En la Granada universitaria de finales de los sesenta, cuando los fastos del mayo francés, en estado latente todavía, hacían pensar a algunos que sus sueños eran la pesadilla de alguien, un grupo de poetas, náufragos del pasado, vivió la suya propia en las apenas restauradas naves de la iglesia de San Jerónimo.
Corrían otros tiempos, desde luego, así como otras eran las circunstancias que congregaron a la alegre muchachada de aquella ciudad en torno a unos poetas, ni alegres ni muchachos, benditos en exceso y adocenados hasta la arterioesclerosis. García Nieto, Pemán y, en fin, un ramillete de imperiales violetas, llevaban en el lomo sus alforjas con un quintal de versos.
No llegaron de incógnito, qué va. Y, mientras los heraldos de la fama pregonaban sus nombres en prensa y radio, en el terrible bar de Filosofía, por aquellos entonces sala de banderas de la más aguerrida contestación, comenzó a prepararse otro recibimiento.
Sin saber cómo, cuándo ni de dónde, corría con el vino pesetero de Paco -que era, cuchicheaban, agente de la social- un libro pintoresco y revelador, la prueba contundente para el auto de inculpación que allí se estaba incoando. El Poema de la bestia y el ángel circuló corregido y aumentado, llenó carteles y hojas volanderas, fue pasto de panfletos y asambleas, de manera que el vate jerezano jamás imaginara masa tal de lectores, interesados críticos y minuciosos eruditos, que, en cuatro o cinco días, acotaron, anotaron, interpretaron, analizaron, destriparon y condenaron, golpe a golpe y verso a verso, aquellos cantos épicos, dedicados en letras de oro a Franco, José Antonio y Calvo Sotelo. La Inquisición, en sus mejores épocas, no exhibió tanto celo ni tuvo a su servicio delatores, instructores o simples testigos, tan exactos y diligentes.
Llegado el día solemne, los modestos quiosqueros granadinos hicieron el negocio de su vida, vendiendo al por mayor y a buen precio un juguete en desuso, que, de la noche a la mañana, aquella juventud reivindicadora se empeñaba en recuperar. Tratábase, sin más, de un mínimo artefacto de hojalata que, con forma de rana, producía, presionando la parte posterior del objeto, una chirriante réplica de la voz del batracio, tan aguda como desagradable.
Armados, pues, de anfibio, ocupamos el auditorio, a excepción, claro está, de los asientos reservados a autoridades y jerarquías, que comparecieron en uniforme de gala, en contraste inquietante con el progre desaliño de cuantos al combate nos aprestábamos: largos y mal peinados cabellos, barbas, bigotes a lo Iñigo, téjanos, cazadoras, alguna minifalda, y esos cientos de ranas infernales que, apenas iniciada la lectura, rompieron a croar, maleducadas, llenando con su estrépito las bóvedas y abordando, corsarias, los micrófonos, de modo tal que oyentes y radioyentes otra cosa no oyeran sino aquella mordaza sonora. Fuera, la policía, en su gris impoluto no sabía qué hacerse.
Sus archivos, no obstante (por cierto, ¿qué habrá sido de ellos...?), guardaron amplia nómina de quienes, con el paso de los años, irían relevando a los de gala, nuevos padres de la patria, hijos predilectísimos, primos hermanos y demás familia: consejeros de la Junta, concejales y alcaldes de más de una ciudad, diputados, burócratas, pintores de renombre, críticos, editores, poetas, novelistas...; en fin, un pandemónium con visado para la historia.
Había que cambiarla, nos decíamos. Emulando a Bakunin, nos disponíamos a dinamitar una cultura que, como Hamlet, apestaba a podrido: La imaginación al poder (menos mal). Engels, Marx, Lenin, Gramsci, Santiago Carrillo, eran el catecismo: Que florezcan mil flores y mil escuelas, escribióMao Tsé Tung...
Con el advenimiento de la democracia, muchos de los que hablaban de dinamitar la cultura, tomaron posiciones bajo el manto del ministerio de la especialidad. Hay que dinamizar la cultura, aseguraban. Y para protegerla, limpiándola de nietos, pemanes o laínes, disidentes pasados, presentes y futuros, diéronse subvenciones, prebendas, sinecuras, ocupando al asalto prensa, radio, televisión, publicaciones, plataformas editoriales y otros foros, dispuestos a croar su verdad.
Sus versos virginales, rebeldes, inflamados, se arrugaron muy pronto. La pasión juvenil, desveladora, fue cediendo su puesto a una ternura blanda y peliculera, que hace causa común con lo más sórdido de una cultura urbana mortalmente enferma. Y mientras, convertidos en gabinete de prensa y propaganda del fe tipismo, entronizan los mitos, santos, héroes, de un entorno autofágico y demoledor, aplauden las reformas salvadoras que, a no dudarlo, liberarán a las nuevas generaciones del peso muerto del latín, el ominoso lastre de la filosofía, el tedioso baldón de los clásicos, abriéndoles a cambio el paraíso de la informática, el horizonte aséptico de las tecnologías de vanguardia, el agujero de ozono, el mundo feliz de Huxley y la estupidez diplomada.
Entonan las exequias de las ideologías, y acaso no carecen de razón, quizá porque la ciencia ejerce una rígida dictadura y deja menos espacio a la libre interpretación de los fenómenos. Sin embargo, se escuchan nuevas voces disidentes y surgen por doquier alternativas: se empieza a hablar de nueva medicina, por citar un ejemplo, mientras nuevos enfoques de la historia, la biología, la astrofísica, remueven poco a poco el rescoldo epistemológico de una sociedad instalada en la autocomplacencia.
La utopía, en todo caso, sigue viva. Hoy, como ayer, Justicia, Libertad, Amor, Sabiduría, están lejos del hombre, llamándolo, incitándolo, poniendo ante sus ojos un referente cóncavo, ante el cual el presente es una zafia caricatura. El cosmos se nos hace cada vez más pequeño, mientras se abre y ahonda el abismo de la violencia, la intolerancia, la incomunicación y la insolidaridad.
Son muchos los conceptos que nuestra humanidad neomedieval urge replantearse. Entre otros, la idea de poesía. La idea de poeta, en cualquier caso. Es el suyo mester de humildad, ajeno y aun contrario a la molicie funcionarial del vocero. Hay que recuperar la juglaría, el malditismo, la diferencia, apostando con la primera por el salto sin red, el riesgo imprescindible que la creación comporta. No es el despacho el reino del poeta sino los horizontes infinitos donde hierve la vida, plagada de misterios, oferente de gozos inexplorados, pletórica de retos.
Y es preciso salirle al encuentro, aun dolorosamente, no para doblegarla o transformarla, y sí par a tomarla como un cuerpo adorado, fundiéndose en su carne y en su alma, confundiéndose en ella hasta arrancarle la fruta ardiente que llamamos poema.
O puede que, muy pronto, escuchemos croar a las ranas.
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© De la imagen y el texto:
Domingo F. Faílde, 2010
* Este artículo fue publicado en Papel Literario, suplemento del Diario Málaga-Costa del Sol, el 7 de mayo de 1995.