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7 de octubre de 2007

Los Beatles se hacen viejos

Recuerdo que llovía mansamente. En el interior del café, mientras se oía, lejano y machacón, el sonido de uno de esos programas televisivos que echan el ancla en la sobremesa, unos ancianos, junto al ventanal, sesteaban tranquilos, como si todo el tiempo fuese suyo y otra cosa jamás hubieran hecho. En la barra, un cliente cuchicheaba con el único camarero algo acerca del fútbol. La atmósfera, entretanto, se iba haciendo más gris, oscureciéndose, conforme la mollizna parecía espesarse y los coches, afuera, salpicaban con fuerza los cristales con proyectiles líquidos que estallaban en leves regueros. De pronto, apareció.
Era un hombre de edad indefinida, no obstante su apariencia de incipiente vejez, con un aire rural y aguardentoso que, enrojeciendo la punta de su nariz, le confería un aspecto de gnomo pueblerino, no del todo discorde con sus ínfulas de reliquia del rock. Pongámosle sesenta, cinco arriba o abajo, quizá menos o acaso algunos más, el misterio insondable de sus años, que, con la dignidad de los últimos de Filipinas, ataviara con toscos vaqueros, zapatillas de marca y un chaleco ceñido del cual, con los chichotes, sobresalían los cuadros de una gruesa camisa, tan basta como todo lo demás.
Tenía el cabello largo, gris por añadidura, a juego con el dédalo de rizos que asomaba por la pechera. Entre huraño y curioso, miró en torno sin pronunciar palabra y, a los pocos minutos, estaba dando cuenta de un coñac peleón en la mesa de al lado, con el automatismo de lo usual.
Nunca hube visto un viejo con melena ni esos humos de hippie que, en mis jóvenes años, retrataban a un chico rebelde, de extrañas ideas, que corría delante de los grises y disfrutaba escandalizando a los ancianitos como Dios manda: traje negro, camisa-blanca-de-mi-esperanza, corbata del color de la viudedad, boina o sombrero; calvos o con el pelo a lo Valentino, aunque venido a menos. Por eso me extrañó, y lo hubiese incluido en mi catálogo de rarezas de no haber escuchado su parla con la coetánea de cabellos sueltos que, con indumentaria consonante, llegó al rato, se sentó junto a él, y emprendieron viaje hacia un pasado que era casi presente para mí.
¿Qué estaba sucediendo? Entrenados en el deporte de ver la paja en el ojo ajeno pero nunca al revés, no me había dado cuenta de que el mundo se llenaba de añosos melenudos: los muchachos-compañeros-de-mi-vida, mis cómplices de farra, los colegas de la facultad, mis amigos de siempre y yo mismo, como si fuera ayer-yesterday y el guaperas de Paul no tuviese la cara cosida de arrugas ni el atractivo Ringo también peinase canas. Los Beatles se hacen viejos, me dije con tristeza, y la rosa amarilla del carpe diem se deshojó entre mis dedos.
Solamente John Lennon, apostado detrás de sus gafas redondas, mantenía su estampa juvenil, tremolante a los vientos la breve melena. Pero él era un mito y un mito no envejece. Ni existe.      


© Domingo F. Faílde. Extramuros, octubre, 2007