrita (en análoga situación) y, cómo no, las grandes editoriales, conducen a su antojo la opinión ciudadana e imponen en la práctica una auténtica dictadura idológica, a imagen y semejanza de la infraestructura económica de un país, cuya soberanía, mediatizada por el imperio de las multinacionales y servidora de su brazo armado (la OTAN), es pura ficción.
Los editores, denostados en la época de la transición (otro sandio concepto a revisar) como cualquier otro género de empresario, empezaron a sacar pecho a partir del 92. Ya imaginan ustedes el porqué. Encriptados en la superestructura estatal, han convertido los premios literarios en una fuente de financiación. Basta escribir en Google el nombre del ganador de cualquier premio y relacionarlo con el de la editorial encargada de la publicación para comprobar que este dato no es baladí y que, efectivamente, en un elevado porcentaje de casos, el editor impone a un escritor de su cuadra.
Y pensar que nos quejábamos cuando el premio de Villarriba del Monte se editaba en la imprenta de enfrente... Vamos de mal en peor, ya lo creo; y, si antes repartían el bacalao los alcaldes y sus amigos, ahora desenfundan con bula y venia las pistolas más hábiles del oeste, los caballeros de la buena mesa, doña Oscura Jonás, qué sé yo, entre el aplauso de los que guardan cola en espera de que les llegue el turno.
Gana siempre quien tiene que ganar. A veces, en silencio y en otras ocasiones con alardes que nada bueno presagian. Por ejemplo: imaginen un certamen que, en un derroche de transparencia informativa, publica un listado de finalistas y consigna, junto al título de los libros ganador y comparsas, sus correspondientes seudónimos y, ojo al dato, la procedencia. Sólo falta que publiquen el DNI del autor. Y a esto, una duda: ¿fisgan los matasellos, no siempre fiables, o abren las plicas? Porque, de ser así, fraude habemus.
Pero además las bases no se cumplen o se incumplen de forma descarada, al amparo de la que faculta al jurado a interpretar el resto como me mejor le plazca. De este modo, si la número equis prescribe que los ejemplares se remitan bajo lema, el juez de la horca interpretará que ese extremo se puede omitir, siempre y cuando la calidad del libro –señalado por la omisión- justifique el olvido. Otro caso frecuente consiste en que el jurado don Cagancho se salte a la garrocha la base y-griega, que limita la extensión de los trabajos a equisytantos versos. Luego resulta que el ganador es un libro de prosa poética, eso sí, apabullante, faltara más, y es preciso premiarlo a despecho de los cuatrocientos gilipollas que han tenido la precaución de contar, uno a uno, sus versos, no sea que don Legal se lo cargue en la preselección. Que yo sepa, la prosa no se puede pasar a verso, por libre que éste sea, como los litros a metros cúbicos, a no ser que el sistema métrico decimal haya previsto algo así.
Esto es grave, muy grave, pues implica un desprecio total a las normas, una burla sangrienta al concursante honrado y puede constituir un delito de prevaricación, subterfugios aparte. Pero es mucho más grave el silencio de los corderos o el balido bobalicón del consentido de turno, que aplaude la faena de aliño y, para colmo, le echa su granito de pimienta: Ocnos, de Luís Cernuda, y Espacios, de Juan Ramón, están escritos en prosa y contienen, en efecto, altísima poesía. Pero lo cierto es que ni uno ni otro concursaron con aquellos libros ni, en consecuencia, contravinieron normas ni bases ni jurados. Ya sabemos que, como dijo Machado, hay que librarse del verso cuando nos esclavice; pero, vamos a ver: ¿admitirían un poema narrativo en un concurso de novela corta? La poesía no se puede contar, pesar, medir; los géneros literarios poseen sus propios límites y normas. Y, por pura decencia, hay que atenerse a ellos.
Luego vienen las justificaciones, por regla general en un lenguaje absurdo que raya en lo esotérico. Que si el autor explora en el idioma las claves de lo innombrable, que si el poeta escribe una poesía atmosférica... Pura prestidigitación.
Menos mal que, con sus luces y sombras, nos queda Internet. Los listos aseguran que la literatura no pasa por lugares como éste y así será mientras no logren controlarlo. La poesía, ¿qué es eso?
La transparencia, Dios, la transparencia...    

