Juan Editor pide, un día, al poeta que le envíe unos libros. Ya lo sé: esa conducta me parece del todo inusual, entre otras razones porque a los editores no suele interesarles si, al margen de su sello, existe vida o no para sus autores. El poeta, no obstante -Juan Poeta, para el lector, a partir de ahora mismo-, es en cierta manera conocido, pues ganó hace una década un premio convocado para inyectar pesetas a don Juan y éste, comprometido con la cultura como todo el que quiere dar esquinazo al fisco, publicó sepa el Cielo la cantidad de ejemplares y del resto jamás se supo, lo cual, pese a quien pese, constituye una práctica honorable, pues en el mundo de las finanzas el fin justifica los medios. ¿O no?
Y el pobre Juan Poeta, tan poco acostumbrado a galardones -los premios importantes o no tanto acostumbra ganarlos gente descomunal y soberbia, como decía don Alonso Quijano-, recibió una docena de copias impresas y, en su afán de llegar a la crítica, invirtió una pequeña fortuna en adquirir sus libros, unos cuantos, para hacerlos llegar a éste, ése o aquél, a cambio de una breve reseña en los suplementos del ramo o un voto, llegado el caso, para posarse en el Nacional de Literatura, con bula y venia de don García y demás familiares del Santo Oficio.
Tuvo suerte, carajo, y no porque le dieran el Cervantes -que imagino andará comprometido hasta el año 3000- sino porque su obra gustó a muchos y empezó a prodigarse por las antologías, las lecturas del Centro de Management Literario y el santísimo Sursumcorda. Pero Juan Editor no quiso saber nada y prefirió negar a Juan Poeta hasta que el gallo cantó tres veces, hasta que treinta gallos cantaron trescientas veces, hasta que trescientas veces todos los gallos del Universo cantaron otras tantas la biempagá, no le fuera a salir con demasías y crearle problemas. Así que se mantuvo distante y altanero, cobrando a precio de mercado más iva los ejemplares que Juan Poeta pedía de tarde en tarde, por aquello de sostener el negocio que, contra toda apariencia o veleidad, es, por bien de la lírica, crudamente prosaico, ay, ¡quién entiende tamaña contradicción!
Y el pobre Juan Poeta, más ídem que una rata, siguió ninguneado, ignorado hasta las cachas por el ogro del cuento. Sin embargo, una tarde, melancólico y cabizbajo, tras el adverso fallo de otro premio, que ganó el primo del promotor, recibió una llamada telefónica. No se trataba de coger un taxi. Un amigo, al otro lado del satélite, le acercaba noticias de Juan Editor, que, ¿sabes?, está interesado en tu obra y no para de lamentarse de tu abandono, pues no le mandas tus libros -más de doce, a la sazón-, y así no puede seguir tu trayectoria. Y, malhaya, responde Juan Poeta, ¿por qué coño yo debo regalarle mis libros, si él me los cobra cuando se los pido?
Juan Poeta no sabe, no contesta. Es un iluso, un indocumentado, y no tiene ni idea de las cosas. ¿Cómo vas a cobrarle tus libros?, le dice el amigacho y le explica la suerte que tiene y que debe sentirse pagado con el interés de don Juan. O sea, que le mandes tus libros, desgraciado, y te hace un favor al pedírtelos.
Juan Poeta escudriña sus estantes. Éste, ése, aquél y el otro de más allá. Setenta euros de los de ahora, amén los cuatro o cinco del correo. Una pasta, sí señor, a cambio de ni se sabe. Y mi amigo resopla sobre las empolvadas cubiertas y retira las últimas motas con el suave ademán de una caricia. ¡Cuánta nota becqueriana en esas ramas de papel impreso! Con su mano de nieve -becqueriana, para variar-, envuelve, cuidadoso, los ejemplares y, cerrado el envío, adhiere la etiqueta: Don Juan Editor, calle tal, número tal, código, población, y certificado.
Y el pobre Juan Poeta, tan poco acostumbrado a galardones -los premios importantes o no tanto acostumbra ganarlos gente descomunal y soberbia, como decía don Alonso Quijano-, recibió una docena de copias impresas y, en su afán de llegar a la crítica, invirtió una pequeña fortuna en adquirir sus libros, unos cuantos, para hacerlos llegar a éste, ése o aquél, a cambio de una breve reseña en los suplementos del ramo o un voto, llegado el caso, para posarse en el Nacional de Literatura, con bula y venia de don García y demás familiares del Santo Oficio.
Tuvo suerte, carajo, y no porque le dieran el Cervantes -que imagino andará comprometido hasta el año 3000- sino porque su obra gustó a muchos y empezó a prodigarse por las antologías, las lecturas del Centro de Management Literario y el santísimo Sursumcorda. Pero Juan Editor no quiso saber nada y prefirió negar a Juan Poeta hasta que el gallo cantó tres veces, hasta que treinta gallos cantaron trescientas veces, hasta que trescientas veces todos los gallos del Universo cantaron otras tantas la biempagá, no le fuera a salir con demasías y crearle problemas. Así que se mantuvo distante y altanero, cobrando a precio de mercado más iva los ejemplares que Juan Poeta pedía de tarde en tarde, por aquello de sostener el negocio que, contra toda apariencia o veleidad, es, por bien de la lírica, crudamente prosaico, ay, ¡quién entiende tamaña contradicción!
Y el pobre Juan Poeta, más ídem que una rata, siguió ninguneado, ignorado hasta las cachas por el ogro del cuento. Sin embargo, una tarde, melancólico y cabizbajo, tras el adverso fallo de otro premio, que ganó el primo del promotor, recibió una llamada telefónica. No se trataba de coger un taxi. Un amigo, al otro lado del satélite, le acercaba noticias de Juan Editor, que, ¿sabes?, está interesado en tu obra y no para de lamentarse de tu abandono, pues no le mandas tus libros -más de doce, a la sazón-, y así no puede seguir tu trayectoria. Y, malhaya, responde Juan Poeta, ¿por qué coño yo debo regalarle mis libros, si él me los cobra cuando se los pido?
Juan Poeta no sabe, no contesta. Es un iluso, un indocumentado, y no tiene ni idea de las cosas. ¿Cómo vas a cobrarle tus libros?, le dice el amigacho y le explica la suerte que tiene y que debe sentirse pagado con el interés de don Juan. O sea, que le mandes tus libros, desgraciado, y te hace un favor al pedírtelos.
Juan Poeta escudriña sus estantes. Éste, ése, aquél y el otro de más allá. Setenta euros de los de ahora, amén los cuatro o cinco del correo. Una pasta, sí señor, a cambio de ni se sabe. Y mi amigo resopla sobre las empolvadas cubiertas y retira las últimas motas con el suave ademán de una caricia. ¡Cuánta nota becqueriana en esas ramas de papel impreso! Con su mano de nieve -becqueriana, para variar-, envuelve, cuidadoso, los ejemplares y, cerrado el envío, adhiere la etiqueta: Don Juan Editor, calle tal, número tal, código, población, y certificado.
No sabe bien por qué, pero le consta que el paquete descansa en algún almacén, en espera de la casualidad. Antes, un secretario con contrato basura le remitió un impreso: Hemos recibido su/s libro/s, que leeremos con el mayor interés.
© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007
© Domingo F. Faílde. Jerez, 2007