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20 de marzo de 2010

Tiempo de arrepentidos y biempensantes. El arte de desdecirse



Decíamos ayer, a propósito de Hypatía, que el criminal Cirilo, sin que conste mediara arrepentimiento, fue elevado a los altares, aunque sería su víctima quien alcanzase la gloria. Eran tiempos convulsos y el cristianismo, religión de Estado, una especie de pensamiento único para afrontar una crisis muy parecida a la de nuestros días y ahogar sus consecuencias en el túnel de la Edad Media. Se prohibieron los juegos circenses, las carreras de cuadrigas, el teatro, la libertad y, salvo en el paréntesis saludable del reinado de Juliano El Apóstata, se persiguió a filósofos, científicos, poetas; en suma, a todo aquel o aquella que se atreviese a pensar por su cuenta.    
Hoy, avisados por la historia, apenas se van viendo las orejas al lobo, los que, hace algunas décadas, condujeron al pueblo por derroteros de liberación, se desdicen y, más o menos explícitamente, declaran su acatamiento al sistema. Por lo que pueda pasar y, en todo caso, por no soltar la presa. Hace un año, aproximadamente, critiqué a Joan Marsé, el mítico autor de Últimas tardes con Teresa. Aquella novela llegó a convertirse en uno de los iconos de nuestra generación, que vio -vimos- en ella una crítica acerba de los vicios, corruptelas e hipocresía de las clases que optaron por acomodarse al régimen y vivir confortablemente bajo el paraguas franquista. Era además una historia cercana a quienes, día a día, nos tragábamos el acíbar de la frustración y ahogábamos el deseo en una brutal represión. Ahora, por obra y gracia del premio Cervantes, resulta que a nuestro autor se la traían al pairo las cargas de los grises, el Tribunal de Orden Público y la censura cinematográfica -por no extenderme en la enumeración de las muchas aberraciones de la dictadura- y que el hombre tan sólo quería follar. Lo demás son inventos de manipuladores, los del contubernio de Munich, los intelectuales a sueldo de Moscú, especialistas en sacar patilla, allí donde no hay pelo: Posiblemente eso me lleva a la búsqueda de belleza, a encontrar en la literatura un mundo de experiencias que no he tenido pero he soñado. Quizás sea el afán de sumergirme en un mundo de fantasía en el que la vida podría ser de otra manera lo que me ha llevado a escribir: la novela como réplica a la vida, a la realidad. Eso dijo.    
Para no irle a la zaga, también Ana Rossetti se despacha con contriciones por el estilo. Hace unos días, al término de un acto literario, un grupo de poetas y escritores estuvimos con ella, tomando unas copas. En un momento dado, como saliera a relucir su Devocionario, puso cara de mártir y deploró el mucho daño que le causara este libro, pues la gente, según ella, no se detiene a reflexionar que la poesía es ficción y le aplica lo escrito por su mano, tachándola de sacrílega (ningún progresista lo hizo), blasfema (ídem de lo mismo), anticlerical (otrosí) y ligera de cascos, cuando ella, educada en un colegio de monjas (lo mismo que yo), nunca se había propuesto molestar a la Iglesia (yo sí) ni poner en cuestión ningún dogma de fe. Sin embargo, su justa posición en nuestras letras se asienta en lo que, al cabo de los años, vendría a ser un equívoco que, desde luego, no desmintió en su día.     
Tengo la sensación desazonadora de que la tribu, los instalados en el pesebre oficial, siguiendo acaso alguna estrategia de márquetin, diseñada a socaire de una política cada vez más retrógrada, quisieran borrar su pasado progresista –cuando lo hubo- o, al menos, mitigarlo, reducirlo a pecadillos de juventud, a travesuras de universitario, a cancamusa de tunos complutenses…; y, a cambio de una escudilla de garbanzos, se afanan en demostrar, como en plena efervescencia del franquismo, que eran personas serias, de derechas de toda la vida, cuyos libros, de absoluta solvencia moral, se pueden leer con toda confianza y llevarse, tranquilamente, en el carro de la compra.    
Luego, al referir y comentar el caso, no falta, sino todo lo contrario, quien, en vez de analizar un pensamiento o explicar una conducta, se pone de parte de la estrella de turno, reputando agresión lo que es sólo una duda razonable. Y es que, en momentos de involución, conviene estar al lado de los fuertes. Actitudes de este y otro jaez por el estilo son el pan nuestro de cada día entre los mendicantes de la literatura, siempre a las puertas del reino, en busca de unas migajas.     
Y no abogo, como dirían los del Opus Dei, por la santa impertinencia ni la santísima puñalada trapera, extremos que poco o nada tienen que ver con una crítica honesta. Se puede y se debe ser diplomático, tratar de mantener modales y educación, cultivar la cortesía y buscarse la vida, manteniendo siempre la dignidad y la ética.    
Si el poeta se vende al mejor postor, si mezcla su palabra con el lodo, si en lugar de dispuesto se ofrece disponible, ¿qué esperanza nos queda? Sin poesía, tiene la humanidad sus horas contadas.
    
