Si, alguna vez, en el escaso tiempo que me resta de vida -mayor en todo caso que mis ganas de hacerlo-, pudiera publicar mis pobres prosas, dispersas en periódicos, revistas y este refugio de pecadores que es, por ahora, Internet, se sabría que, al margen de poéticas, confesas o no tanto, siempre albergué la sospecha –certeza, diré hoy- de ser enfermedad y no otra cosa lo que llamamos, pomposamente, poesía.
Los eruditos a la violeta, tan pedantes y pedorreros en el presente como en el XVIII, apostillarían con engolada displicencia que sí, que ya lo dijo alguien, con citas en cursiva, y que, con la mayor naturalidad, eso se denomina estado alterado de la conciencia, manda cojones, cuando todos sabemos que es más simple. Un virus, sí; la poesía es un virus y el poeta por él infectado un enfermo incurable. Porque este mal que nos inocularon no tiene cura ni responde a cuidados paliativos ni otra esperanza hay de sacudírselo que aquella dolorosa cuan lúcida eutanasia, que se aplicara Larra.
Hablo en serio. Y mira que aquel hombre andaba bien untado de ese bálsamo que es el éxito… Pero la poesía, arriero inflexible y brutal, nos coloca una jáquima en los ojos y, a golpes en los ijares de la maldita sensibilidad, nos conduce a su antojo, azuzándonos con la fusta que más de uno tiene por lucidez.
Así pienso que sea, pues no hallo otra razón para perseverar en rigores tan lancinantes sino aquella flaqueza con que el mal nos corroe, tornándonos adictos a la literatura, sus pompas, sus obras, su vanidad, su zozobra, su malandanza, su falsía, su inutilidad…
Pero acaso suceda seamos un vestigio los poetas de otra vida más pura, si alguna vez lo fuera, cuando el hombre podía permitirse arrancarle el sustento a la naturaleza, percibiendo su pálpito en la tierra, en la lenta germinación de los frutos, en el devenir de las estaciones; y, tras el laboreo cotidiano, sentarse a contemplar las estrellas, poner en orden sus conocimientos, ajustar su conciencia a la armonía del cosmos y disponer su espíritu a la revelación del misterio.
Y también ocurrió que, con la división del trabajo y el advenimiento de una casta de explotadores, toda aquella función del hombre ocioso devino productiva y, por tanto, alienada, de modo que aquel ente colectivo –el creador- se transformó en productor y su obra, con ello, en mercadería, sujeta a las mareas del comercio y manipulada, como cualquier objeto mecánico, con aparejos y tecnologías.
¿Qué nos puede extrañar cuanto vemos y padecemos en la hora presente? La poesía, como un bien de consumo cualquiera, ha sido arrebatada al antiguo poeta artesano y puesta en valor por empresas y holdings, que la diseñan, envasan y distribuyen con criterios de márquetin.
Malos tiempos, se dice, para el poeta. Es la hora de los gestores que, atrincherados en sus despachos, preparan el terreno y lo ponen a punto de caramelo para recibir esa lluvia jupiterina que sólo beneficia a las grandes editoriales, los cada vez más fuertes distribuidores, los reducidos trusts de escritores paniaguados, los lameculos de siempre, que aspiran a ocupar alguna vacante, los patronos interesados en obtener ventajas fiscales… ¡menuda cofradía! Dentro de un par de lustros –si la crisis no acaba sepultándonos-, el poeta será una especie de técnico homologado y no podrá ejercer su profesión sin la licencia correspondiente.
Una ignominia, claro. Y lo peor del caso proviene del control ejercido por el sistema en materia de contenidos. La literatura, en general, y la poesía en particular , expresión de la superestructura ideológica de la sociedad, devienen tanto más peligrosas cuanto más se ensancha su base social. En un mundo donde la tan cacareada globalización es un hecho nefasto, el poder necesita una poesía absolutamente desactivada, plana, trivial, enclenque.
Se la ha identificado muchas veces con la denominada poesía de la experiencia. Otras, con las letras que se difunden a través de la música pop. Sin embargo, por más que un aluvión de poetas oportunistas haya abusado de los principios estéticos de aquella tendencia, degradándolos hasta el ridículo, urge restituirle el mérito indudable de sus epónimos y el salto cualitativo que, en su momento, supuso. En cuanto al rock & roll, habrá que distinguir entre las letras innovadoras de los años 60-70 y las que, totalmente idiotas, hacen furor en la actualidad.
Ya se le ven los pelos al fantasma. Así, sin ir más lejos, observamos una alarmante transformación en los principios éticos que, en los albores de nuestra democracia a la española, sustentaron la creación de un buen número de certámenes literarios. Se trataba de fomentar la creatividad, al amparo de unos valores cívicos determinados, progresistas por lo común. Se premiaba, por tanto, al creador, al poeta, y así fue hasta que el utilitarismo de unos y el catetismo de la mayoría propiciaron el aterrizaje de las grandes editoriales en un buen número de concursos –y sigue creciendo-, que han acabado imponiendo sus intereses, premiando a sus delfines y convirtiendo el premio correspondiente en un mecanismo de financiación. El poeta –el ingenuo poeta que va por libre- no tiene nada que hacer, aunque escriba la Eneida.
Otro signo de la ola de globalizaciones que nos invade puede verse en el culto a lo extranjero que parece imperar en buena parte de los editores. De unos años acá, mientras los españoles nos comemos con sal y pimienta nuestros originales, los escritores latinoamericanos hacen su agosto en la madre patria, empeñada en sacudirse la leyenda negra y un ancestral complejo de xenofobia.
También los europeos medran por esta tierra de nadie, donde el clima y la religiosidad hacen milagros, tal el don de lenguas. Pero, aunque se me aparezca la Virgen, no logro comprender cómo un flamenco –de los de Flandes, claro- puede ganar un premio de poesía en castellano, sin que ningún colega le haya echado una mano -la duda ofende, faltara más- en forma de traducción.
Y para qué seguir. Con lo expuesto ya se ve a dónde vamos y qué podemos esperar del futuro. A Huxley y Orwell no les sobraba la fantasía. A mí tampoco.
El sistema nos va acorralando. Desde las cumbres borrascosas del Instituto Cervantes hasta el casinillo periférico de la Generación del 27, la tribu va tomando posiciones. Con la fuerza de las instituciones, nuestro dinero público y las consignas de los políticos, no necesitan ametralladoras para barrernos. Pronto, muy pronto, no tendremos un sitio, una tribuna, un miserable premio. Cuando la idea de industria cultural prevalezca sobre la de cultura, habrá culminado el proceso de empresarización a que nos han conducido la brutalidad del Mercado Común, la avaricia corrupta de nuestros gobernantes y el oportunismo de los hombres y mujeres de letras. Es el Apocalipsis.
Ni siquiera nos dejarán la poesía, desengañémonos. La poesía no es, no puede serlo, la escritura onanista de quien, preso y amordazado, pide socorro y, a bordo de una botella, arroja al mar su desesperación, su tristeza, su voz amordazada. A gritos o en silencio, la poesía es un acto de afirmación y debe sonar nítida, entre los hombres, ofreciendo un camino, una puerta, una luz.
En tiempo de cataclismos, éste -la alienación de la literatura- es, sin lugar a dudas, uno de los peores.
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© Del texto y la imagen:
Domingo F. Faílde, 2010.-