© Del texto y la imagen:     
Domingo F. Faílde. Extramuros, septiembre, 2007.-

20 de agosto de 2007

Retahílas

Uno de los sucesos más divertidos de que guardo memoria acaeció, hace ya tantos años como el Mayo francés, en el sombrío poblachón giennense donde vivían mis padres. También yo –lo confieso, para no indisponerme con esos profetas del localismo local que no faltan en ninguna localidad que en el mapa se localice-, cuando, de tarde en tarde, volvía de Granada, lleno de ideas extrañas, mala fama y una oscura leyenda de monstruo antifranquista que me hizo bastante popular.
Salía a la sazón con un grupo de chicos y chicas, que ni eran morenas ni rezaban a la Macarena al acostarse, por cuya causa el clero, reputando sus almas en el umbral de la perdición, emprendió una cruzada por ver de salvarlas del energúmeno: “Tened mucho cuidado con ése –les dijo un aquél, hoy secularizado y padre de familia-, que es –tomen ustedes nota y por este orden- intelectual, poeta, ateo, rojo, homosexual y masón”.
"¡Qué currículum, Cristo!”, exclamé al enterarme. Y es que, siendo un don nadie –antes, durante y después de Suresnes-, aquella múltiple atribución me halagaba hasta extremos rayanos en el delirio. La Iglesia, generosa –cuando ningún cristiano ganaba oposiciones al cuerpo de maestros sin la tácita anuencia del obispado-, reconocía en mí, pobre muchacho, al brillante intelectual, lumbrera unamuniana o reencarnación de Voltaire; y, aun cuando me ignoraban los antólogos en las Asturias de Oviedo, un curilla de los de misa y olla me consagraba poeta, sin que la lengua se le trabase, bendito sea el Cielo, por más que a los infiernos me remitiera con el resto de la adjetivación.
Creía por entonces era un rasgo piadoso el recurso a las letanías, pues todos las usaban con el prójimo, e incluso en el partido comunista le espetaban a uno aquello tan famoso de “reaccionario, pequeñoburgués, proudhoniano y anarcosindicalista”, que sonaba no menos a anatema. “Los adjetivos –me advirtió un profesor de la progresía- suelen ser peso muerto en el discurso”; y algunos es verdad que asesinaban o te encerraban en Carabanchel.
La intención del presbítero era más bien artera. La de los comunistas no le iba a la zaga, en absoluto, y, si más inocente se reputase, era porque, teniendo mucho menos poder, a pocos alcanzaban sus retahílas.
Al cabo de los años, sin embargo, a uno llega a antojársele una hermosa manera de descalificar. “Éste no vale un duro –venían a decirte-, pero tiene su mérito”, y soltaban seguidamente el relato completo de tus habilidades, tu carta de hidalguía, lo cual, además de caballeroso, resultaba enternecedor.
Durante cierto tiempo, perduraron las buenas costumbres. Un vate laureado, de esos de la experiencia, el correlato estético y las citas de John Saint Perse, llamaba a sus contrarios “tontilocos, resentidos y malos poetas”, antes de recluirlos en su Mathaussen particular con la estrella de David en el antebrazo, de manera que recibíamos la correspondiente lluvia de gas ninguneador, pero al menos sabíamos por qué. Un consuelo, caramba.
Hoy, las cosas se hacen de otro modo y las mafias imponen la ley del silencio. “No lo nombres, que es pecado”, ya tocando la boca, ya la frente, silencio avisan y amenazan miedo... Y hasta apuros les cuesta a los secuaces. Uno de ellos, al presentar a otro un tercero, poeta, por más señas, y bastante mejor que todos juntos, descubrió la perífrasis: “Te presento a Fulano; bueno, Fulano, que es también profesor, conferenciante, columnista de prensa, crítico literario; sí, hombre, que ha estado en el jurado de muchos premios...” Así, hasta que, al final, mordiéndose los labios y sudando como un verraco, se atrevió a susurrar la palabra prohibida: poeta. Y el hombre descansó.      


