Cuenta Giacomo Casanova que comentaba, un día, con una dama el pasaje de la Eneida en que Dido, enamorada del protagonista, se lamentaba de que éste, al partir, no le dejase al menos un pequeño Eneas retozando en su corte. La señora, mujer al fin y al cabo del siglo XVIII, irrumpió en carcajadas ante lo que, según la mentalidad biempensante de la época, constituía una evidente provocación y, por así decirlo, bastante picarona. El inteligente libertino, abrió entonces el libro y, tras localizar el texto aludido, lee aquella frase en latín y se sorprende de que su amiga, en lugar de reírse, la escuche con atenta emoción. Cómo explicar un cambio tan brusco de actitud, se pregunta el autor de Histoire de ma vie y concluye que, entre una y otra, sólo media -y no es poco- la belleza de la lengua.
Gran verdad, por supuesto. Por eso me he negado a leer esta obra en castellano, prefiriendo el latín original. La Eneida, en nuestro idioma, se convierte en una torpe, farragosa y aburrida novela; en la lengua de Roma, sin embargo, es una obra maestra, un monumento poético de primer orden. Difícil, muy difícil, prácticamente imposible traducir poesía, pues ésta es algo más que las palabras y, como toda pluralidad singularizada, su pretendida universalidad reside justamente en su singularidad. Estos son los misterios de la palabra poética, que hace grande a la lengua que consigue explicarlos más allá del espacio y el tiempo.
Hablo, naturalmente, del latín y no por su legado literario, que estimo fundamental, sino porque, hasta hace menos de un siglo, permitía al hombre culto desplazarse por el mapamundi y hallar siempre personas con las que hacerse entender.
¿Quién nos robó el latín? ¿Quién nos lo arrebató de los planes de estudio? Fueron los socialistas, desde luego, dando por válida aquella frase de un conspicuo vocero del franquismo, el famoso José Solís Ruiz, que, no muchos años antes, había merecido las anatemas de toda la oposición: Más fútbol y menos latín. Una perla cultivada, como se puede ver.
Ahora pagamos las consecuencias en una sociedad cuya incompetencia lingüística conduce al castellano a la aniquilación, a favor del inglés, primera lengua del mundo civilizado, por muy escasa diferencia respecto a nuestro idioma.
Y si esto fuera todo… pero no acaban aquí los menoscabos: con nuestra lengua madre, hemos perdido nuestras propias raíces y nos hemos privado de la llave de acceso a nuestro patrimonio cultural. Exponerlo, como yo hago, es sumamente fácil; evaluar las tristes consecuencias de este hecho nos llevará muchos años, cuando el mal se haya hecho irreversible.
¿Tan traumático resultaba su estudio? Yo mismo lo he enseñado durante algunos años, ya casi convertido en una simple maría, y los muchachos lo aprendían sin demasiado esfuerzo, desde el instante en que les hacía ver y entender que nuestra propia lengua no es sino latín evolucionado. Solía también decirles, aunque con cierto tacto, que era el idioma de la inteligencia. Sin embargo, quienes arremetieron contra el ¡Muera la inteligencia y viva la muerte!, de Millán Astray, no soportan ni el nombre de la primera, a la que acaso tengan por privilegio burgués. El sistema educativo español trata de igualar a los ciudadanos en el escalón de la estupidez.
Malos son estos días, en los que la coherencia intelectual pone en solfa principios que han sostenido la vida de muchos. Porque, cuando no sirven y quedan simplemente como columnas de la nostalgia, es necesario meterlos en un baúl y, como el viejo Diógenes, salir a la calle con un candil, en busca del hombre y su realidad.
Acaso estamos lejos de encontrarlos y tal vez nos topemos con cerebros vacíos, que nos hablen de seres imprescindibles, criaturas legendarias, mundos por descubrir, mientras han olvidado, sin remedio, las profundas raíces de su sangre.
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© Domingo F. Faílde.-
Jerez de la Frontera, 27 de julio de 2010