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13 de agosto de 2007

Una de pataleo

Hace no muchos días, en un vamos a llamarle simposio –pues tampoco la contingencia alcanzaba el rango de congreso-, tuvo lugar un caso que, mirémoslo desde donde se pueda mirar sin menoscabo de la inteligencia, pone el vello de punta al más templado.
Imaginen el foro, en correcto silencio. La gente, en ocasiones, aplaudía, y las más de las veces asentía en silencio, reservando su ceño más adusto para aquella ocasión en que el bostezo no fuera correctivo suficiente a éste, ésta o eso, que pasaba por la palestra. Cuando de pronto, oh pasmo, ocupó la tribuna una mujer que, con voz bien timbrada y evidente dominio de la escena, dio lectura al poema más sublime que, en bastantes años a la redonda, nadie hubiese leído o escuchado.
La ovación fue de gala, y ni Curro Romero recordara otra igual. Mas, como dijo Antonio Machado en boca de su entrañable maestro Juan de Mairena, salió la bruja del cuento y abucheó al aplauso, a quienes aplaudían, a la poeta, al poema y a la madre que lo parió: que ya es mérito poner en el mundo a memo tan colosal. Y no porque dijese que el poema era malo, juicio al fin subjetivo y respetable, sino por lo viciado y abyecto de su argumentación, sostenida en pilares como los de la muestra:
a) El poema era malo porque usaba de la retórica, poniendo en evidencia a aquellos que, carentes del dominio y aun el conocimiento de la misma, tenían que conformarse con escribir de forma más sencilla, pero eso sí: sincera, en carne viva y otros desgarradores conceptos.
b) El poema era malo porque, al contener alusiones a historias, mitos e ideas que no están al alcance de cualquiera, no podía entenderse.
c) Y otrosí por el léxico, la sintaxis, el nivel del lenguaje utilizado, ininteligible para el colérico detractor.
La conclusión se cae por su propio peso: como el castellano estándar no tiene más allá del mil voces y cuatro o cinco enunciados, quien se salga de ellos no sabe escribir. Lo democrático, entiéndase, no consiste en posibilitar a la mayoría el acceso a los bienes más altos de la cultura sino hacer que ésta baje a las cotas más deleznables de la ignorancia.
Obstinado en sus pobres verdades, perseveraba el simple, arremetiendo contra cualquier semoviente que osara defender a la escritora, recurriendo al insulto, la descalificación y otras técnicas del mismo jaez, fruto sin duda alguna de la experiencia, pues alguna el muchacho debía de tener.
No es nuevo bajo el sol este episodio. Los poemas gongorinos padecieron a lo largo de tres siglos el acoso de la estulticia. Un ilustre cretino, que escribió una Historia de los heterodoxos españoles para condenar la heterodoxia, despachaba la obra del cordobés afirmando que, aparte unos cuantos romances y otros tantos sonetos y coplas, no había quien lo entendiera y que estaba no más como una cabra. Hasta que el bueno de Dámaso Alonso demostró lo contrario y puso sobre el tapete las claves del lenguaje de Góngora, accesibles a todo el que supiera y quisiera entender.
La cultura, en España, como la economía, la política y las costumbres, avanza por la historia dando bandazos. Al Barroco siguió una época de estiaje en lo literario, que convirtió la poesía en un bodrio indigesto. A la generación del 27, cuarenta años de soledad, hasta que los Novísimos, empujados por aquella otra que se llamó del lenguaje, lograron devolverle el esplendor perdido.
Lo que vino después, ya lo sabemos. Lo que está por venir, nos asusta. Lo que estamos viviendo, mejor no meneallo, que huele.      


© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-