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-

15 de agosto de 2007

Carta a Larra

Disculparás, Mariano, que, al cabo de dos siglos (el redondeo en España se practica al alza), turbe tu bien ganado reposo con una carta de dudoso gusto, necrófila, ya ves, en esta tierra nuestra, que primero te hace la puñeta y después, si algún listo descubre tus cenizas, te saca hasta en la sopa y nos salen larritas debajo de las piedras hasta agotarse el filón. Pues por eso te escribo, aunque algunos me tilden de espiritista, pensando es preferible vérselas con los muertos que con algunos vivos de este patio de Monipodio o república literaria, llena de trapaceros, truhanes y sabandijas de varia lección. Soy un tipo legal, como ahora dicen, y no un hipócrita de la saga de aquel Zorrilla zorrón, que se apuntó a la foto de Esquivel, leyéndote versitos junto a la fosa, y luego, grave y carca redomado, se arrancó por peteneras endecasílabas, jurando por su madre que no, que él no era ése, que donde dije digo quise decir lo que sigue y termino: Broté como una hierba corrompida/ al borde de la tumba de un malvado/ y mi primer cantar fue a un suicida,/ agüero fue, por Dios, bien desdichado...Y no es eso, no es eso –la frase más lograda de Ortega y Gasset-, aunque tampoco vengo a traerte violetas, porque a mí ciertas flores me producen alergia y éstas no sé qué tienen: será que están gastadas por el uso o que, sencillamente, a estas alturas son una cursilada, por no pintar de rosa lo que, descolorido, se ha hecho pálido hasta el desdoro.
Así que hablemos claro, camarada: te escribo esta misiva sin respuesta posible (ningún interés tengo, vade retro, en sacarte del ataúd) porque cada mañana, cuando abro el correo y los periódicos, la bilis se me agria y el ácido clorhídrico del estómago amenaza con cavarme una úlcera, a base de disgustos. ¡Qué torrente de desatinos! ¡Qué bandada de tropelías! Entonces, pese a mi horror al tópico, acude a mi memoria una frase brillante de las tuyas, escribir en España es llorar, y las lágrimas ruedan por mis mejillas, vertiéndolas abundantes como los héroes de la Ilíada antes de pronunciar un discurso en hexámetros.
Mas no nos engañemos, pues mi llanto no brota de manantial sereno y ni siquiera es hijo de la ira, aunque algunos pudieran pensar lo contrario. Lloro por no reír, que es falta de respeto y de las grandes, cuando advierto qué poco ha cambiado la piel de este país y qué ralos progresos los de sus mentes más cualificadas, que hacen buenas las frases de un muchacho decimonónico y las repiten una vez y otra, esperando quizá que, con tanto sobarlas, ha de salir el genio, escaso en nuestros días, y zas, milagro habemus: el Consejo Regulador de la Marca Poesía Andaluza cierra sus puertas a cal y canto por quiebra técnica, el garito del Veintiequis hace lo propio por inanición, la fundación de turno se declara en bancarrota, cierta diputación que yo me sé dictamina regulación de empleo y se van a su casa los sátrapas, paniaguados, aduladores, correveidiles, alcahuetes, fulleros, trepas del verso libre ma non troppo y otra fauna menor que por esos pantanos medra.
Si esto sucediera, si los antólogos entomólogos se pincharan los cataplines con el huso de la Belle au bois dormant y los árbitros de la moda imitaran al noble Petronio, muchos zorrillas se lavarían la lengua y no insultaran nunca a su prójimo, a tontas y a locas, ya me entiendes, y dejarían acaso de repartirse el pastel, de negociar con los dineros públicos, de jugar con la inteligencia y el trabajo de los demás.
Sería hermoso, Mariano, y los jóvenes del futuro leerían tus artículos de crítica con talante muy diferente, mientras cada perrico se lame su cipotico, el lector, en su escaño, decide y el escritor escribe, que es lo suyo. En fin, hoy he tenido un sueño, como el hermano Martin Luther King, que era también de los nuestros. Mas tengamos, amén, la fiesta en paz.    


