[Tu carta] nos conduce al concepto de decadencia, que traes en carne viva, sin duda, como recuerdo de tu viaje. Venecia es, desde hace mucho tiempo, el símbolo, la imagen inequívoca de un mundo, de una civilización, que se hunde, día a día, en un mar de cieno, mientras por isostasia crecen los rascacielos y florece la rosa pestilente de la ruindad.
Somos los últimos de Filipinas, como en aquella inolvidable película que tanto influyera en nuestra educación sentimental. Esa conciencia de fin de raza (título de un poema que Téllez me dedicó) nos hunde con el barco y cuanto en él a bordo se encamina a la historia.
¿A qué historia? Pues los listillos de esta pobre hornada proclaman, tan campantes, que la historia no existe, sicarios de un sistema que sólo cree en el hoy y al que sobra, sin duda, la memoria, llena de malos ejemplos para un pueblo remiso y sumiso, al que conviene mantener dormido. El alzhéimer social surge como reacción a la memoria histórica y pretende romper cualquier vínculo entre el hombre actual y la experiencia de la especie humana, para reconducirlo a la esclavitud.
Quienes diseñan el mundo globalizado que se nos viene encima, son conscientes de que el progreso, tal como lo hemos entendido hasta hoy, está abocado al fin. Tal vez consista en ello el apocalipsis -que tan bien manipulan los jerarcas cristianos-, pues la muerte de nuestra civilización está ligada indefectiblemente a los carburantes y éstos, en breve plazo, dejarán de existir, sin que sus sustitutos, por otra parte, sean capaces de satisfacer la demanda actual ni aporten soluciones a los graves problemas medioambientales que aquellos generaron y que incluso podrían agravarse.
Las consecuencias de este fenómeno no han hecho sino empezar. Las crisis económicas, la destrucción de empleo, la depauperación progresiva de la hasta no hace mucho sociedad opulenta, se sumarán al hambre del Tercer Mundo, en tanto los recursos, cada vez más escasos, se concentrarán en cada vez menos manos, creando así una élite global que, al detentar el poder económico, detentará igualmente el político y militar, a fin de asegurarse el dominio de toda la población.
La democracia, pues, tiene los días contados. Los derechos civiles y laborales están retrocediendo a marchas forzadas, tanto en Oriente como en Occidente, donde la recesión da pretextos a los gobiernos para disminuir el gasto público y bajar los impuestos a los más ricos, aumentando escandalosamente la jornada laboral y reduciendo los derechos de los trabajadores, cuyo inevitable descontento podría dar lugar a disturbios de toda índole y alentar movimientos revolucionarios.
Nos hallamos, a medio plazo, ante una situación explosiva, que los poderes públicos se apresuran a controlar. Sin incurrir en las ingenuidades de la ciencia ficción, acude a mi memoria la imagen de un perro que ataca a un hombre. Éste, tratando de defenderse, opone a su enemigo el brazo izquierdo, que le sirve de escudo. Y cuando el animal se confía en la presa, el individuo de nuestra historia lo agarra y, levantándolo, le hace perder el contacto con el suelo. Cuando esto sucede, el can se asusta, tiembla de miedo, gime y depone su agresividad, quedando a merced del hombre. De un modo parecido, las personas, despojadas de sus raíces y privadas de la memoria, son domeñadas con facilidad.
¿Qué será de nosotros cuando muera Venecia? La República Serenísima, más allá de la magia y belleza de su propio urbanismo, es referente estético de un modelo concreto de cultura: la música (hasta los Beatles), la poesía (hasta los Novísimos, en el caso de España), la pintura (hasta Pablo Picasso), la arquitectura (hasta el Empire State), la moda (hasta Coco Chanel), la política (hasta los fascismos) y el amor pasearon por sus canales, se asomaron a sus cúpulas e inspiraron los sueños de la humanidad.
Suplantándola, en la otra orilla, donde hasta los latidos cotizan en bolsa y cualquier cosa noble se convierte en caricatura, Metrópolis, sí, la Metrópolis de Fritz Lang, paradigma del trabajo alienado, que sostiene desde el submundo a unos pocos privilegiados que se lucran de su agonía.