© Domingo F. Faílde    
Extramuros, a 20 de marzo de 2010.-

14 de marzo de 2010

Hypatía, memoria histórica del mundo antiguo, una señal de alarma para nuestra moderna civilización


Pocos pueden dudar a estas alturas de que Alejandro Amenábar es uno de los activos más sólidos del raquítico cine español. Un genio, por qué no, pues incluso en periodos de estiaje el talento se pone en evidencia, tanto más cuando algunos lo ponen en cuestión. Hay que serlo, en efecto, para arrojar a un mercado totalmente idiota una película de romanos –como antaño se les denominaba-, cuando la demanda pone sus ojos en cuentecitos seudofuturistas y otras niñadas para todos los públicos.    
Se objetará que Ágora no es una película de romanos, a imagen y semejanza de las que alude Joaquín Sabina en una conocida canción, y es verdad. De griegos, a lo sumo, pero no sería cierto tampoco. Con independencia de que la acción transcurra en el siglo IV y se base en sucesos históricos, nos hallamos ante una cinta ágil e inteligente que, sin apenas conceder reposo al espectador, lo traslada a la vieja Alejandría para hacerle viajar mucho más lejos: a la memoria histórica.    
Los orígenes del cristianismo, mitificados incluso por comunidades que se definen como progresistas, necesitaban este baño crítico. Acostumbrados al martirologio, daba la sensación de que los buenos militaban en la facción de la fe y los malos en la del paganismo, con todas sus secuelas infernales: el pensamiento libre, la tolerancia moral y la ciencia. Frente a esta imagen, clásica, a fuerza de insistir en los iconos ejemplarizadores del catolicismo más rancio, Amenábar propone la figura de una mujer singular, Hypatía, filósofa y científica alejandrina, inscrita en la tradición neoplatónica, cuya fidelidad a sus propios principios, contrarios al oscurantismo cristiano, le granjeó la inquina del patriarca Cirilo y de sus seguidores más fanáticos, los parabolianos, mitad monjes, mitad soldados, que constituían, de hecho, una especie de guardia pretoriana, al servicio del obispo integrista.    
Integrista, sí. Subrayo esta palabra porque Alejandro Amenábar, al caracterizar a este personaje, nos ofrece un retrato que, desgraciadamente, se ha hecho popular en nuestros días, ya con el rostro de Jomeini, ya con la faz de Ratzinger o, en latitudes más próximas, Rouco Varela. Y es que Ágora –palabra que se puede traducir como parlamento o tribuna libre y sugiere las ideas y los valores de discusión y diálogo democráticos- proyecta en las pantallas una señal de alarma, avisando de los peligros que se ciernen sobre el mundo civilizado y el final que le aguarda a merced de lapidadores de toda índole, dispuestos a aplastar la libertad, la igualdad, la cultura, y ponernos a todos de rodillas ante un nuevo poder político y económico, dimanado de la globalización. La figura invisible del siniestro Teodosio II parece señalar a otros líderes más recientes, meros ejecutores de un poder superior, que se ejerce en la sombra.    
Hypatía, acusada de impiedad por quienes ni siquiera estaban legitimados para hacerlo, murió desollada, no lapidada. Las piedras que se arrojan contra ella en las últimas escenas de la película poseen un carácter simbólico: Así trata la vida a los que sueñan, escribe Dolors Alberola en un poema sobre esta extraordinaria mujer, y así trata, en efecto, el integrismo a la ciencia, al pensamiento, a la libertad. También a la mujer, obligada a ocultarse bajo un burka o considerada por el judeocristianismo como fuente de perdición y antesala del infierno.    
Al furor del liberticida, opone la maestra los valores de tolerancia, fraternidad y pacifismo, frágiles, a fe mía, demasiado frágiles como para resistir la embestida de la bestia. A todo esto, ¿el pueblo dónde está? Desmovilizado y embrutecido, queda a merced del viento, ya sople desde el árido desierto, ya desde el mar.    
Cirilo fue elevado a los altares. La gloria, sin embargo, se ciñe a la cabeza de Hypatía.  
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© Domingo F. Faílde
....Extramuros, 14 de marzo de 2010