Cierto es que la herencia –la herencia moral, claro- de nuestra generación no será apetecible para las venideras, tanto menos conforme vaya el tiempo distanciándolas y el juicio de la historia nos coloque en nuestro lugar. Menos mal que llevábamos –eso decían los hippies- un mundo nuevo en nuestros corazones: lástima que acabara pareciéndose al viejo, de forma sospechosa.
Puede que estas palabras, sin embargo, expíen la soberbia de quienes presumíamos poder cambiar el curso de las cosas y mirábamos con desprecio a quienes no supieron, quisieron ni pudieron evitar la contienda más vergonzosa de cuentas empañaron nuestras crónicas. Si el siglo XX trajo muchas luces, cierto es que impregnó sus hachones con el petróleo del dolor, la mentira y la oscuridad.
La vida, a cierta edad, es como un libro abierto que, traduciendo anécdotas sencillas a un lenguaje simbólico, nos revela verdades sorprendentes.
Ayer, comentaba estos hechos; cómo, hallándome acatarrado, de mi pecho manaban ríos de flema, coincidiendo con una desdichada avería en el cuarto de baño, un atranque en la red de desagüe que, al quedar descubierta para facilitar su reparación, obligó a eliminar toneladas de mierda, en una operación que duró varios días. Y me dije al respecto: ¿Ves? La vida nos reprocha que, al menos de un tiempo acá, únicamente produzcamos mierda; por eso nos la devuelve. La mierda engendra mierda y su hedor contrarresta el aroma de la poesía.
¡Qué sencilla y –paradójicamente- sublime lección de humildad! Aquel estercolero inopinado me enseñó en un minuto mucho más que seis años en la Universidad y resumió sabiamente la experiencia de toda una vida y aun la historia del hombre sobre la tierra.
Llevamos muchos siglos, milenios incluso, deambulando por este planeta. Él nos da de comer, diría un alma cándida, pero es lo cierto que nosotros le arrancamos todo lo que produce de grado y lo que le forzamos a proveer. A cambio, simplemente, recibe desperdicios; unos, aprovechados por la naturaleza, contribuyen a su propia regeneración; otros, sin embargo, imposibles de asimilar, se acumulan y extienden, devolviéndonos el detrito que le arrojamos y que, tarde o temprano, acabará precipitándonos al abismo de la destrucción.
De este proceso, solamente la muerte se beneficia. Es el gran basurero, el punto de destino de todo aquello que, tras el espejismo de la existencia, se convierte en deshecho indesechable; es decir, mierda, la kaká de los griegos (=las cosas malas). La Iglesia católica, en los ritos del miércoles de ceniza, nos lo recuerda a su modo: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris… Ellos, al parecer, tiran de la cadena.
Desde luego, podríamos ir más lejos y sacar, por ejemplo, a colación que todo es obra de un dios o que nosotros, depredadores cósmicos, fuimos creados a su imagen y semejanza. Por camino tan arduo y escatológico se infiere la inexistencia de un Ser supremo, a no ser que escribamos Kaká con mayúscula y mucho me temo que en arameo.
Mas dejemos aquí tan inquietante disquisición y sellemos nuestras reservas con una incógnita, que es la fe de la razón, ya que no la razón de la fe. La coyunda entre ambas engendra al monstruo de la locura.
Comprenderéis que, absorto en semejantes cavilaciones, mi nave pase lejos del planeta de la poesía, al fin y al cabo una preciosa, hermosísima mierda, por cuya nauseabunda superficie reptamos, como larvas, los poetas. Pero ésa es otra historia, que dejo para posterior ocasión.
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© Del texto y la imagen:
Domingo F. Faílde, 2010.-
Domingo F. Faílde, 2010.-