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-

13 de agosto de 2007

Una de pataleo

Hace no muchos días, en un vamos a llamarle simposio –pues tampoco la contingencia alcanzaba el rango de congreso-, tuvo lugar un caso que, mirémoslo desde donde se pueda mirar sin menoscabo de la inteligencia, pone el vello de punta al más templado.
Imaginen el foro, en correcto silencio. La gente, en ocasiones, aplaudía, y las más de las veces asentía en silencio, reservando su ceño más adusto para aquella ocasión en que el bostezo no fuera correctivo suficiente a éste, ésta o eso, que pasaba por la palestra. Cuando de pronto, oh pasmo, ocupó la tribuna una mujer que, con voz bien timbrada y evidente dominio de la escena, dio lectura al poema más sublime que, en bastantes años a la redonda, nadie hubiese leído o escuchado.
La ovación fue de gala, y ni Curro Romero recordara otra igual. Mas, como dijo Antonio Machado en boca de su entrañable maestro Juan de Mairena, salió la bruja del cuento y abucheó al aplauso, a quienes aplaudían, a la poeta, al poema y a la madre que lo parió: que ya es mérito poner en el mundo a memo tan colosal. Y no porque dijese que el poema era malo, juicio al fin subjetivo y respetable, sino por lo viciado y abyecto de su argumentación, sostenida en pilares como los de la muestra:
a) El poema era malo porque usaba de la retórica, poniendo en evidencia a aquellos que, carentes del dominio y aun el conocimiento de la misma, tenían que conformarse con escribir de forma más sencilla, pero eso sí: sincera, en carne viva y otros desgarradores conceptos.
b) El poema era malo porque, al contener alusiones a historias, mitos e ideas que no están al alcance de cualquiera, no podía entenderse.
c) Y otrosí por el léxico, la sintaxis, el nivel del lenguaje utilizado, ininteligible para el colérico detractor.
La conclusión se cae por su propio peso: como el castellano estándar no tiene más allá del mil voces y cuatro o cinco enunciados, quien se salga de ellos no sabe escribir. Lo democrático, entiéndase, no consiste en posibilitar a la mayoría el acceso a los bienes más altos de la cultura sino hacer que ésta baje a las cotas más deleznables de la ignorancia.
Obstinado en sus pobres verdades, perseveraba el simple, arremetiendo contra cualquier semoviente que osara defender a la escritora, recurriendo al insulto, la descalificación y otras técnicas del mismo jaez, fruto sin duda alguna de la experiencia, pues alguna el muchacho debía de tener.
No es nuevo bajo el sol este episodio. Los poemas gongorinos padecieron a lo largo de tres siglos el acoso de la estulticia. Un ilustre cretino, que escribió una Historia de los heterodoxos españoles para condenar la heterodoxia, despachaba la obra del cordobés afirmando que, aparte unos cuantos romances y otros tantos sonetos y coplas, no había quien lo entendiera y que estaba no más como una cabra. Hasta que el bueno de Dámaso Alonso demostró lo contrario y puso sobre el tapete las claves del lenguaje de Góngora, accesibles a todo el que supiera y quisiera entender.
La cultura, en España, como la economía, la política y las costumbres, avanza por la historia dando bandazos. Al Barroco siguió una época de estiaje en lo literario, que convirtió la poesía en un bodrio indigesto. A la generación del 27, cuarenta años de soledad, hasta que los Novísimos, empujados por aquella otra que se llamó del lenguaje, lograron devolverle el esplendor perdido.
Lo que vino después, ya lo sabemos. Lo que está por venir, nos asusta. Lo que estamos viviendo, mejor no meneallo, que huele.      


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-