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22 de octubre de 2007

Libertad vigilada

Del estado policial a la dictadura media tan sólo una delgada línea y no roja, como el título de una famosa película, sino negra, como la oscuridad, la terrible tristeza del cautiverio, la rotunda desolación de sentirse a merced del que manda, como un mono en el zoo. Pues no existe opresión más despiadada que estar siempre en el punto de mira, vigilado, observado, registrado en cada uno de nuestros movimientos, de nuestras emociones, de esos pequeños gestos que delatan sentimientos e ideas. En posesión del otro, nada nos pertenece. Los actores del “Gran Hermano” reconocen sufrir una rara transformación: acaso no lo saben, pero van, poco a poco, degradando su personalidad hasta convertirse en objetos vivientes, en quienes todo el mundo proyecta sus deseos, frustraciones o inquinas, criticándolos o alabándolos sin más razón, a veces, que la más aberrante, enfermiza subjetividad.
Los autores del engendro, al convertir la vida en espectáculo, como aquel show de Truman que conmoviera a medio planeta, han transformado la intimidad del hombre en una jornada de puertas abiertas, con horario de drugstore y un despliegue de cámaras que, indefectiblemente, confluyen, como un río secreto y despiadado, en la pantalla del segurata o en la red controlada por alguna comisaría. Por su parte, las víctimas, en lugar de sentirse perseguidas, se creen protagonistas de la película de sus sueños y buscan ellas mismas el implacable ojo, dispuestas a inmolarle hasta el alma.
Uno comprende, sin embargo, el riesgo que comporta la libertad. Quienes, en la otra orilla, se empecinan en conculcarla, siempre hallarán pretexto y ocasiones. Al igual que en el viejo Chicago, acribillado por los mafiosos, la gente pedirá protección y surgirá un mercado de la seguridad que, abastecido por intereses privados o móviles políticos, terminará abocando al ciudadano a un siniestro dilema: tranquilidad a cambio de ceder sus derechos a terceros, ya se trate de empresas, ya sea el propio Estado quien asuma el control de la población.
Nos van acostumbrando lentamente. Uno pasea por el centro urbano y, al pasar por delante de un establecimiento, ve su imagen en el televisor, se siente actor y piensa lo feliz que sería, mientras cientos de cámaras le graban el paseo. Nos van acostumbrando a un continuo cacheo en aeropuertos, estaciones de ferrocarril, sucursales bancarias y dependencias públicas. Nos parece normal: hay tanto cabrón suelto; y entendemos que, cada dos por tres, nos irradien en un escáner o que, a bordo de un tren de cuarta clase, siempre haya un helicóptero, como un moscardón, revoloteando a tu alrededor. Y crees que es necesario, lo es. Y te sientes seguro y acaso lo estás. Y te callas y otorgas y hasta aplaudes, convencido de la bondad de tamaño despliegue y la importancia de tu sacrificio.Las costumbres, no obstante, hacen leyes, como reza un antiguo refrán. Y más de uno tememos que, pasado el peligro, si es que pasa, sigamos vigilados, observados, cacheados. En suma, controlados. Y que ahora, a hurtadillas, entre unos y otros, nos estén desmontando la libertad.       


© Domingo F. Faílde. Extramuros, 2007.-

7 de octubre de 2007

Los Beatles se hacen viejos

Recuerdo que llovía mansamente. En el interior del café, mientras se oía, lejano y machacón, el sonido de uno de esos programas televisivos que echan el ancla en la sobremesa, unos ancianos, junto al ventanal, sesteaban tranquilos, como si todo el tiempo fuese suyo y otra cosa jamás hubieran hecho. En la barra, un cliente cuchicheaba con el único camarero algo acerca del fútbol. La atmósfera, entretanto, se iba haciendo más gris, oscureciéndose, conforme la mollizna parecía espesarse y los coches, afuera, salpicaban con fuerza los cristales con proyectiles líquidos que estallaban en leves regueros. De pronto, apareció.
Era un hombre de edad indefinida, no obstante su apariencia de incipiente vejez, con un aire rural y aguardentoso que, enrojeciendo la punta de su nariz, le confería un aspecto de gnomo pueblerino, no del todo discorde con sus ínfulas de reliquia del rock. Pongámosle sesenta, cinco arriba o abajo, quizá menos o acaso algunos más, el misterio insondable de sus años, que, con la dignidad de los últimos de Filipinas, ataviara con toscos vaqueros, zapatillas de marca y un chaleco ceñido del cual, con los chichotes, sobresalían los cuadros de una gruesa camisa, tan basta como todo lo demás.
Tenía el cabello largo, gris por añadidura, a juego con el dédalo de rizos que asomaba por la pechera. Entre huraño y curioso, miró en torno sin pronunciar palabra y, a los pocos minutos, estaba dando cuenta de un coñac peleón en la mesa de al lado, con el automatismo de lo usual.
Nunca hube visto un viejo con melena ni esos humos de hippie que, en mis jóvenes años, retrataban a un chico rebelde, de extrañas ideas, que corría delante de los grises y disfrutaba escandalizando a los ancianitos como Dios manda: traje negro, camisa-blanca-de-mi-esperanza, corbata del color de la viudedad, boina o sombrero; calvos o con el pelo a lo Valentino, aunque venido a menos. Por eso me extrañó, y lo hubiese incluido en mi catálogo de rarezas de no haber escuchado su parla con la coetánea de cabellos sueltos que, con indumentaria consonante, llegó al rato, se sentó junto a él, y emprendieron viaje hacia un pasado que era casi presente para mí.
¿Qué estaba sucediendo? Entrenados en el deporte de ver la paja en el ojo ajeno pero nunca al revés, no me había dado cuenta de que el mundo se llenaba de añosos melenudos: los muchachos-compañeros-de-mi-vida, mis cómplices de farra, los colegas de la facultad, mis amigos de siempre y yo mismo, como si fuera ayer-yesterday y el guaperas de Paul no tuviese la cara cosida de arrugas ni el atractivo Ringo también peinase canas. Los Beatles se hacen viejos, me dije con tristeza, y la rosa amarilla del carpe diem se deshojó entre mis dedos.
Solamente John Lennon, apostado detrás de sus gafas redondas, mantenía su estampa juvenil, tremolante a los vientos la breve melena. Pero él era un mito y un mito no envejece. Ni existe.      


© Domingo F. Faílde. Extramuros, octubre, 2007