Un año más, las exequias de don Miguel de Cervantes y el señor William Shakespeare nos trajeron la Feria del Libro, un evento que, haciendo honor al nombre, es tan sólo un mercado de mayor importancia que el común, en paraje público y días señalados -según la Academia-, entendiendo como tal el conjunto de operaciones comerciales que afectan a un determinado sector de bienes y, más ampliamente, las actividades de aquella índole realizadas libremente por los agentes económicos sin intervención del poder público. O sea: comercio, negocio puro y duro, aunque el Estado y los ayuntamientos, contra toda definición, inyecten a la industria editorial sumas no desdeñables, bien financiando acontecimientos de esta naturaleza, bien convocando premios literarios que siempre gana alguien de la cuadra editora, bien mediante cualquiera de los enjuagues, bajo cuyo paraguas munificente nuestra madre literatura se ha convertido en un lupanar.
Claro que a la Academia no hay que darle excesivo crédito, a juzgar por los múltiples denuestos con que los más conspicuos asalariados del ramo se empeñan en marcar las distancias entre la trasnochada erudición y las nuevas propuestas de quienes se empecinan en convertir los viejos géneros literarios en nutrientes televisivos y a los autores en personajes de la prensa del corazón. Quien no sea mediático, no existe. Así de sencillo. Los defensores de este nuevo orden no vacilan en llamar momias a los profesores de literatura de este país, que, en vez de enseñar su disciplina con aburrido rigor, debieran convertirse en muñegotes de la casa Brotons y transformar el aula en pasacalles.
En España, donde los hábitos de lectura fueron tradicionalmente mínimos y clasistas, lejos de formar una mayoría de lectores críticos y exigentes, se pretende crear una masa de meros consumidores de letra impresa que, ausentes de las anacrónicas librerías, se dejen dirigir por la publicidad y echen un libro al carro de la compra en el supermercado de turno. Una visita a las hemerotecas nos puede resultar esclarecedora, poniendo en evidencia que, en el último cuarto de siglo, los suplementos más o menos literarios de los periódicos han desaparecido o escorado hacia asuntos y materias del ocio consumista, más atentos a granjearse el favor del público y el dinero de los anunciantes –explícitos o encubiertos-, que a ofrecer un espacio para el debate y la crítica. En la televisión, los programas llamados culturales difunden la doctrina del sistema y reemplazan la seriedad del análisis por la publicidad.
Comercio, ya lo dije, aquí donde la industria editorial publica toneladas de textos extranjeros y da la espalda a los autores de casa, alegando off the record que son muchos y malos o afirmando, con santa desvergüenza, que no venden. La realidad, a cargo de pequeños editores e iniciativas al filo de lo marginal, desmienten la falacia de los grandes monopolios de la expresión escrita, reducida a dos o tres grupos que controlan periódicos, editoriales, cadenas de radio y televisión, grandes almacenes, entidades bancarias, fábricas de condones, etc., etc. A esto hemos llegado.
Comercio, sí, como si los productos de la inteligencia fuesen melones o mandarinas y, más que los contenidos, importase el objeto que los contiene, alcanzándose de este modo el concepto del libro por el libro, aséptico y políticamente correcto, sin ningún vínculo con la realidad ni compromisos éticos con ella.
Así, mientras algunas editoriales minoritarias y un puñado librerías se desgañitan como turroneros, la juventud prefiere al cantante de rap, contratado como atracción.
Pero no hay que rasgarse las vestiduras. En la trinchera opuesta (que, en el fondo, es la misma), Fernando Savater (a quien vimos firmando dos o tres ejemplares, escoltado por el sector oficial) hizo aguas en el coloquio y defraudó a buena parte del público que asistió a su espectáculo. En país como el nuestro, donde la filosofía es un género de ficción, demandar unas migas de coherencia supone, simplemente, pedir peras al olmo.
En fin, que se nos muere la criatura; que nos la están matando. Y con ella, me temo, agoniza la libertad.
© Domingo F. Faílde. Extramuros, abril, 2008.-
Claro que a la Academia no hay que darle excesivo crédito, a juzgar por los múltiples denuestos con que los más conspicuos asalariados del ramo se empeñan en marcar las distancias entre la trasnochada erudición y las nuevas propuestas de quienes se empecinan en convertir los viejos géneros literarios en nutrientes televisivos y a los autores en personajes de la prensa del corazón. Quien no sea mediático, no existe. Así de sencillo. Los defensores de este nuevo orden no vacilan en llamar momias a los profesores de literatura de este país, que, en vez de enseñar su disciplina con aburrido rigor, debieran convertirse en muñegotes de la casa Brotons y transformar el aula en pasacalles.
En España, donde los hábitos de lectura fueron tradicionalmente mínimos y clasistas, lejos de formar una mayoría de lectores críticos y exigentes, se pretende crear una masa de meros consumidores de letra impresa que, ausentes de las anacrónicas librerías, se dejen dirigir por la publicidad y echen un libro al carro de la compra en el supermercado de turno. Una visita a las hemerotecas nos puede resultar esclarecedora, poniendo en evidencia que, en el último cuarto de siglo, los suplementos más o menos literarios de los periódicos han desaparecido o escorado hacia asuntos y materias del ocio consumista, más atentos a granjearse el favor del público y el dinero de los anunciantes –explícitos o encubiertos-, que a ofrecer un espacio para el debate y la crítica. En la televisión, los programas llamados culturales difunden la doctrina del sistema y reemplazan la seriedad del análisis por la publicidad.
Comercio, ya lo dije, aquí donde la industria editorial publica toneladas de textos extranjeros y da la espalda a los autores de casa, alegando off the record que son muchos y malos o afirmando, con santa desvergüenza, que no venden. La realidad, a cargo de pequeños editores e iniciativas al filo de lo marginal, desmienten la falacia de los grandes monopolios de la expresión escrita, reducida a dos o tres grupos que controlan periódicos, editoriales, cadenas de radio y televisión, grandes almacenes, entidades bancarias, fábricas de condones, etc., etc. A esto hemos llegado.
Comercio, sí, como si los productos de la inteligencia fuesen melones o mandarinas y, más que los contenidos, importase el objeto que los contiene, alcanzándose de este modo el concepto del libro por el libro, aséptico y políticamente correcto, sin ningún vínculo con la realidad ni compromisos éticos con ella.
Así, mientras algunas editoriales minoritarias y un puñado librerías se desgañitan como turroneros, la juventud prefiere al cantante de rap, contratado como atracción.
Pero no hay que rasgarse las vestiduras. En la trinchera opuesta (que, en el fondo, es la misma), Fernando Savater (a quien vimos firmando dos o tres ejemplares, escoltado por el sector oficial) hizo aguas en el coloquio y defraudó a buena parte del público que asistió a su espectáculo. En país como el nuestro, donde la filosofía es un género de ficción, demandar unas migas de coherencia supone, simplemente, pedir peras al olmo.
En fin, que se nos muere la criatura; que nos la están matando. Y con ella, me temo, agoniza la libertad.
© Domingo F. Faílde. Extramuros, abril, 2008.-