La muerte, cualquier muerte, porque la dama tiene mucho de obsceno, casi siempre nos sirve en la pantalla cuanto sucede al margen del finado, pues no en otra cosa consiste la obscenidad sino en mostrar aquello que, púdicamente, no debiera salir en las fotografías.
La cultura, no obstante, posee un gran repertorio de recursos para ennoblecer cuanto, innoble, bien debiera velarse. Así, por ejemplo, la monta de la hembra, ni mejor ni peor en cualquier otra especie, ha contado en la humana con la mitología, la literatura y los usos galantes para ocultar lo obvio: que un falo bien erguido es una fuerza viva de la naturaleza y el varón un verraco, como cualquier cochino que se precie.
No es extraño por ello que los hábitos funerarios de nuestra avanzadísima sociedad hayan elaborado un complejo discurso para lavar el rostro a la hipocresía y explotar a los muertos tal si estuvieran vivos.
Con lo bueno que era…, exclama algún mamón que, hace apenas dos días, zancadilleaba al finado. Qué pena, dice otro, cuando unas horas antes se afanaba en hacerle la vida imposible. Siempre se van los mejores, tercia un Judas que, año tras año, ninguneaba al muerto. Y así sucesivamente, sólo porque a la luz de los cirios, horteramente eléctricos, pasan unos y otros revista, haciéndose preciso estar presente, dejarse ver, postularse piadosos y liderar la depredación de un cadáver que, aun camino del crematorio, pudiera generar dividendos o dispensar algunos beneficios en la pedrea social.
Sin embargo, no hará falta digamos que nadie, lejos de darse por aludido y asumir como hipócrita su conducta, hará otra cosa sino exculparse, depositando en la metafísica algo que sólo es víscera, malas entrañas, reflejo lobuno: la muerte lima toda diferencia, pontificarán; cuando uno muere, todo se le perdona, aseverarán; la muerte nos reconcilia con el género humano, ponderarán; cualquier cosa, en efecto, menos admitir que los vivos, por el hecho de serlo y estarlo, somos una cuadrilla de cabronazos, quizá porque nos venga de casta, como al galgo, o porque nuestra propia educación nos acerca al lobezno que hay en todo bebé, antes incluso de que la cultura nos afile las uñas.
En esto, pues, consiste la civilización, uno de cuyos símbolos más elocuentes es, sin duda, el vestido que nos cubre, ocultando bajo el glamour y la petulancia el cuerpo del delito, el refrendo de nuestra indiscutible condición animal.
Vivimos instalados en la mentira y, por saber vestirla de Chanel, nos creemos más sabios que el yeti y nos sentamos a la diestra de Dios.
Manos mal que de ilusión también se vive, dicen, y por este camino vamos acaso mucho mejor, oponiendo a nuestras miserias la grandeza de nuestros sueños: tal vez la vida misma, como escribió Calderón. Pero ésa es otra historia.
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