Conforta todavía y mientras dure madrugar los domingos, echarse cualquier ropa sobre el cuerpo y, evitando las zonas de más intenso tráfico, llegar al corazón de la ciudad, mientras duermen sus habitantes y un razonable silencio se instala en el ambiente. A esas horas, que la indolencia de los trasnochadores ensancha, es un lujo para el espíritu sentarse en un banco de cualquier plaza y poner, simplemente, el oído: el canto de los pájaros, el tenue chapoteo de la lluvia, las pisadas cansinas de algún vagabundo o la sonajería de la iglesia más próxima componen una estampa sonora como recién sacada del túnel del tiempo o un poema de Juan Ramón.
Resulta terapéutico, en efecto, y uno recuerda edades que no fueron mejores salvo en la juventud, la pobre loba muerta que cantara Machado, y esa extraña manía de los mayores de mirar hacia atrás. El mundo, en cualquier caso, mostraba unas facciones más amables, resistiéndose a prescindir de la madre naturaleza o lustrando el progreso con un aura romántica que tomaba las calles por asalto e imprimía al entorno elegancia y singularidad: Madrid era Madrid, imposible ser otra, y, apiñada detrás de la Puerta de Tierra, Cádiz iba de sí, y otro tanto Jerez o Sevilla o Segovia, mientras lucía Paris sus galas exclusivas, Estambul la algazara de sus bazares o Venecia el donaire de las góndolas. Las ciudades, con árbol genealógico, mostraban sus blasones, orgullosas, en los detalles mínimos: la verja de un jardín, los herrajes de las farolas, el adoquinado de las aceras, la pizarra de las techumbres, la presencia de gatos callejeros, el olor que desprenden los hogares o las lánguidas notas de los músicos ambulantes, por no entrar en materia de costumbres ni asuntos más prolijos.
Era posible entonces pasear por un parque, pisando un tapiz de hojas secas, o mirar hacia arriba y admirar la alta bóveda de los árboles, como una agreste catedral, en medio de un airoso entramado de casas, a medida del hombre cuanto a imagen y semejanza de una cultura armónica que ignoraba las prisas, la competencia desenfrenada, la inhumana depredación. Ciudades, ay, que fueron dando paso a hacinamientos de especulación, avenidas despersonalizadas, barrios clónicos, ambiente homologado, anonimato, que igualan a Madrid con Barcelona, a Algeciras con Cartagena, a Lepe con Paris, tamaño aparte. Y es que el mundo global, como los negros de García Lorca, se ha puesto un uniforme de conserje y anda abriéndole puertas al dinero, inclinándose, reverente, al paso de la Bestia.
Ni góndolas ni carros ni pregones ni un mustio acordeón que acomode los besos subrepticios. Las ciudades de hoy suenan a alarma, a sirena de vehículo policial o ambulancia, a urgencia de bomberos; y si, a veces, asoma la música, es para derramarse de los coches como una conserva podrida de su lata, sin gracia ni ternura, imponiendo su ritmo machacón al viandante, que acepta un ruido más en esta feria insulsa y va de tenderete en tenderete, intentando sobrevivir a la algarabía. El compás de las horas lo marcan los cuarenta principales. No se vive: se compra y se vende. Ha adquirido una empresa la Torre de Babel.
© Del texto y la imagen:
Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-
Resulta terapéutico, en efecto, y uno recuerda edades que no fueron mejores salvo en la juventud, la pobre loba muerta que cantara Machado, y esa extraña manía de los mayores de mirar hacia atrás. El mundo, en cualquier caso, mostraba unas facciones más amables, resistiéndose a prescindir de la madre naturaleza o lustrando el progreso con un aura romántica que tomaba las calles por asalto e imprimía al entorno elegancia y singularidad: Madrid era Madrid, imposible ser otra, y, apiñada detrás de la Puerta de Tierra, Cádiz iba de sí, y otro tanto Jerez o Sevilla o Segovia, mientras lucía Paris sus galas exclusivas, Estambul la algazara de sus bazares o Venecia el donaire de las góndolas. Las ciudades, con árbol genealógico, mostraban sus blasones, orgullosas, en los detalles mínimos: la verja de un jardín, los herrajes de las farolas, el adoquinado de las aceras, la pizarra de las techumbres, la presencia de gatos callejeros, el olor que desprenden los hogares o las lánguidas notas de los músicos ambulantes, por no entrar en materia de costumbres ni asuntos más prolijos.
Era posible entonces pasear por un parque, pisando un tapiz de hojas secas, o mirar hacia arriba y admirar la alta bóveda de los árboles, como una agreste catedral, en medio de un airoso entramado de casas, a medida del hombre cuanto a imagen y semejanza de una cultura armónica que ignoraba las prisas, la competencia desenfrenada, la inhumana depredación. Ciudades, ay, que fueron dando paso a hacinamientos de especulación, avenidas despersonalizadas, barrios clónicos, ambiente homologado, anonimato, que igualan a Madrid con Barcelona, a Algeciras con Cartagena, a Lepe con Paris, tamaño aparte. Y es que el mundo global, como los negros de García Lorca, se ha puesto un uniforme de conserje y anda abriéndole puertas al dinero, inclinándose, reverente, al paso de la Bestia.
Ni góndolas ni carros ni pregones ni un mustio acordeón que acomode los besos subrepticios. Las ciudades de hoy suenan a alarma, a sirena de vehículo policial o ambulancia, a urgencia de bomberos; y si, a veces, asoma la música, es para derramarse de los coches como una conserva podrida de su lata, sin gracia ni ternura, imponiendo su ritmo machacón al viandante, que acepta un ruido más en esta feria insulsa y va de tenderete en tenderete, intentando sobrevivir a la algarabía. El compás de las horas lo marcan los cuarenta principales. No se vive: se compra y se vende. Ha adquirido una empresa la Torre de Babel.
© Del texto y la imagen:
Domingo F. Faílde. Jerez, 2007.-