… en mas de vienticinco siglos los humanos no nos hemos movido del sitio, me dices. Y dices bien. Has dado en la diana y -¡bienvenido al club de los visionarios!- también has recibido la inquietante revelación que, hace ya quince años, plasmé en este poema:
FUEGOS DE CAMPAMENTO
LLEVAMOS mucho tiempo cabalgando.
Atrás hemos dejado
reinos, ciudades, hombres,
y hemos dejado un rastro de sangre
y de sombra.
Mucho tiempo: el viaje
es largo y se sospecha
que estamos dando vueltas, como buitres
en torno a la carroña
de nuestros propios cuerpos.
Años, siglos, milenios, glaciaciones,
kilómetros y millas, sin movernos del sitio
donde nacen y yacen nuestros cadáveres.
Cuando al fin nos hayamos devorado,
podrá Cronos, dichoso,
dormir su siesta eterna: la memoria
o el sueño
donde habitan los monstruos
que escriben la historia.
(de La noche calcinada. Almería, Batarro, 1996)
Se trata, ya lo ves, de congelar el tiempo, la historia, rizando el rizo de lo imposible, pues la voz lírica, como ves, queda fuera del tiempo y el espacio y, emplazada en ¿la eternidad?, toma este extraño daguerrotipo. No hará falta te cuente que tan sólo unos pocos iluminados comprendieron la terrible parábola y llegaron, por otra parte, a la conclusión –ya enunciada por Aristóteles- de que la poesía tiende a representar lo universal y la historia lo particular. Quienes viven a costa de la última, pusieron el grito en el cielo. Los poetas que llamaremos serios, por llamarlos de alguna manera, se pusieron a cavilar.
Tienes razón y, en otro orden de cosas –que es el mismo- haces buena una frase de Nietzsche, de esas que uno puede adoptar como lema: Sólo al atardecer levanta el vuelo la lechuza de Palas. Indiscutible, ¿verdad?
Pero el mundo no está para preguntas y, habida cuenta de las circunstancias que nublan la actualidad, podemos comprenderlo y disculparlo, aunque sepamos a ciencia cierta que nunca habrá respuestas donde antes no hubo preguntas. Por eso, los profetas predicaban en el desierto.
No podía ser de otro modo, si tenemos presente que la sordera es el escudo de los políticos. Por eso los troyanos no oyeron a Casandra ni los republicanos españoles a Ortega y Gasset, mientras Adolfo Hitler se encerraba en su tumba para no oír el ruido de las bombas. Si la política, que es el folleto de instrucciones de las sociedades humanas, aborrece la poesía (non debent togati iudices a Musarum honore et a poetarum salute abhorrere, escribió Cicerón en su Pro Archia), se retrocede a la animalidad y, carentes de rumbo y utopía, regresamos a la ley de la selva, al imperio de los instintos –que no de los sentidos, proveedores, al fin y al cabo, de experiencias para el conocimiento-, cerrando así un peligroso círculo, que otra cosa no sea el apocalipsis: un genocidio absoluto o un suicidio universal, que viene a ser lo mismo.
Creo, también, que, en este tiempo nuestro, la sordera se ha generalizado. Sordos son los políticos, acabo de decirlo –y el Sr. Zapatero es el mejor ejemplo-, pero sordos también los gobernados que, abdicando derechos y responsabilidades en beneficio de sus gobernantes, no ven, no oyen, no sienten y consienten cualquier tropelía, con tal que los dejen hozar en paz. Somos un muro, pues, unos y otros, contra el que reverbera la luz, sin traspasarlo. Advertimos acaso el resplandor, pero andamos sumidos en las tinieblas, como los ciegos de Saramago.
La gente, en su egoísmo, quiere tranquilidad y exige esperanza. Se enaltece lo positivo, pero se oculta o ignora la propia negatividad. Como enseñó Platón en sus últimos años, el pueblo quiere halagos porque no se acomoda a la verdad, y éste es el territorio, el espacio vacío que ocupan los políticos, su coto de caza. Entre unos y otros, incubamos el huevo de la Bestia.
Bendito el vientre que no concibió y los pechos que no amamantaron, dijo el rabí Jesús y no parece que, de momento, se despeje el enigma de estas palabras. Ni seré yo, desde luego, quien, sumido en la fiebre trivializadora que nos sacude, las vista de faralaes. Pero en esta advertencia hay poesía, religión –que no dogma-, progresión al misterio. Y, volviendo al poeta, ¿acaso nuestro reino es de este mundo?
Puede que no lo sea, pero no le es ajena la realidad –ya lo dijo Virgilio en un hermoso hexámetro-. Su defección apaga toda luz y deja el campo libre a los políticos y su enjambre de financieros, empresarios, propagandistas, mercachifles, esquiroles, burócratas… La política me produce asco. Y ahondar en la poesía mucho miedo.
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© Del texto: Domingo F. Faílde
Jerez de la Frontera, 27.06.10.-
© De la imagen: Dolors Alberola, 2009.-