Ella es el futuro. Y aún puede ser peor la pesadilla.
© Domingo F. Faílde. Extramuros, julio, 2008.-
Somos los últimos de Filipinas, como en aquella inolvidable película que tanto influyera en nuestra educación sentimental. Esa conciencia de fin de raza (título de un poema que Téllez me dedicó) nos hunde con el barco y cuanto en él a bordo se encamina a la historia.
¿A qué historia? Pues los listillos de esta pobre hornada proclaman, tan campantes, que la historia no existe, sicarios de un sistema que sólo cree en el hoy y al que sobra, sin duda, la memoria, llena de malos ejemplos para un pueblo remiso y sumiso, al que conviene mantener dormido. El alzhéimer social surge como reacción a la memoria histórica y pretende romper cualquier vínculo entre el hombre actual y la experiencia de la especie humana, para reconducirlo a la esclavitud.
Quienes diseñan el mundo globalizado que se nos viene encima, son conscientes de que el progreso, tal como lo hemos entendido hasta hoy, está abocado al fin. Tal vez consista en ello el apocalipsis -que tan bien manipulan los jerarcas cristianos-, pues la muerte de nuestra civilización está ligada indefectiblemente a los carburantes y éstos, en breve plazo, dejarán de existir, sin que sus sustitutos, por otra parte, sean capaces de satisfacer la demanda actual ni aporten soluciones a los graves problemas medioambientales que aquellos generaron y que incluso podrían agravarse.
Las consecuencias de este fenómeno no han hecho sino empezar. Las crisis económicas, la destrucción de empleo, la depauperación progresiva de la hasta no hace mucho sociedad opulenta, se sumarán al hambre del Tercer Mundo, en tanto los recursos, cada vez más escasos, se concentrarán en cada vez menos manos, creando así una élite global que, al detentar el poder económico, detentará igualmente el político y militar, a fin de asegurarse el dominio de toda la población.
La democracia, pues, tiene los días contados. Los derechos civiles y laborales están retrocediendo a marchas forzadas, tanto en Oriente como en Occidente, donde la recesión da pretextos a los gobiernos para disminuir el gasto público y bajar los impuestos a los más ricos, aumentando escandalosamente la jornada laboral y reduciendo los derechos de los trabajadores, cuyo inevitable descontento podría dar lugar a disturbios de toda índole y alentar movimientos revolucionarios.
Nos hallamos, a medio plazo, ante una situación explosiva, que los poderes públicos se apresuran a controlar. Sin incurrir en las ingenuidades de la ciencia ficción, acude a mi memoria la imagen de un perro que ataca a un hombre. Éste, tratando de defenderse, opone a su enemigo el brazo izquierdo, que le sirve de escudo. Y cuando el animal se confía en la presa, el individuo de nuestra historia lo agarra y, levantándolo, le hace perder el contacto con el suelo. Cuando esto sucede, el can se asusta, tiembla de miedo, gime y depone su agresividad, quedando a merced del hombre. De un modo parecido, las personas, despojadas de sus raíces y privadas de la memoria, son domeñadas con facilidad.
¿Qué será de nosotros cuando muera Venecia? La República Serenísima, más allá de la magia y belleza de su propio urbanismo, es referente estético de un modelo concreto de cultura: la música (hasta los Beatles), la poesía (hasta los Novísimos, en el caso de España), la pintura (hasta Pablo Picasso), la arquitectura (hasta el Empire State), la moda (hasta Coco Chanel), la política (hasta los fascismos) y el amor pasearon por sus canales, se asomaron a sus cúpulas e inspiraron los sueños de la humanidad.
Suplantándola, en la otra orilla, donde hasta los latidos cotizan en bolsa y cualquier cosa noble se convierte en caricatura, Metrópolis, sí, la Metrópolis de Fritz Lang, paradigma del trabajo alienado, que sostiene desde el submundo a unos pocos privilegiados que se lucran de su agonía.
Ella es el futuro. Y aún puede ser peor la pesadilla.
© Domingo F. Faílde. Extramuros, julio, 2008.-