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7 de enero de 2009

PASEO


Adictos a la urgencia y al uso de transportes, públicos o privados, los hombres y mujeres de nuestra hora hemos perdido la costumbre de pasear. La premura de nuestros actos, desde los más ociosos hasta aquellos que dicta la mera supervivencia, propenden a acortar entre unos y otros la distancia que media entre el tiempo libre y la obligación. Así, en las grandes ciudades y aun en bastantes pueblos, ir al supermercado a llenar la despensa y abastecernos de provisiones para toda la semana laboral se ha convertido en alternativa de asueto, trocando los paseos, la tertulia con familiares y amigos, el cine o la lectura por largas colas en la caja correspondiente y una hamburguesa con Coca-Cola en algún chiringuito del centro comercial.
Se ha perdido el paseo. La dispersión del hábitat urbano, que ha vaciado los cascos antiguos en beneficio de la periferia, obliga a los residentes a salir de la urbanización, naturalmente en coche, para comprar tabaco, adquirir los periódicos del día o tomarse un café. Las grandes avenidas han reemplazado a los lugares de pública concurrencia, ahora frecuentados, donde los hay, por personas de avanzada edad. El sistema capitalista y su apuesta por industrializar hasta el aire que respiramos ha convertido el ocio en negocio y, por tanto, en una extensa gama de actividades homologadas, sujetas a la oferta y la demanda, cuyo precio se justifica en razón del gran mito de nuestros días: la calidad. A bordo del mercado, uno puede ubicarse en Nueva York sin salir de Sevilla o creerse en Japón sin moverse de Barcelona: la cultura global es, simplemente, clónica.
Las cosas, sin embargo, no acontecen de un modo fortuito o, miradas desde otra perspectiva, los signos que de ellas se desprenden nos remiten a aspectos de la realidad, merecedores al menos de una reflexión. El habitante de un chalet adosado, que se desplaza en coche a todas partes, es un ser solitario, casi aislado, cuya salida al exterior va siempre acompañada de hostilidad: conductores que entorpecen su marcha o generan peligro, problemas, imponderables, estrés… Su experiencia del espacio urbano reproduce la realidad del mercado al que se dirige: obstáculos, zancadillas, competencia, frustración y estrés, siempre el estrés, combustible que impulsa una vida anodina e insatisfecha, también a imagen y semejanza de lo anterior. Es un hombre atrapado, sin más posibilidad de evasión que el paraíso artificial del consumo y la alienación laboral como medio de acceso a sus beneficios.
La sociedad neoliberal no propicia el paseo. El footing, a lo sumo, que comparte con él la actividad pedestre, pero añade una carga negativa y un fin utilitario, como purga de nuestros excesos alimenticios e instrumento para la puesta a punto del mecanismo competitivo del yo profesional y social.
Existe una cultura del paseo, cuyo punto de partida radica en la búsqueda del conocimiento, basado en el empirismo y la observación de la naturaleza. No nos puede extrañar, en consecuencia, que los maestros de la antigüedad enseñasen sabiduría mientras paseaban con sus discípulos y que algunos, como Aristóteles, fuesen abiertamente peripatéticos, es decir, paseantes. Entre éstos, el enorme poeta que fue Antonio Machado, aficionado al largo caminar, conversando consigo mismo.
Porque aquí está la clave: andar, hacer camino, pues no en otra cosa consiste la vida. Al caminar entramos en sintonía con ella y de esta simbiosis se derivan sabrosos conocimientos. El hombre que pasea no está aislado, sino integrado, desde su propia individualidad, en su entorno, en el universo, y aspira a la armonía con el mundo y a la concordia con sus semejantes, mientras evacua cuitas cotidianas y refuerza el sentido moral de sus actos.
En las viejas ciudades, el paseo era el sitio de encuentro, ya dispusieran de espacios aderezados a tal efecto o tuvieran que contentarse con cualquier arboleda en las afueras. Encuentro con los otros, desde luego, pero con uno mismo, sobre todo, mientras la luz, el aire, la tierra, impregnaban nuestros sentidos y estimulaban nuestra inteligencia, mostrándonos acaso que no hay grandes distancias para los pies del hombre ni abismos insondables para su pensamiento.        

© De la imagen y el texto:   
Domingo F. Faílde. Jerez, 2009